Estaba lejos de ser una prisionera, pero siempre que se aproximaba a la puerta que daba al exterior, no lograba reunir fuerzas para atravesarla. La tensión en su cabeza y pecho se volvía insoportable, ansia y miedo retorciéndose en su estómago anudado. No podía volver a salir al exterior… todavía no.
—¿Por qué me retienes aquí? —gritó una mañana, mientras Bidewell traía otro cargamento de cajas llenas de libros—. ¡Estoy harta! ¡Sólo tú y esos gatos!
Bidewell le respondió de inmediato.
—No la retengo aquí. Allá a donde vaya, estoy seguro de que encontrará el camino a casa… por la ruta más larga. Ése
es
su talento. Es posible que los gatos la echen de menos. —Y se fue, rozando las rodillas, y cerró la puerta blanca con un gruñido engrasado de contrapesos y poleas.
Ginny dio una patada a una caja, para luego volverse y ver al gato más pequeño sentado en el suelo, mirándola con curiosidad complaciente.
—Tú tienes todo lo que quieres —le acusó Ginny.
La cola del gato golpeó una caja sellada. Se levantó sobre los cuartos traseros y vigorosamente rasguñó el cartón, dejando un símbolo gatuno, como una X acompañada de un signo de exclamación. Luego se fue, agitando la cola en lo alto.
En ocasiones incluso mordisqueaba las esquinas de los libros sobre la mesa de trabajo. A Bidewell no parecía importarle.
Con la aparición de la joven ante su verja, Conan Arthur Bidewell había experimentado tres emociones potentes: irritación, regocijo y miedo; ésta última, a su edad, era casi indistinguible de la alegría. Se olía el cambio en el aire. Después de todo, la aparición de la joven no era más milagrosa que la condensación de una gota de lluvia a partir de una nube cargada de humedad.
Pero ahora ya lo sabía: el trabajo de muchos años solitarios daba sus frutos. ¿Por qué
no
alegría, junto con el latido inevitable del peligro venidero?
Durante demasiadas décadas, demasiadas efectivamente, se había perdido en sus libros, analizando las estadísticas de cambios improbables. ¿Qué acto podría ser más desesperado o más fútil? Aguardar a que las sumadoras plantasen sus flores y produjesen una nueva familia para él y el almacén. Y ahora…
Hacía tiempo que Bidewell notaba el cambio en el clima literario. Cada vez le llegaban más cambios significativos, desde todo el planeta. (¡Era una pena que no pudiesen comunicarse con otros planetas! Porque Allá Fuera se debían de estar produciendo acontecimientos similares, confundiendo también a otros estudiosos… si prestaban atención). El ánimo de sus libros se había oscurecido y se había nublado.
Así es como termina el mundo; no con un estallido sino con una errata
.
Había observado otros cambios en el vecindario: una disminución de los ratones y un incremento de los gatos. El almacén contenía dos gatos más que antes de la llegada de la joven. Parecían llevarse bien con
Minimus
, su favorito. Sin duda todos pertenecían a Mnemosina… de esa forma tan independiente.
Y ahora Bidewell y los gatos tenían una joven para que les hiciese compañía, una joven en general sin nada destacable, taciturna, que protegía sus emociones, como debía ser. Se encontraba en una situación precaria. La joven creía tener dieciocho años. Bidewell sabía que no era así, pero no tenía ánimos para contárselo. Que todos ellos descubriesen la verdad al reunirse, porque inevitablemente —a pesar de los depredadores que los buscaban y los suprimían, de forma similar a como los gatos reducían la población de ratones del almacén— habría otro. Había llegado el momento. El momento de las conclusiones.
Ginny había sobrevivido a una espiral descendente y a una terrible conmoción. Bidewell comprendía que necesitaba recuperarse y no le asignaba demasiadas tareas. La joven cumplía bien con sus labores. Abría las cajas y retiraba las colecciones menos prometedoras, y empezaba a convertirse en una lectora perspicaz, lo que no era sorprendente, considerando su origen. Podría ser que con el tiempo fuese una verdadera ayuda, pero Bidewell se preguntaba si tendría tiempo de que ella desarrollase su habilidad hasta el punto de que ella pudiese hacer que todo fuese diferente.
El trabajo en el almacén seguía, aunque él ya sabía lo que precisaba saber: que el pasado respondía como un barómetro a un descenso tremendo de la presión. Quedaba muy poco pasado y casi nada de futuro.
Lo que uno creía recordar no era una guía fiable a lo que había sucedido en realidad… ya no.
La historia efectivamente estaba patas arriba.
Seattle
Un busker debe satisfacer a todos sus clientes. Para una mujer, debe ser joven, encantador y gracioso; su diversión ocultando un anhelo controlado. Para los hombres, debe parecer un payaso andrajoso… para nada una amenaza a pesar de su juventud y su buena planta. Para los niños, debía ser como uno de ellos… si ellos pudiesen cantar, bailar y hacer malabarismos con martillos y ratas.
Jack ganaba una buena cantidad, como veintiocho dólares en tres horas, depositada por su público ocasional sobre una gorra de tela plantada en la acera frente al Tiffany's del centro.
Hoy, al igual que en los últimos dos años, Jack trabajaba con ratas vivas. Estaban acostumbradas al truco y él no las dejaba caer nunca… nunca. Puede que a las ratas no les hiciese mucha ilusión volar por los aires, retorciendo sus colas y cabeza, ojos negros o rosa, viendo en una sucesión giratoria cielo, suelo y mano de Jack, pero así estaban las cosas; las agarraba con suavidad y las lanzaba con cuidado, y si les daba de comer, y mientras se acicalaban, siempre había algo interesante que ver a través de la rejilla de la jaula. Las ratas habían vivido peor.
A las cuatro las multitudes abandonaron los cañones de cemento, de vuelta a casa, así que Jack recogió las jaulas y demás elementos, los colgó de los guardabarros delanteros y traseros de la bicicleta, comenzando la lenta salida del centro, Denny arriba hasta Capitol Hill.
Iba renuentemente de camino a la Broadway Free Clinic. Primero, paró en casa de Ellen. Su pequeño bungalow gris se posaba tras un pequeño jardín que coronaba un muro de contención de un metro de alto, subiendo dos escalones de cemento. Ellen seguía fuera de la ciudad, en un viaje de un día, así que buscó la llave que le había dejado oculta y guardó las ratas en lo más alto del viejo garaje para un solo coche, lejos de los posibles gatos.
Jack podía ser muy guapo. En presencia de Ellen se había hecho sólo ligeramente guapo. El anhelo de la mujer era un puzle —no era maternal, no era lujurioso—, no del todo. A él le gustaba la atención. Le hacía sentirse asentado. Ella podía recordarle durante semanas… al contrario que todos los demás. Aun así, cambió de sitio algunos elementos del salón.
Ella le había recomendado la clínica gratuita.
—Incluso los buskers tienen que darse un repaso —le había dicho.
Pensó en la cena de la semana anterior. Ellen había dispuesto la mesa con plata buena y porcelana antigua, todo de calidad, y había servido salmón con bayas, acompañado con arroz e hinojo con mantequilla. Cuando creía que él no la veía, le había mirado con una mezcla curiosa de anhelo y cautela, y él había intentado recompensar su aprobación… sin ser explícito.
Ella no era una cazadora; tampoco era una espía. Pero era esencial mantener la vigilancia… sobre todo cuando se sentía seguro.
Como le había pedido, le entró el correo, lo ordenó y tiró lo que se podía reciclar, para luego comprobar la humedad de las aspidistras y el limonero de interior junto al amplio ventanal delantero.
Jack se quedó unos minutos, mirando al otro lado de la calle a través de la ventana, y apreció la distancia entre farolas; se preguntó cómo sería la vista a medianoche, con las luces apagadas y apenas un atisbo del amanecer. Casi podía verlo; la imagen se agitó frente a él, en esta ocasión superpuesta con algo que no podía y no debería estar allí. Las casas al otro lado de la calle parecían hechas de vidrio, y a través del vidrio entrevió una planicie o un desierto, negro como la obsidiana, tachonado de una cantidad enorme de objetos indefinidos, en cierta forma vivos, pero repletos de odio y envidia, implacables.
Con un gemido, cerró los ojos, para luego agitar la cabeza hasta que recuperó la luz de la tarde… y cerró las cortinas con rapidez.
La sala de espera de la clínica estaba llena. Los médicos trabajaban con siete madres y sus hijos enfermos. Jack disfrutaba de los niños, pero cuando no se encontraban bien o realmente precisaban de él le hacían sentirse incómodo, inadecuado. Apartó la vista, escuchó las toses y los resoplidos, los lloriqueos, las peleas por los juguetes.
Tamborileó los dedos sobre el brazo de la silla de madera, marcando la misma canción animada que tarareaba apenas al hacer malabarismos… más bien una serie de gruñidos con ritmo.
Un hombre mayor se puso en pie cuando dijeron su nombre y dejó en el centro de la mesa un ejemplar del
Seattle Weekly
. Jack lo recogió, pasó las reseñas de películas —no apreciaba demasiado ni el cine ni la televisión— y se centró en los artículos sobre clubes y música en vivo. Siempre buscaba buenas canciones.
Estaba a la mitad de un análisis formal sobre una nueva banda de fusión-Ska-grace cuando las palabras de la página se desplazaron a la izquierda. Le zumbaba la cabeza. Algo parecía flotar frente a sus ojos: una nube de grandes insectos alados, iluminados por un reluciente rayo de luz. Luego se difuminó y desapareció, confundiéndose con la pintura de las paredes de la clínica, más allá de las sillas, más allá de la pequeña esquina de los niños repleta de juguetes.
Una pecera pequeña burbujeó cerca del mostrador de recepción.
Las burbujas se congelaron.
La clínica quedó en silencio.
Podía ver, pero lo que veía estaba distorsionado, girando de un lado, luego al otro, alrededor de un punto central que se expandió y cambió de color, pasando de rojo a azul y luego a tonos de marrón y rosa.
Luego miró directamente a otro par de ojos abiertos, mirándole con una expresión que no sabía interpretar. No podía dar sentido a la cara —demasiados contornos— pero no provocaba miedo. De alguna forma supo que esa persona era tierna y que se preocupaba e interesaba por algo.
Algo más que interés.
Tras el rostro, un túnel descendente se abrió a un brillo artificial. Fue consciente de que su propio rostro estaba tontamente fláccido, con los párpados pesados.
Volvía a soñar.
El rostro: más plano de lo habitual, nariz pequeña rodeada de pelos rosados, un denso pelaje rojizo llegándole a las mejillas, orejas diminutas.
A medida que un conjunto de opiniones biológicas ocupaba el lugar de otro, encontró el rostro atractivo, luego algo más: hermoso. A su deseo se unió un antojo de preocupación y tristeza.
Su propio pelo ofrecía una sensación diferente: echado hacia atrás, empinado y corto, más cerdas que pelo. Intentó controlar sus labios y lengua, pero no resultaba fácil. Los sonidos que emitiese estarían distorsionados. Se tocó las orejas con dedos exploradores. Las sentía como pequeños champiñones calientes.
La hembra de plana nariz rosada se limpió la frente con una mano exquisita. Volvió a hablar.
Algo, algo, algo
, pero agradable. Podría estar recitando poesía, o cantando. Los colores de su visión eran un derroche. No sabía si ella era azul, marrón o rosa. Luego, como una imagen enfocándose, adquirió un marco lingüístico y perdió otro, los colores se volvieron naturales y hablar fue más fácil. El control de su cuerpo —al menos en cara y boca— se volvió más seguro.
—Has vuelto —dijo—. Maravillosa. ¿Me recuerdas?
—No… no me parece —dijo, sabiendo bien que no hablaba en inglés ni en ninguna lengua que hubiese oído nunca.
—¿Qué recuerdas?
El miró al techo curvo. Enormes insectos alados —más grandes que su mano y con relucientes cuerpos cilíndricos de color negro— colgaban boca abajo, arrastrándose. Cada uno tenía una letra o símbolo en la espalda. Se movían en paralelo, dando la impresión de que querían formar filas, y así formar palabras. No podía leer las palabras. Aun así, todo lo que le rodeaba era real, absoluto, con un tacto sólido y repetible.
—Esto no es un sueño, ¿verdad? —preguntó.
—No creo. No a este lado.
—¿Cuánto…?
—Has estado estremeciéndote durante un tiempo. Menos de… —Empleó una palabra que él no pudo capturar y por tanto se fue.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
—No pretendo ser descortés, pero hay un protocolo. Lo inventamos. Tu compañero de cuerpo es un poco… —Otra palabra, vergonzosa en cualquier contexto que pudiese tener—. Te dejó un mensaje, que yo he mejorado. Para comunicarte dónde estás y qué no hacer.
Él no podía volver la cabeza, así que ella alzó una tela negra cuadrada cubierta de relucientes letras rojas y amarillas: un
lienzo de agitar
.
—No sé leer —dijo.
—Te lo leeré.
—Me llamo… —Pero ya había olvidado quién era y dónde había estado… antes de estar aquí. Intentó ponerse en pie, pero sintió un hormigueo en el cuerpo y cayó.
Ella se tocó la oreja y luego la nariz en gesto de simpatía. Quizá fuese como sonreír.
—No importa. Primero probaremos con esto. Pareces venir de una época muy lejana a ésta. Si eres real, y no un truco de los Alzados, entonces hay que enseñarte algunas cosas.
Volvió al cuadrado y leyó las palabras relucientes.
—«¡Bienvenido, polo opuesto! Desde hace poco se descarría y doy por supuesto que eres el responsable. Hay poco que decirte, aparte de lo que puedes ver claramente; pertenezco a la progenie antigua, pobre y aventurera. Si vienes del futuro inmediato, por favor, no dejes detalles de tu destino; prefiero no saber. Si eres del pasado, entonces sólo puedo decirte que los relojes ya no registran el paso del tiempo. Aun así, la vida es razonablemente feliz… si te muestras humilde. En caso contrario, los Niveles pueden ser crueles. Si eres del pasado inmediato, y quieres dar un paseo, cuida de mi cuerpo, y no pierdas el tiempo con ninguna fulgente atractiva con la que puedas encontrarte». —Y en este punto, el rostro de mujer se marcó de hoyuelos y curvas—. «Puedes divertirte luchando en los enfrentamientos». No, no lo harás —añadió la mujer, mirándole. Luego continuó—: Ha habido algunos cambios desde tu última visita. Vamos de marcha. Es todo lo que sé. Pero espero descubrir más.