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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (12 page)

—Le pediré al doctor Lindblom que te reciba en Harborview. Si no lo haces por ti, hazlo por mí, ¿vale?

Jack asintió solemnemente, pero sus ojos eran escurridizos.

Sangloss agitó un depresor de lengua.

—Ábrela bien —dijo. Cuando él no pudo hablar, sólo emitir algunas vocales, le dijo—: Hace tres semanas te vi en el centro. ¿Alguien se queja cuando haces malabarismos con ratas?

—Awm —dijo Jack. Ella levantó el trozo de madera. Él se cuadró la boca entre dos dedos, para luego soltarla, dejándola colgar fláccida y sonrió—. Algunos. Acarician las ratas. Les muestro cómo me ocupo de ellas.

—¿Con qué más haces malabarismos? Quiero decir, que esté vivo.

—Solía hacer malabarismos con un gatito.

—¿De verdad? ¿Por qué lo dejaste?

—Creció. Se lo regalé a un amigo. A muy pocos gatos les gusta que los usen para malabarismos; ése era especial. Y una vez tuve una serpiente. Las serpientes son complicadas.

—Ya me lo imagino. —Sangloss tomó algunas notas más.

Jack cerró la mandíbula.

—¿Qué me pasa?

—Nada que sea evidente —dijo—. Mantén a mano un cuaderno de notas. Registra los episodios: frecuencia, sensaciones, aura, lo que puedas recordar. Te lo pedirán en Harborview.

—Vale.

—Y deja de lanzar las ratas, ¿vale? Hasta que sepamos de qué se trata.

La doctora Sangloss terminó las horas de consulta, se despidió de recepcionista y enfermeras, luego cerró las puertas, bajó la calefacción, comprobó los grifos de los baños y laboratorio, hizo un inventario rápido de todas las cerraduras y cámaras de seguridad en la farmacia y permaneció de pie un momento, echando un vistazo a la oficina delantera. La clínica atendía a muchos tipos diferentes de paciente. No todos eran responsables.

La oficina estaba tranquila, la calle al otro lado de las ventanas medio tapadas por las persianas estaba desierta. Una brisa emitió un silbido a través de alguna ranura. Un edificio viejo y dado a las corrientes de aire.

Recorrió el pasillo hasta su pequeña oficina en la parte de atrás, donde archivó algunos expedientes y abrió con la llave el cajón inferior de la mesa. Al sacar su móvil sintió frío, lo que era extraño, dado que la vieja caldera acababa de emitir el último chorro de calor de esta noche.

Casi tan extraño como para hacerle abrir el libro que Conan Arthur Bidewell le había dado, con las instrucciones de no leerlo nunca, ni llevarlo demasiado tiempo en las manos. Bidewell era un hombre extraño, pero muy convincente, y pagaba las facturas de la clínica.

Cinco años en total.

Esta noche era el cuarto aniversario de su primer encuentro en el almacén verde del Sodo. Almacén verde, encuadernación verde del libro pequeño y viejo, medio oculto entre libros de texto y revistas en un estante de metal.

Miró fijamente su lomo de cuero corto y agrietado, grabado solamente con un número en el lomo:
1298
. Un número o una fecha.

¿Qué descubriría si lo
leyese?

La doctora Sangloss se liberó del embrujo del libro y marcó un número. Respondió una mujer.

—¿Ellen? Miriam. He examinado a tu joven. No hay dudas. Tienes su dirección, ¿no?… No doy a entender nada, cariño. Estoy segura de que todas nos sentimos maternales. Dile hola a las brujas. No creo que vaya esta noche. Podría asustar al pobre tipo. Hazme saber qué piensan.

13

Wallingford

Las ventanas del salón estaban cubiertas de plástico. Alguien —quizás, años atrás, el dueño real— había intentado hacer algunos cambios y había renunciado. Habían retirado listones y yeso, el viejo cableado se encontraba formando rollos envueltos en papel de embalar. El tejado tenía goteras y el agua había deformado el suelo de madera, filtrándose hasta inundar el sótano.

La casa llevaba desierta el tiempo suficiente para que un mendigo sin techo pudiese encontrar la forma de entrar y se acomodase toscamente: no había calefacción, ni electricidad. Sólo agua corriente para los jardineros que ya no venían. El mendigo había añadido algunos muebles de mimbre y un colchón, que probablemente hubiese entrado de noche con un esfuerzo agotador.

Cuando pudo ponerse en pie sin tener arcadas —por primera vez en varios días— Daniel volvió a registrar la casa.

Y esta vez…

En un agujero tras el lavabo del baño del piso de arriba, encontró una caja de cartón atada con una cuerda. Cortó la cuerda y vertió el contenido. Sobre el suelo roto cayó una cartera, mostrando el carné de conducir tras una ventanita de plástico amarillenta. La foto confirmaba que este cuerpo había pertenecido a un hombre llamado Charles Granger, de 32 años en el momento de emisión del carné. Agitó otra vez la caja y cayeron hojas de papel, un rotulador negro y un lápiz romo.

Una pequeña y pesada caja gris, colocada al fondo, fue la última en salir… y supo que eso era lo que había estado buscando.

Su sumadora. La piedra a veces.

La caja era la misma, con el mismo sello tallado en relieve sobre la tapa: un dibujo circular con bandas o aros entrelazados alrededor de un centro. ¿Cuáles eran las probabilidades? Otra conexión entre Daniel y Charles Granger. No intentó abrirla… todavía no. Soltando un silbido por lo bajo, se la guardó en el bolsillo para luego ponerse a repasar los papeles. Garabatos aleatorios, símbolos extraños… una letra horrible pero que en cierta forma le resultaba familiar.

Demasiado cercano. Muy espeluznante
.

¿Dónde estaba ahora Granger, el ocupante anterior de este montón que era un cuerpo: perdido, hecho a un lado, expulsado del nido? Simplemente una víctima más. ¿Y qué había de todas esas fibras, todas esas líneas de mundo que debía haber atravesado… la miríada de destinos densamente empaquetados entre Daniel Patrick Iremonk y
aquí? No hay Daniel en esta fibra. Sólo alguien que vive en la vieja casa de su tía, alguien que escribe usando símbolos extraños

Lo más cercano que pude encontrar
.

Sólo que no es
yo.
¿Por qué?

La caja era la conexión crucial. ¿Charles Granger también había sido un saltador?
Charles Granger está casi acabado. La caja lo sabe. Te trajo aquí
.

Reunió los papeles, los volvió a meter en la caja de cartón y la cerró.

Fuera, el viento ganaba fuerza.

Daniel se puso en pie con restallidos y crujidos de las articulaciones. Algo no iba bien. Algo no había concluido. Había encontrado la caja —
una caja
— pero Daniel Iremonk jamás había guardado su sumadora en una caja de cartón… demasiado evidente.

Él la había escondido tras la chimenea de ladrillo.

Daniel palpó los ladrillos y encontró uno suelto cerca de la base. Lo movió de un lado a otro, lo sacó, se arrodilló con una mueca y metió la mano en la abertura.

Y encontró una
segunda
caja.

Como actuando por instinto, colocó las dos cajas una junto a la otra. En apariencia eran idénticas. Logró abrirlas. Las piedras se encontraban en sus interiores de terciopelo acolchado, compartiendo la misma orientación.

Las sacó y las sostuvo en las manos, examinando sus lejanos ojos rojos. Se negaron a girar, y se negaron a juntarse. Dos piezas idénticas de un mismo puzle.

Devolvió la piedra duplicada a su caja, la cerró y la metió en la caja de cartón, para luego cubrirla con los papeles de Charles Granger.

Mejor no llevar encima más de una piedra y ocultar la otra… como repuesto.

El sonido del tráfico en la arteria que pasaba delante de la esquina norte de la vieja casa —un zumbido regular— podría haber sido tranquilizador, como un riachuelo en el campo. Pero Daniel no encontraba la paz. No podía dormir. Yacía retorciéndose en el saco de dormir roto, sobre el suelo de madera, en medio del dormitorio trasero. Pequeños destellos eléctricos le atravesaban, como si el extremo desnudo de un cable de alto voltaje le estuviese haciendo cosquillas a su corazón. Continuamente recordaba cosas, cosas imposibles que nunca había presenciado personalmente. Cada pequeña descarga traía su propio permiso de aterrizaje, una sensación de pérdida personal que le dejaba más débil y más confuso.

Incluso antes de llegar aquí, a menudo Daniel se había sentido como si fuese un nudo que atase todos los cabos sueltos del tiempo. Demasiada responsabilidad.

El tiempo no se apresuraba como un punto; se extendía como el paso de un pincel de un minuto, una hora o una semana de ancho, en ocasiones un mes; un pincel formado por fibras cargadas de destino, pintando cuadros diferentes para personas diferentes.

Saberlo le ofrecía a Daniel una ventaja; él podía abrirse paso
a tientas
a través del espesor de una hora, una semana o un mes. ¿Anticipabas algo desagradable? Pues da un giro a la derecha, encuentra una puerta abierta en lugar de cerrada, escapa a la mala fortuna… y si llegaba algo que parecía inevitable, saltar a un mundo cercano pero ligeramente alterado, ligeramente mejor… una fibra sin ese impedimento en particular.

Tal había sido su método. Hasta ahora.

Se había abierto camino de la desgracia a la fortuna y luego a la desgracia, cerrando los ojos, y
se liberaba
, siempre uniéndose con versiones alternativas de sí mismo, tan poco diferentes que nadie se daba cuenta de que se había producido un cambio, un cuclillo extraño aterrizando en nidos sin duda ocupados por otros cuclillos.

Daniel nunca pasaba demasiado tiempo en una fibra concreta. Había empezado a matar pronto —sacrificando a otros para mejorar su fortuna— desesperado, como si precisase de muchas más oportunidades para llegar a donde precisaba estar y hacer lo que tenía que hacer. Puede que fuesen esas traiciones —esos asesinatos metafísicos— los que le habían hecho caer en medio de la Horrible Fiesta Silenciosa, esa fibra enfermiza y rota, rodeada de otros tantos mundos podridos.

A través de sus manos había pasado un suministro infinito de buena fortuna, y ahora, aparentemente, había agotado el pozo. En ocasiones se preguntaba si no habría matado a todo el universo.

Pero no. Ahí fuera había cosas peores que Daniel Patrick Iremonk. Esperando a entrar.

Quizá las cajas puzle habían estado siempre allí, desprotegidas… y Granger las hubiese encontrado pero no supiese qué eran o lo que significaban.

Pobre pastor extraño
.

En la esquina de la cocina había crecido un montón de botellas: Night Train, Colt 45, Wild Irish Rose. Incluso en la fibra natal de Daniel, esas mismas marcas y botellas se alineaban en los estantes de los mercados, indicadores ofensivos de la constancia del dolor y el pecado humano. Alcohol barato, habitual en todas las fibras…

Su mente corrió todo lo que podía correr esta mente, una masa lenta de materia gris envenenada por años de alcohol, drogas y enfermedad. La serpiente que mordía agazapada en sus tripas.

Daniel se levantó de un salto, agitando los brazos. Su piel estaba convencida de estar infestada con insectos diminutos.
¿Castigo por los pecados? Bichos en la piel
.

Fue hasta el salón e hizo a un lado el papel marrón pegado con cinta adhesiva a la ventana. Fuera, las calles oscuras recibían el alivio de las farolas, cada una iluminando una elipse difusa de acera y hierba.

Pasó un coche —zumbidos sobre el pavimento húmedo— con faros intensamente azules.

Llevaba dos días, apenas incapaz de moverse, leyendo… sacando periódicos y revistas del cubo de reciclaje bajo el fregadero, intentando descubrir cuánto tiempo tenía, cuánto tiempo le quedaba a este mundo antes de que las señales se multiplicasen, los críptidos empezasen a proliferar, los libros se llenasen de tonterías… y el polvo y el moho fuesen ganando terreno.

Hermano Conejo corrió tan rápido

Que se salió de su propia piel,

Tuvo que echar a otro conejo…

Y meterse…

Dentro…

Otra vez.

Dejó caer el papel y colocó una solitaria silla de comedor en medio del suelo. Las patas de la silla rascaron las tablas desiguales como los gritos de una vieja ronca.

¿Qué más era diferente en este mundo? Aparte de la desesperada ausencia de Daniel Patrick Iremonk…

Dime qué es diferente, Hermano Conejo
.

¿De dónde vienes?

El hogar de Daniel también se había llamado Seattle.

Seattle clásico. Más húmedo y gris que éste, si tal cosa era posible; menos poblado, sin tanta riqueza concentrada. Una ciudad más amistosa, más comunicación cara a cara, vecindarios unidos; los niños no pasaban horas interminables pegados a la pantalla de los ordenadores, atrapados en mundos artificiales; un mundo más apegado a la realidad que recordaba como más adecuado, más correcto, pero en el que nunca había encajado. Siempre buscando una forma de salir, una excusa para irse, y finalmente había dado con ambas, para tu infinita y probablemente breve desesperación.

Se salió de su propia piel
.

Al final, en su adolescencia, había bautizado el proceso: saltar. Atravesar las fibras de distintos mundos; viajar por la quinta dimensión para tomar ventaja. Jugar al Monopoly sin pasar por todas las casillas: escabullirse alrededor del tablero o excavando a
través
de tableros apilados.

Los ricos se enriquecen porque son ricos, pero los pobres se empobrecen porque tienen que cumplir las reglas, no pueden excavar el juego como un topo de Monopoly, o saltar de lado… como un conejo.

Vaya, ese conejo era todo un conejo,

Hermano Conejo, ¡vaya si podía saltar!

También en su adolescencia había decidido que era hora de estudiar lo que hacía, y eso finalmente le había llevado al otro lado de la autopista, a una vieja biblioteca Carnegie en la esquina de la cincuenta y Roosevelt; todavía estaba allí. Bajo el suave resplandor de las espléndidas lámparas cortantes de bronce y vidrio lechoso, escuchando la percusión de la lluvia contra los altos ventanales, Daniel había estudiado los libros de divulgación científica de Gamow, Weinberg y Hawking, hasta dar al fin con P. C. W. Davies, quien le había enseñado relatividad especial, singularidades y constantes universales.

Un hombre llamado Hugh Everett había creado la interpretación de Mundos Múltiples de la mecánica cuántica, y dos David —Bohm y Deutsch, con formas muy diferentes de pensar— le habían enseñado las posibilidades de los multiversos. Daniel había concebido entonces la idea de realidad bifurcada, cosmos de cuatro dimensiones dispuesto, en cierta forma, uno junto a otro, en una quinta dimensión… una gruesa cuerda formada por fibras de mundo.

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