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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (29 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Estuviera donde estuviese, estaba seguro de haber eludido a Glaucous y su compañera masiva y gigantesca. Pero no se sintió animado. Últimamente tenía la habilidad de llegar demasiado lejos, de no cambiar sólo su destino inmediato, sino la
calidad
del mundo previsto.

Por ejemplo, había huido de Ellen… y había acabado en una línea donde se sentía obligado a marcar el número del anuncio sin presentir los problemas. No era un buen plan, ni eran buenas circunstancias.

Y ahora su destino había empeorado considerablemente.

Una exigencia de su habilidad demencial —o un síntoma de sus fantasías neuróticas de poder y control— había sido siempre el convencimiento de que podía
determinar
antes que ellos cuándo iba a empeorar la situación. Sin tal precognición, sus saltos serían aleatorios, carentes de valor. Por ahora no podía detectar nada peor que lo que ahora mismo veía, excepto lo que aguardaba tras la barrera dura y traslúcida: la corrupción en sí misma, un descontento infeccioso mezclado con… ¿con qué?

¿Vacío?

—¿Hay alguien en casa? —gritó, con voz rota—. ¿Burke?

Animales pequeños recorrían lo que antes había sido su dormitorio. ¿Sus ratas? Atravesó con cuidado el suelo abombado, atravesando una dispersión centelleante, aplastando y rompiendo agujas con un sonido como el de los témpanos de hielo.

Miró tras la esquina.

En el pequeño cuarto se encontraba el baúl que había sido suyo desde la muerte de su padre. En él había guardado sus posesiones más valiosas. Detrás había encontrado el portafolios.

Se tocó el bolsillo rasgado. La caja… seguía allí.

Comprobando la solidez del suelo con un golpe de bota, aplicando la mitad de su peso, luego todo, atravesó el dormitorio. Las tablas del baúl estaban arqueadas. Levantó la tapa. Vacío excepto por una capa gris y fangosa.

Dejó caer la tapa y salió del cuarto. En el porche trasero, Jack descorrió la puerta —vidrio roto en el interior del marco— y salió. Por toda la calle los edificios se habían derrumbado para formar montones de escombros grises y marrones de los que sobresalían vigas y tablones como dedos muertos. Aguas enlodadas recorrían los colectores y pasaban sobre el asfalto roto y levantado, acumulándose y girando en las depresiones como si hubiese llovido mucho y los desagües estuviesen atascados.

Un lugar muerto en un tiempo muerto. Por lo que podía ver, no había esperanza, no había vida… ¿desde hacía cuánto? ¿Cuánto tiempo llevaba muerto este mundo? ¿Horas?

¿Años?

Juzgando por el aspecto, por el olor, nunca había estado realmente vivo.

Dondequiera que toca, aquello que toca se aferra. Lo has visto antes. Lo volverás a ver

Allí donde pisaba, en todas las habitaciones, habían tirado agujas con despreocupación. Levantó la manga de la chaqueta sucia y volvió a mirar las marcas de pinchazo. Una reciente emitía una gota amarillo suero. Jack sentía cómo las drogas le nublaban la mente. Luchó contra el letargo, la satisfacción odiosa y amarga de haber conseguido la dosis, y prestó atención a los ruidos del exterior: viento, lluvia, agua, el raspado subyacente de los restos y el polvo que caían. El aire en sí olía tan mal como el vómito pasado. ¿Cómo se podía vivir aquí? Tenía que encontrar la forma de bajar las escaleras, de alejarse de este vecindario comatoso, de atravesar la ciudad… quizá fuese un fenómeno local, un barrio desafortunado.

Pero sabía que no era local. Estaba
en todas partes
. Había aterrizado en una trampa horrible. Había logrado saltar a una línea perversa de mínima oportunidad, rodeado por una infinidad de purgatorios, todos ellos lindando con el infierno. Todos los caminos adyacentes estaban a oscuras, un vacío fecundo extendiéndose a cualquier distancia que pudiese saltar, manchando vastos racimos de líneas de mundo, una enfermedad metafísica que no se podía medir excepto en forma de miles de millones, de billones, de vidas corrompidas y corroídas.

La alegría de la materia ha desaparecido
.

Luego, en el rabillo del ojo, algo se movió, y al mover rápidamente la vista, esta vez seguía allí.

36

Penelope se echó al hombro desnudo la carga fláccida y pesada y luego se agachó para recoger el impermeable. Enorme y todavía desnuda, pasó impermeable y saco por la puerta con varios empujones bruscos, para luego colocarse el fardo en mejor posición y bajar las escaleras, dejándolo caer cerca de las ansiosas puertas traseras, abiertas, de la vieja furgoneta.

La lluvia caía en láminas. El rayo destellaba como el agitar de un inmenso párpado.

Glaucous se quedó en el apartamento vacío, con la barbilla en la mano marcada, pensando en el trozo de papel doblado que sostenía delicadamente entre los dedos, como si fuese una mariposa atrapada. Mejor no inmiscuirse, aunque hacía tiempo que sentía curiosidad sobre cómo se plegaba y qué contenía. Se lo metió en el bolsillo del abrigo. Faltaba algo importante. Sí, tenía el número de referencia, tenía al chico. Incluso tenía la caja; pero no la parte final por la que estaba dispuesto a pagar su empleador, en dinero y dispensación. A pesar de las avispas, el chico había saltado, dejando atrás una ausencia peligrosa. Entregar algo que no fuese al sujeto completo podía ser doloroso… incluso fatal.

Glaucous se inclinó sobre la barandilla de hierro de la pasarela.

—¡Penelope! —le gritó a la lluvia—. Hemos atrapado a un cascarón. Se ha ido.

—Aquí está…
¡aquí está!
—aulló su compañera.

—No podemos arriesgarnos. Tendremos que quedarnos y esperar que regrese… o soltarle.

Penelope dejó escapar una maldición sin sentido. Luego, como una niña pequeña a punto de llorar:

—¿Por qué no me lo dijiste
antes
de que cargase hasta aquí con él?

Un hombre, de calvicie incipiente y bigote, de unos treinta y tantos años y cansado, subía las escaleras, con el chubasquero aleteando sobre una traje blanco de cocina. Se detuvo al llegar arriba y miró la puerta reventada para luego volverse al oír esa voz infantil elevándose entre la lluvia… y vio a Glaucous. Lentamente, con más cautela, intentando esquivar al gnomo de aspecto tremendo.

—Disculpe —dijo Glaucous, apoyándose en la barandilla.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó el hombre.

Glaucous le dedicó una sonrisa estrambótica, para luego hacerse a un lado y bajar corriendo las escaleras, los pies un borrón, empleando las gruesas manos como guías.

—¡Lo siento! —gritó.

El compañero de piso de Jack metió la cabeza por la puerta rota. El apartamento estaba lleno de avispas. Lanzando una maldición, dio golpes alrededor de la cara.

Glaucous se unió a Penelope.

—El chico no importa… yo le atraparé. Vámonos.

Penelope había apoyado la forma fláccida dentro del saco, goteando e inmóvil, contra un muro. Inexpresiva, cogió el chubasquero y cubrió su masiva desnudez.

Jack Rohmer había huido tan lejos que al principio Glaucous no pudo ni siquiera olisquear su rastro. Glaucous estaba seguro de que, por pura desesperación, Jack pronto se volvería a cruzar en su camino. Ahora había muchos caminos moribundos, muchas líneas enfermas que no llevaban a ninguna parte.

Oh sí, él, Glaucous, lanzaría su dulce red sobre el negro titilar de destinos roto y, con otro gesto diestro, Jack volaría directamente hacia ella, completamente asustado. Y todo estaría bien.

El compañero de habitación lanzó amenazas desde el tercer piso. Con la mano, Glaucous indicó la bolsa.

—Levanta. Carga. Trae, querida.

37

El otro ocupante del apartamento adoptaba el color y la textura del suelo cubierto de agujas, las paredes encostradas y el techo casi derrumbado. Emitía un sonido como el de la nieve pesada cayendo una noche oscura: interminable, inmutable. Era su única voz. Esperaba, atrapado en esa habitación —
desde siempre
—, y ahora se quejaba a cualquiera que pudiese oírlo. Simplemente, Jack no se había dado cuenta hasta ese momento. Mirándole, se sintió paralizado.

El ocupante tomó la iniciativa y se movió… sin moverse. Cambió de posición, de eso Jack estuvo seguro… pero no estaba convencido de que
pudiese
estar seguro. Al volverse para seguir la tarea, el borrón, donde se encontraba ahora entre su persona y la puerta, vio que siempre había estado
allí y
en ningún otro lugar. Se había equivocado.

Una vez más, notaba su presencia por primera vez.

Los párpados de Jack se estremecieron e intentaron cerrarse. El sueño de la droga ansiaba cubrirle como si fuese un sudario. Tenía que dejar de
ver
, debía alejarse de la imposibilidad que había entre su posición y la puerta. Su mente era incapaz de procesar y recordar. Sus sistemas de memoria se iban apagando. Pronto se quedaría atrapado aquí igual que el otro. Se protegería a sí mismo de la única forma disponible para los habitantes de este purgatorio: congregando suelo, paredes y techo, y ocultándose
a plena vista
.

—No quiero problemas —dijo Jack, entrometiéndose—. Sólo quiero salir de aquí.

El sonido de nieve dura se convirtió en un lloriqueo constante y arenoso —lágrimas de pena congelada—, el sonido más triste que hubiese oído nunca. El otro abandonó su camuflaje, se volvió más sólido, más humano: dos brazos, una masa por cabeza, un tronco que en la base se dividía en dos piernas.

—¿Adónde irás? —pareció preguntar—. Llévame contigo.

—No sé cómo. —Jack podía distinguir una cara con un agujero por boca y dos pozos verdes y hundidos por ojos.

—Llévame fuera.

—¿No puedes salir? —preguntó Jack, sintiéndose enfermo.

—No —siseó. Se acercó; siempre había estado junto a Jack, nunca le abandonaría, con un miembro extendido como si fuese a apoyar una mano en su hombro; pero no había mano.

Todavía no.

La trampa se cerraba.

Jack no podía saltar. No había caminos, no había libertad. Sólo había fibras pestilentes sin color, sin oscuridad, cada una cerrada en un nudo pulsante y tumoral, dispuesto a extenderse y consumirlo todo.

Aquí el tejido se está descomponiendo. Las fibras se han soltado. Sus extremos se doblan y se unen para formar bucles. Ahí es donde estoy. En un mundo bucle
.

Jack se echó atrás para gritar.

El grito surgió, apenas como el chillido de un animalito moribundo, no más potente que los de sus ratas.

—Quédate; te he dejado comida —dijo la forma.

De pronto Jack reconoció el rostro borroso.

Era Burke. Su compañero de piso.

Un anzuelo atrapó la columna de Jack y tiró de él con una sacudida de increíble dolor. Antes de tener tiempo de pensar en la muerte y en palabras sin voz —de pensar en la garra informe sobre el hombro, dándole la bienvenida a una eternidad inmutable— tiraron de él con una fuerza considerable y más dolor aún.

Intentó gritar de nuevo; le dedicó todas las energías. El ruido extrañamente distorsionado a través de mil callejones grises y sin salida; y de un golpe fue desviado con fuerza en otra dirección, a través de más miles de línea. Los fragmentos de luz que le llegaban a los ojos eran cada vez más brillantes y cálidos, luego más oscuros y más fríos… y una vez más retenido, un tirón… instantáneamente. Alguien quería tirar de él y Jack sabía quién era, podía sentir el mismo toque enfermizamente dulce y tranquilizador, como el dedo de un pescador de mosca en el sedal.

Un maestro de pescadores de hombres sacaba a Jack Rohmer de los ríos de pesadumbre.

38

Oeste de Seattle

Glaucous condujo al sur por el carril lento, para luego entrar en el puente West Seattle. A través de los labios lanzaba un trino penetrante, sin seguir ninguna melodía concreta. De vez en cuando hacía una mueca, echaba la cabeza atrás y abría la boca, como si sostuviese algo entre sus amarillentos dientes.

—Te tengo —murmuró, y se pasó la mano por la frente.

Penelope se apoyaba contra la ventanilla, ojitos lánguidos. Una avispa solitaria se paseaba por el cuello del chubasquero y se agitó por un pliegue grueso del cuello. La lluvia golpeaba el techo de la furgoneta y los limpiaparabrisas limpiaban. A esta hora de la madrugada, la vieja carretera elevada estaba casi desierta. La aurora se iba manifestando hacia el este, una luz vaga en la penumbra húmeda.

El fardo de la parte de atrás se agitó.

—Ah —dijo Glaucous—. ¿Ya no es un cascarán, un falso?

Penelope se quitó una avispa de la nariz y la aplastó con el pulgar. Glaucous admiraba la fuerza y la firmeza de la mujer, pero no su personalidad. Penelope no sentía afecto real por nada. Su cuarta compañera, Penelope, era la que más había durado, más de sesenta años. A cambio, ella no había envejecido, pero había ganado tamaño y perdido atractivo. Otras se habían consumido y reducido. Una vez, durante un tiempo, había llevado a su segunda compañera en el bolsillo. En unos pocos días, su tercera simplemente se había desvaído como si la hubiese dejado al sol, y luego, una mañana, había desaparecido. Por lo que sabía, todavía seguía habitando la vieja casa… aunque no es como si alguien pudiese verla, o importase.

Los ojos de Penelope se abrieron.


Ha
vuelto, creo.

El la miró con ojos inquisitivos.

—¿Cómo podemos estar seguros?

—Está llorando —dijo Penelope.

La lona se pegaba a la boca de Jack. Su propio aliento áspero se le pegaba a la cara como una certidumbre rancia y reconfortante. Podría ahogarse. Podría morir. Cualquier cosa sería mejor que el lugar donde había estado… las tierras mezquinas, donde dominaban la podredumbre y la desesperación.

Y Jack
lloraba
, en silencio y sin parar. Habiendo sido arrancado del purgatorio, habiéndose acercado tanto al infierno, sus lágrimas no tenían nada que ver con el valor o el miedo, sino con una pena mayor que nada que hubiese experimentado antes.

La alegría de la materia ha desaparecido
.

Y cuando renuentemente recordó lo que había estado a punto de atravesar, una barrera que era como una costra sobre una herida abierta…

—Huele a quemado —dijo Penelope.

—Déjalo estar —dijo Glaucous, pero sus ojos manifestaron preocupación. Miró a la lluvia por la ventanilla, al rayo. El aire parecía más pesado, luz gris pulsando bajo la tormenta y formando gruesas y amplias oleadas. ¿O se trataba de la sangre bombeando a través de su grueso y duro corazón?

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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