—Señor Reilly, no quiero presionarle —dijo cautelosamente el señor González—. Pero he visto que tiene en la mesa mucho material por archivar.
—Ah, eso. Sí. Bueno, esta mañana, cuando abrí el primer cajón, apareció allí una rata de respetable tamaño que parecía estar devorando el expediente de Mercancías General Abelman. Me pareció que lo más razonable era esperar a que se saciase. No tengo deseo alguno de contraer la peste bubónica y que la responsabilidad recaiga sobre Levy Pants.
—Ha hecho usted muy bien —dijo nervioso el señor González, temblando ante la perspectiva de un accidente laboral.
—Además, mi válvula ha estado portándose mal y me ha impedido agacharme para examinar los cajones de más abajo.
—Tengo exactamente lo que usted necesita para eso —dijo el señor González, y entró en el pequeño almacén de la oficina en busca, supuso Ignatius, de algún tipo de fármaco. Pero regresó con uno de los taburetes de metal más pequeños que Ignatius había visto en toda su vida.
—Aquí tiene. La persona que trabajaba antes en los archivos lo utilizaba para poder desplazarse mejor cuando trabajaba en los cajones de abajo. Pruébelo.
—No creo que mi estructura corporal concreta pueda adaptarse fácilmente a un instrumento de ese género —comentó Ignatius, con un ojo de lince fijo en el oxidado taburete.
Ignatius había tenido siempre un sentido del equilibrio muy precario, y siempre, desde su obesa niñez, había sido propenso a tropezones y caídas. Hasta que cumplió los cinco años y logró al fin caminar de modo casi normal, había sido un amasijo de golpes y cardenales.
—Sin embargo lo haré por Levy Pants.
Y se fue acuclillando poco a poco, hasta que su enorme trasero tocó el taburete, con las rodillas llegándole casi hasta los hombros. Cuando se encontró asentado al fin, parecía una berenjena sobre una chincheta.
—Esto no resultará. Me encuentro muy incómodo aquí encima.
—Inténtelo —dijo animosamente el señor González.
Impulsándose con los pies, Ignatius se desplazó inquieto siguiendo los archivos, hasta que una de las minúsculas ruedas se empotró en una figura del suelo. El taburete se ladeó ligeramente y luego volcó, lanzando a Ignatius pesadamente al suelo.
—¡Oh, Dios mío! —aulló éste—. Creo que me he roto la espalda.
—Vamos —gritó el señor González con aterrada voz de tenor—. Le ayudaré a levantarse.
—¡No! Nunca se debe mover a una persona que tiene la espalda rota si no hay una camilla a mano. No quiero quedarme paralítico por su incompetencia.
—Intente levantarse, por favor, señor Reilly —el señor González contemplaba el montículo que yacía a sus pies; le acongojaba muchísimo aquello—. Yo le ayudaré. No creo que tenga nada grave.
—Déjeme en paz —siguió Ignatius—. Es usted un imbécil. Me niego a pasar el resto de mi vida en una silla de ruedas.
El señor González sintió que los pies se le quedaban fríos e inertes.
El ruido de la caída de Ignatius sacó a la señorita Trixie del lavabo de señoras. Se acercó bordeando los archivos y tropezó con la montaña de carne en posición supina.
—Oh, qué barbaridad —dijo débilmente—. ¿Está muriéndose Gloria, Gómez?
—No —dijo ásperamente el señor González.
—Bueno, me alegro, me alegro —dijo la señorita Trixie, pisando una de las manos extendidas de Ignatius.
—¡Dios santo! —atronó Ignatius colocándose de inmediato en posición sentada—. Se me han roto los huesos de la mano. Jamás podré volver a utilizarla.
—La señorita Trixie no pesa nada —le dijo el jefe administrativo—. No creo que le haya hecho mucho daño.
—¿Es que le ha pisado alguna vez a usted, majadero? ¿Cómo puede saberlo?
Ignatius examinaba su mano sentado a los pies de sus colegas.
—Sospecho que no podré utilizarla en todo el día. Lo mejor sería que me fuera ahora mismo a casa para darle unos baños de agua tibia.
—Pero hay que archivar todo eso. Fíjese lo atrasados que estamos.
—¿Habla usted de archivar en un momento como éste? Estoy dispuesto a ponerme en contacto con mis abogados para que le demanden por hacerme subir a ese taburete indecente.
—Nosotros te ayudaremos a levantarte, Gloria —la señorita Trixie adoptó lo que parecía una posición de alzamiento. Separó bien los playeros, los pulgares apuntando hacia fuera, y se acuclilló como una bailarina balinesa.
—Levántese —masculló el señor González dirigiéndose a ella—. Se va a caer encima de él.
—No —contestó ella moviendo unos labios marchitos y apretados—. Voy a ayudar a Gloria. Póngase del otro lado, Gómez. Cogeremos a Gloria por los codos.
Ignatius observaba pasivamente mientras el señor González se acuclillaba al otro lado.
—Están ustedes distribuyendo su peso de modo incorrecto —les dijo en un tono didáctico—. Si quieren ustedes intentar levantarme, esa posición no les permite mantener el equilibrio. Sospecho que acabaremos malheridos los tres. Propongo que lo intenten en posición erecta. De ese modo, pueden inclinarse y levantarme con mucha más facilidad.
—Tú no te pongas nerviosa, Gloria —dijo la señorita Trixie balanceándose sobre las ancas. Por fin cayó sobre Ignatius, haciéndole desplomarse otra vez de espaldas. Con el borde de la visera de celuloide le golpeó en el cuello.
—Uuuufff —brotó de las profundidades de la garganta de Ignatius—. Buufff.
—¡Gloria! —gritó la señorita Trixie; contempló luego la cara rolliza que había directamente bajo la suya—. Llame a un médico, Gómez.
—Señorita Trixie, quítese de encima del señor Reilly —masculló el jefe administrativo, acuclillado junto a sus dos subordinados.
—Braggg.
—¿Qué están haciendo ustedes en el suelo? —preguntó un individuo desde la puerta.
El rostro vivaz del señor González se crispó en una máscara de horror.
—Buenos días, señor Levy —croó—. ¡Qué alegría verle!
—Sólo vine a ver si había alguna carta personal. Me vuelvo a la costa inmediatamente. ¿Qué es ese descomunal letrero? Alguien tropezará con él y se sacará un ojo.
—¿Es ése el señor Levy? —preguntó Ignatius desde el suelo. No podía verle debido a la hilera de archivadores—. Bruuuff. Ya tenía ganas de conocerle.
Desplazando a la señorita Trixie, que se desplomó en el suelo, Ignatius logró incorporarse y vio a un hombre de mediana edad, de atuendo deportivo, con una mano en la manilla de la puerta de la oficina, para poder huir con la misma rapidez con que había entrado.
—Hola —dijo el señor Levy con indiferencia—, ¿Un nuevo empleado, González?
—Sí, sí, señor. Señor Levy, éste es el señor Reilly. Es muy eficiente. Un verdadero fenómeno. Le diré que gracias a él hemos podido librarnos de varios empleados.
—Oh, sí, el nombre del cartel.
El señor Levy dirigió a Ignatius una mirada extraña.
—Me he tomado un extraordinario interés por su empresa —dijo Ignatius al señor Levy—. El cartel que vio usted al entrar es sólo la primera de una serie de innovaciones que me propongo introducir aquí. Bragg. Cambiaré su concepto de esta empresa, señor. No olvide lo que le digo.
—¿De veras? —el señor Levy examinó a Ignatius con cierta curiosidad—. ¿Qué hay de esa correspondencia, González?
—No mucho. Llegaron sus nuevas tarjetas de crédito. Las líneas aéreas Transglobal le enviaron un certificado nombrándole piloto honorífico por volar cien horas con ellos —el señor González abrió su escritorio y entregó el correo al señor Levy—. También hay un folleto de un hotel de Miami.
—Sería mejor que empezara usted a hacer mis reservas para las prácticas de primavera. Le di mi itinerario de campos de prácticas, ¿verdad?
—Sí, señor. Por cierto, hay algunas cartas que tiene que firmar.
Tuve que escribir a Mercancías Generales Abelman. Siempre tenemos problemas con ellos.
—Lo sé. ¿Qué quieren ahora esos estafadores?
—Abelman alega que el último lote de pantalones que les enviamos tenían sólo sesenta centímetros de largo de pernera. Estoy intentando arreglar ese asunto.
—¿Sí? En fin, cosas aún más raras han pasado —dijo rápidamente el señor Levy. La oficina empezaba ya a deprimirle; tenía que marcharse—. Lo mejor será que lo compruebe con ese capataz de la fábrica, ¿cómo se llama? Mire, lo mejor es que firme usted mismo esas cartas, como siempre. Yo tengo que irme —el señor Levy abrió la puerta—. No haga trabajar demasiado a esos chicos, González. Hasta luego, señorita Trixie. Mi esposa me preguntó por usted.
La señorita Trixie estaba sentada en el suelo atándose un playero.
—Señorita Trixie —chilló el señor González—. El señor Levy le está hablando.
—¿Quién? —rezongó la señorita Trixie—. ¿No dijo usted que se había muerto?
—Espero que la próxima vez que caiga usted sobre nosotros vea grandes cambios aquí —dijo Ignatius—. Vamos a revitalizar, como si dijésemos, su empresa.
—De acuerdo. Tómeselo con calma —dijo el señor Levy, y se fue dando un portazo.
—Es un hombre maravilloso —le dijo el señor González fervorosamente a Ignatius. Desde una ventana, los dos vieron al señor Levy subir a su coche deportivo. Rugió el motor y el señor Levy desapareció en unos segundos, dejando una nube azul de gases.
—Tal vez fuera mejor que me pusiese a archivar —dijo Ignatius cuando cayó en la cuenta de que estaba mirando fijamente por la ventana a la calle vacía—. ¿Querrá usted firmar esa correspondencia, para que pueda yo archivar las copias a papel carbón? Ahora podríamos examinar ya sin peligro lo que haya dejado aquel roedor del expediente de Abelman.
Ignatius espió mientras el señor González falsificaba laboriosamente
Gus Levy
en las cartas.
—Señor Reilly —dijo el señor González, enroscando cuidadosamente la tapa de su pluma de dos dólares—. Voy a bajar a la fábrica a hablar con el capataz. Vigile usted esto, por favor.
Ignatius supuso que el
esto
del señor González se refería a la señorita Trixie, que roncaba sonoramente en el suelo, ante el archivador.
—
Seguro
[1]
—dijo Ignatius, y sonrió—. Un poco de español en honor de su noble ascendencia.
En cuanto el jefe administrativo cruzó la puerta, Ignatius introdujo una hoja con membrete de Levy en la negra y voluminosa máquina de escribir del señor González. Para lograr que Levy Pants triunfase, el primer paso sería aplicar mano dura a sus detractores. Levy Pants tenía que ser más firme y autoritaria para sobrevivir en la selva del mercantilismo moderno. Había que tomar medidas. Ignatius empezó a mecanografiar la primera medida.
Mercancías Generales Abelman Kansas City, Missouri Estados Unidos
Señor I. Abelman, caballero mongoloide:
Hemos recibido por correo sus absurdos comentarios sobre nuestros pantalones. Comentarios que revelan claramente su total falta de contacto con la realidad. Si tuviera mayor conciencia del mundo, ya sabría o comprendería que esos problemáticos pantalones se enviaron con pleno conocimiento nuestro de que eran inadecuados en lo que al largo se refiere.
«¿Por qué? ¿Por qué?» Ustedes, con su chachara incomprensible, son incapaces de asimilar conceptos mercantiles progresistas a su visión del mundo, lamentable y trasnochada.
Los pantalones que les enviamos (1) eran un medio de comprobar su espíritu de iniciativa (una empresa mercantil más inteligente y más despierta sería capaz de conseguir que los pantalones de pernera tres cuartos se convirtieran en prototipo de la moda masculina. Es evidente que tienen ustedes unos programas de publicidad y comercialización muy deficientes) y (2) son un medio de poner a prueba su capacidad para cumplir con los requisitos básicos del distribuidor de un producto de tanta calidad como el nuestro. (Nuestros leales y diligentes distribuidores pueden vender cualquier pantalón que lleve la etiqueta Levy, por muy abominable que sea de hechura y diseño. Al parecer, ustedes son gente sin fe).
No queremos que nos molesten en el futuro con quejas tan insulsas. Por favor, limiten ustedes su correspondencia exclusivamente a pedidos. Somos una organización activa y dinámica, sólo podrán obstaculizar nuestra misión y sus vejámenes e insolencias. Si vuelve usted a molestarnos, señor, sentirá el morder del látigo en sus hombros repugnantes.
Coléricamente suyo,
Gus Levy, Presidente
Pensando muy satisfecho en que el mundo sólo entendía la presión y la fuerza, Ignatius copió la firma de Levy en la carta, con la pluma del jefe administrativo, rompió la carta que tenia escrita el señor González para Abelman, y deslizó la suya en la sección de correspondencia de Salida. Luego rodeó, de puntillas, con mucho cuidado, el cuerpecillo inerte de la señorita Trixie y volvió al departamento de archivos, cogió todo el material amontonado para archivar y lo tiró a la papelera.
—Oiga, señorita Lee, ¿aquel tipo gordo de la gorra verde, no volvió por aquí?
—No, gracias a Dios. Esos son los personajes que a una le arruinan la inversión.
—¿Y cuándo viene por aquí su amiguito el huérfano? ¡Caramba! Me gustaría sabe qué es de esos huerfanitos. Apuesto a que serían los primeros huérfanos por los que se interesase la poli.
—Ya le dije que envío cosas a los huérfanos. Un poco de caridad no hace daño a nadie. Le hace sentirse a una bien.
—Parece como si el Noche de Alegría hiciera caridá, cuando esos huérfanos pagan un montón de dinero por lo que se les da.
—Deje de preocuparse por los huérfanos y empiece a preocuparse de barrer el suelo. Ya tengo bastantes problemas. Darlene quiere bailar. Usted quiere un aumento. Y además de todo eso tengo problemas aún peores.
Lana pensó en los policías vestidos de paisano que habían empezado a aparecer en el club a última hora de la noche.
—Esto va muy mal.
—Sí. Esto puedo asegúralo. Estoy muñéndome de hambre en este burdel.
—Oiga, Jones, ¿ha estado usted en la comisaría últimamente? —preguntó Lana con mucha cautela, preguntándose si habría alguna posibilidad de que Jones fuera la causa de la presencia de los policías. Aquel Jones estaba resultando un quebradero de cabeza, pese al bajo salario.
—No, no he ido a vé a tos mis amigos policías. Espero conseguí alguna buena prueba —lanzó una formación de nimbos—. Estoy esperando alguna novedá en el caso del huérfano. ¡Juá!
Lana frunció sus labios de coral e intentó imaginar quién habría dado el soplo a la policía.