Read La ciudad al final del tiempo Online

Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (24 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
13.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Finalmente, cediendo a la insistencia amable de Tiadba, Jebrassy contó más cosas sobre sus descarríos, su sospecha de que quien entraba en sus sueños no venía del Kalpa, no se quedaba demasiado tiempo y dejaba pocas indicaciones sobre su naturaleza.

—Creo que podría venir del pasado.

Ella le miró desde el otro lado de las almohadillas y colchas que había dispuesto para el encuentro.

—Pero no sé nada seguro —dijo Jebrassy—. Podría venir del futuro… o quizá sea un mensajero del Caos.

—La mía es del pasado —susurró Tiadba, con los ojos bien abiertos por el misterio—. No conoce nuestra vida. Pero vengan de donde vengan, creo que se conocen.

Bajo la mirada directa de Tiadba, Jebrassy se enterró confundido en las colchas. Con voz apagada, dijo:

—He escrito un mensaje. Si viene mientras estoy aquí… contigo… muéstraselo.

Tiadba le desenterró y se tendió a su lado, y los dos miraron a través de la abertura de la noche al techo negro aterciopelado de su mundo.

—¿Cómo es posible? —preguntó Tiadba—. ¿Qué está pasando ahí fuera? ¿Por qué nos mantienen en la ignorancia?

Abandonaron la punta más lejana de la tercera isla y cruzaron los campos de cultivo. El cel se tiñó de naranja y se oscureció a gris en el horizonte, indicando la llegada del sueño, pero los campos seguían activos con pedes rojos y negros recogiendo fruta madura. Se movían sobre manchas paralelas de docenas de pies activos entre las filas estrechas de arbustos y árboles bajos y anchos. Cada pocas docenas de metros, los encargados de los pedes emitían chasquidos y silbidos, anunciando la posición de cestos y carros de recogida.

Un solitario guardián, veletas cortas y cristalinas surgiendo de un tórax liso y gris, flotaba entre la carretera y el borde del bosquecillo más cercano. Hizo caso omiso de ellos… justo como Tiadba había predicho.

Los pedes trepaban a los emparrados arqueados junto a los cestos y dejaban caer sus cargas con trinos y gritos de satisfacción. Los encargados reunían los cestos y llevaban los carritos a las chozas donde empaquetadores y cocineros los preparaban para las comidas del día siguiente. De tal forma se alimentaba la progenie antigua en los Niveles: aunque los pedes se encargaban de la recogida y la mayor parte de la poda y carga.

A tres kilómetros del centro de distribución, Jebrassy y Tiadba abandonaron la carretera, ahora un sendero gastado de tierra, y recorrieron acres de zonas en barbecho que todavía no se habían sembrado, atravesando luego el bosque poco denso que rodeaba todas las granjas. Poco después llegaron a una losa elevada cargada hasta arriba de maquinaria y viejos aperos de granja, rotos o desechados muchas generaciones antes. (Jebrassy estaba seguro de que los pedes no habían sido siempre los encargados de la parte más importante de la recogida… que esas máquinas, oxidadas y marcadas por el tiempo, podrían haber realizado esas tareas). Asegurándose de que no les seguían, Tiadba le ayudó a subir, y a su vez él la subió a la losa. Desde allí, ella le guió por entre restos de cajas hasta llegar a un agujero abierto en medio de la losa… quizás a unos seis kilómetros del bloque donde vivían. Bajaron por una curiosa escalera; travesaños dispuestos en espiral siguiendo el pozo profundo con una extraño recodo que, después de unos veinte metros, convirtió el pozo en un túnel horizontal, todavía equipado con travesaños pero más adecuado para grandes pedes que para progenies. Les llevó por una parte de los Niveles de la que él no había sabido hasta ese momento: una zona de almacenamiento abandonada hacía tiempo y que aparentemente ahora se empleaba exclusivamente para celebrar reuniones clandestinas.

Tiadba le informó —su rostro reluciendo con la emoción de la conspiración— de que los guardianes nunca venían aquí.

—Ese guardián del bosquecillo pasó de nosotros. ¿No te parece raro? Estábamos donde no debíamos estar, casi al anochecer.

Jebrassy admitió que era raro.

—Algunos creen que les han ordenado mantenerse a distancia. Algunos creen que se
supone
que debemos hacer lo que estamos haciendo.

Jebrassy no se mostró en desacuerdo… en voz alta. Pero sólo tenía pensamientos de rechazo. Quería ser desafiante, no ajustarse al plan de alguien.

Y cuando llegaron finalmente a la pequeña sala, iluminada por tres luces antiguas y verdosas que iluminaban el círculo de rostros de los exploradores escogidos, se sintió como un tonto. Un tonto enamorado.

Tiadba era una fulgente absolutamente maravillosa, sin duda. Pero su tozudez igualaba a la suya propia. Ella no dedicaba demasiada consideración a los sentimientos de Jebrassy, sino que siempre se centraba en la Meta… es decir, en
su
Meta. Y ahora mismo, la Meta de Tiadba, por encima de cualquier cosa —incluyendo el amor de Jebrassy—, era la marcha. Literalmente le había traído a rastras a esa reunión… atándole una cuerda alrededor de la cintura antes de abandonar los Niveles medios, por si se caía al bajar la escalera, e incluso ahora tiró de él para sentarle con el grupo del perímetro, esperando a su líder… la sama anciana llamada Grayne.

El círculo se concentró en la oscuridad expectante del centro.

—Nunca nos decepciona —le confió un joven mientras él y Tiadba se hacían sitio y se sentaban, hombro con hombro, con los otros. Jebrassy se preguntó si el progenie se refería a Tiadba y se preparó para sentirse insultado, pero pronto quedó claro que se refería a la propia Grayne, la mujer mayor.

Todos se sentaron, para luego echarse atrás y apoyarse en la pared, y pronto Jebrassy sintió una opresión fría y antigua: no le gustaba el lugar. Independientemente de su entusiasmo por unirse a la marcha, todo el misterio y el secreto le parecían artificiales.

—Extraño lugar —le susurró a Tiadba. Ella actuó como si no le hubiese oído—. Podría haber sillas. Una mesa.

—Nunca dejamos rastro —dijo Tiadba, y el joven a su lado asintió.

—Si los guardianes nunca vienen aquí… ¿qué más da?

—Es
la forma
—dijo el joven, dándole un codazo de irritación—. La marcha siempre se realiza de tal modo.

—No sería mi modo —murmuró Jebrassy.

—¿Qué harías
tú?
—preguntó el joven, su rostro oscureciéndose. Se inclinó hacia delante para ver la reacción de Tiadba, pero ella hacía lo posible por pasar del intercambio… lo que irritó a Jebrassy todavía más.

—Yo iría ahí fuera solo, o con un grupo de gente que conociese y en la que confiase. Bien preparados.

—¿Y quién sería el líder?

—Yo.

El hombre rio.

—¿De dónde sacarías el equipo? —preguntó.

—No sabe nada sobre el equipo —dijo Tiadba.

—Entonces, ¿a qué traerle? Estamos casi listos. Se supone que éste es un grupo experimentado.

—Porque Grayne lo pidió. —Una verdad parcial.

El hombre se lo pensó y luego, con un encogimiento, preguntó:

—¿Cómo se llama?

—Jebrassy.

—¿El luchador? —El joven volvió a golpear el brazo de Jebrassy, en esta ocasión con el codo—. Te he visto. Me llamo Denbord. —Señaló a otros dos—. Perf y Macht. Somos amigos. Queríamos luchar, pero la marcha es más importante.

Los otros, todavía no presentados, se tocaron las narices y se miraron mostrándose de acuerdo: los luchadores daban pena, por divertidas que fuesen las peleas.

—Silencio —dijo Tiadba—. Ya llega.

El círculo había dejado un espacio cerca de la entrada del túnel. El aire era intenso y cargado. Jebrassy se echó a sudar.

Entró una mujer pequeña, casi treinta centímetros más baja que Tiadba, mayor y doblada:
era
la sama que había conocido en el mercado. Se movía lenta y cuidadosamente, empleando un cayado, y la seguían dos jóvenes vestidas con largas camisas grises y zapatillas, cargando con cestos. Se pasó la fruta: tropes, todavía no maduros pero repletos de jugo, y chafa seca para masticar. El grupo se refrescó mientras la anciana ocupaba el centro de la cámara, sus ojos oscuros en el rostro sencillo y gastado buscando por el círculo hasta dar con Tiadba —sus labios suavizando las líneas duras— y luego en Jebrassy. Le dedicó un claro asentimiento.

Una de las jóvenes acercó un taburete bajo en el que Grayne se sentó con un suspiro. Completó la inspección.

¿Es un truco? No puede ser la líder de una marcha. Es tan
vieja…
¿Por qué el Guardián Sombrío no ha venido a por ella?
Jebrassy sintió que el ceño se le fruncía y se obligó a relajarse… no quería revelar más de lo imprescindible.

—Veinte escogidos —dijo Grayne—. Cuatro de este grupo, dieciséis, de otro lugar. El Kalpa es eterno, pero nosotros somos
nuevos
, nosotros somos
juventud
y
novedad
. No somos mascotas, ni juguetes; somos esperanza, embotellada hasta que resulta necesaria. Y ahora se ha colmado, se
nos
necesita. Nadie más en el Kalpa posee la voluntad de atravesar el Caos.

—Nadie más —entonó el grupo.

—Enviamos a nuestros exploradores por las puertas, atravesando el límite de lo real, hacia el misterio, para encontrar a nuestros primos perdidos y liberarnos. ¿Qué hay allá
Fuera
, más allá del Kalpa? —preguntó Grayne en voz baja—. ¿Lo sabe alguien con seguridad?

Jebrassy negó con la cabeza, sus ojos retenidos por la mirada negra e intensa de la mujer.

—¿Lo sabes tú? —le preguntó ella directamente.

—No.

—Y así nos entregamos todos al misterio, a lo desconocido, para salvarnos de la asfixia. ¿Estás con nosotros?

—Sí —dijo Jebrassy.

Grayne le examinó, luego se puso en pie, metió la mano en un bolsillo de la túnica y sacó una bolsita. La vieja sama recorrió la cámara, entregándoles pequeños fragmentos cuadrados a todos, excepto a Jebrassy.

—Nos veremos una vez más antes de la marcha. Ahora iros todos, excepto el luchador. Y Tiadba.

Tiadba ayudó a Grayne a recorrer la cañería hasta la superficie. Jebrassy les siguió. Los tres se quedaron inmóviles durante un momento, mientras Grayne recuperaba el aliento.

—Todo lo que sabes está equivocado, joven luchador —le dijo.

Los demás ya se habían dispersado sobre los campos en barbecho y luego por el camino hasta los bosquecillos bajos, pasando junto al solitario e inmóvil guardián, su resplandor un azul tenue e intermitente en la oscuridad.

Los pedes se habían enrollado sobre sí mismo, en la semioscuridad relucían y se estremecían, para conservar el calor.

—Sé que soy un ignorante —dijo Jebrassy, manteniendo la voz baja—. Pero no soy estúpido.

Grayne alargó los dedos fuertes y nudosos y agarró la mandíbula de Jebrassy. Le giró la cara hacia la suya, con los ojos como flechas.

—Tiadba me dice que tu visitante no sabe nada de los Niveles, ni del Kalpa. ¿De dónde crees que viene?

Jebrassy no se soltó.

—Probablemente Tiadba sepa más sobre él que yo.

—No importa —dijo Grayne, y se estremeció en el aire frío—. Demos un paseo.

El nicho de la sama era más que humilde. Vivía en el nivel más inferior del bloque principal de la tercera isla, dentro de una especie de columna de soporte rodeada de maquinaría antigua y silenciosa: grandes armatostes de dureza lisa, pesados, oscuros y que no revelaban las tareas que habían desarrollado antaño.

La decoración del nicho era igualmente humilde: algunas mantas y cojines de color pardo, una caja pequeña para la comida, y una caja mayor, equipada con una cerradura de dedo. Ella les ofreció agua. Ellos se sentaron en silencio mientras ella tocaba la caja, la abría y sacaba…

Un libro. Un libro de verdad, encuadernado en verde, con letras en el lomo y la portada. Era el primer libro real —suelto y completo— que hubiesen visto nunca. Tiadba dejó escapar el aliento como si alguien le hubiese dado un golpe en el estómago. Jebrassy mantuvo la expresión totalmente controlada, al encontrarse, una vez más, sin saber qué tramaban las dos mujeres… quizá nada bueno. Quizá fuesen parte de una trampa de los Alzados para atraer a jóvenes tontos.

Su mente pasó rápidamente de confusión en confusión y luego miró a Tiadba… y comprendió que ella estaba tan hipnotizada como él.

Grayne se llevó el libro al regazo y se les acercó.

—Amo estos objetos peligrosos e imposibles por encima de todo lo demás en los Niveles —dijo, sosteniéndolo en ambas manos y abriéndolo para inspeccionarlo—. ¿No es encantador?

Jebrassy ansiaba sostenerlo, pero no se atrevió a alargar la mano. La portada estaba adornada con flores de un tipo que nunca había visto en los campos cultivados, dispuestas alrededor de un diseño que atraía de inmediato la vista: una cruz rodaba por una banda entrelazada que aparentemente giraba.

Tiadba le miró. Él asintió. El dibujo les era familiar, aunque nunca lo habían visto antes.

—¿Es de los estantes en los Niveles superiores? —preguntó Tiadba.

—Esos libros no son reales —dijo Jebrassy—. He intentado sacarlos. No son más que adornos.

Grayne rodeó el libro con dos dedos y juntó los labios, contrayendo las mejillas con un resoplido.

—Kilómetros y kilómetros de tentación y futilidad. Es una curiosidad, me parece a mí, que instintivamente amemos los libros, pero no podamos tenerlos, no podamos leerlos, no podamos hacer más que mirar los lomos, fijados en esos horribles y maravillosos estantes —solemnemente dejó el libro sobre una pequeña mesa situada entre ellos—. Tocadlo. Es muy antiguo, muy resistente; lleva miles de vidas esperando ser usado. No podéis dañarlo.

Tiadba tenía lágrimas en los ojos al alzar el libro y oler la portada.

—¿Sabes leerlo? —le preguntó a Grayne.

La sama levantó un dedo: sí.

—Algunas hemos traducido páginas. Muchas páginas.

—¿Cómo? —preguntó Jebrassy.

Grayne sonrió.

—De todas mis instrucciones y deberes extraños, ésta es la parte que más me gusta. Hay un secreto tan maravilloso que nadie te creerá si se lo cuentas… así que no te molestes.

»Una vez, cuando éramos muy jóvenes, mis hermanas de inclusa y yo inventamos un juego. Subíamos a los Niveles superiores y luego corríamos siguiendo los estantes imposibles. Reíamos, saltábamos y tirábamos de los lomos inmóviles, estantes superiores, estantes inferiores, uno arriba, uno abajo, estantes centrales… tirábamos durante horas de los volúmenes inflexibles, riendo, saltando y cayendo una y otra vez, para luego reír todavía más. Nadie esperaba que tuviésemos éxito, pero nosotras creíamos, como suele suceder a los niños, que si nos sentíamos tan atraídas por ellos, si había tantas leyendas e historias infantiles sobre libros, entonces algo de cierto debían tener… debía haber algo tras esos lomos tentadores.

BOOK: La ciudad al final del tiempo
13.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Catbyrd Seat by Emmanuel Sullivan
Fairy Tale Blues by Tina Welling
Where Heaven Begins by Rosanne Bittner
The Killing Circle by Andrew Pyper
A Knight of the Sacred Blade by Jonathan Moeller
Flameseeker (Book 3) by R.M. Prioleau
El lobo estepario by Hermann Hesse
Slow Way Home by Morris, Michael.
Snow Goose by Paul Gallico, Angela Barrett


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024