Read La ciudad al final del tiempo Online

Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (11 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
10.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La mujer alzó la vista, esperanzada.

—Eso es todo lo que logró apuntar —concluyó—. ¿Tiene sentido? Por supuesto, nos gustaría saber todo lo que puedas decirnos… lo que quieras decirnos.

Era evidente que le preocupaba su reacción al mensaje, que ya empezaba a olvidar.
La he visto antes. Pero ¿fue «antes» de antes de… o después de… esto?

Sin secuencia
.

¡Recuerda; Mnemosina!

—Me siento confuso —logró decir, sintiendo otra vez la boca entumecida—. Si me quedo aquí… durante un rato… necesitaré aprender. ¿Podrías enseñarme?

—Estaría encantada —respondió la mujer—. Aunque rara vez te quedas durante mucho tiempo. ¿Vienes del futuro o del pasado?

—No lo sé. ¿Esto es… el Kalpa?

—¡Lo
es!
—gritó jubilosa—. Los Niveles están en el interior del Kalpa, al fondo, creo. Somos muy humildes.
¡Recuerdas!

—Sólo algunas cosas… te recuerdo a
ti
.

—Nunca nos habíamos visto hasta ahora —dijo, muy preocupadas—. Pero Jebrassy me ha hablado de ti… un poco.

—¿Cómo te llamas? Espera… te llamas Tiadba, ¿no?

Ella se mostró todavía más jubilosa, pero confusa.

—¿Te lo dijo él? ¿Cómo te llamas tú?

—No lo sé. Aquí vengo cuando me descarrío, ¿no?

—Adónde vas y a quién visitas. Pero ¿de dónde vienes?

—No lo recuerdo. Está todo mezclado.

Tiadba manifestó preocupación. Él lo entendía, pero la forma que tenía de mostrar expresiones, de mover los músculos de mejillas, mandíbula y labios, le resultaba extraña. Extraña y encantadora. Tenía orejas diminutas y sus ojos eran enormes, casi como los ojos de un…

Otra palabra perdida.

Miró al techo con ojos entrecerrados. Casi podía leer lo que los bichos deletreaban. Insectos de hogar que deletreaban palabras.

—¿Qué hacen? —Intentó inclinarse, levantarse, ponerse de nuevo en pie. Demasiado rápido, demasiado de todo. La vista se le desenfocó y su visión se distorsionó. A su alrededor parecía como si se cerrasen las contraventanas. No quería irse, no ahora que estaba a punto de descubrir más, con esta hermosa mujer para ayudarle. ¡Llevaba tanto tiempo solo!

Intentó alargar las manos, pero los brazos no se movieron.

—Caigo. Agárrame —dijo, furioso de que sus labios estuviesen tan gruesos y fuesen tan torpes.

—¡Intenta quedarte, inténtalo con fuerza! —Tiadba le agarró las manos, los brazos. Era sorprendentemente fuerte. Pero iba perdiendo toda sensación de su cabeza, cuerpo y miembros. Lo último que vio fue su cara, sus ojos… marrones… su nariz aplastada y expresiva…

La conciencia de Jack se contrajo hasta ocupar un punto difuso, algo zumbó y se encajó… el punto se expandió… el vértigo se convirtió en manchas de luz… y estaba de vuelta.

Parpadeó mirando los peces que nadaban en el acuario, escuchó mareado el zumbido del sistema de calefacción de la sala de espera. Intentó aferrarse a lo que había experimentado… especialmente el rostro, la mujer y los bichos de las letras, una idea extraña… en realidad, divertida… pero para cuando comprendió dónde estaba, todo había desaparecido excepto la sensación de pánico. Alguien tenía problemas muy graves.

¿Aquí, allí… ahora, entonces?

Esa sensación de urgencia desapareció.

Jack miró a su alrededor. Las familias habían quedado reducidas a una madre solitaria vestida con un sari y su infante dormido. Cerca se había sentado una pareja de ancianos. Avergonzado, miró la hora. Había estado ausente durante treinta minutos. De algún modo, había seguido pasando las páginas.

Dobló el periódico y se lo guardó en la mochila.

La enfermera de recepción apareció en la puerta de la sala de espera.

—¿Jack Rohmer? La doctora Sangloss le atenderá ahora.

11

Primera avenida, sur

Ginny empujaba un carrito cargado hasta arriba por pasillos formados por más cajas, habiendo aprendido a girar empleando exclusivamente la única barra larga, como un vagón de juguete puesto del revés, anticipándose a las curvas, previéndolo todo a la inversa. Esas cajas habían llegado dos días antes y las habían dejado caer despreocupadamente en la zona de carga fría, pero seca, del almacén, bajo un saliente corrugado de latón. Tantas cajas… ¿de dónde salían? ¿De dónde sacaba Bidewell el dinero para enviar a todos sus exploradores, comprar todos esos libros y luego enviarlos desde todos los puntos del mundo?

Lo que era todavía más misterioso:
¿por qué?

Empujó el carrito hasta la mesa de ordenación situada en la misma esquina que su zona de dormir. Había rodeado su cama con cajones y cajas.
Los libros forman una habitación
.

Por suerte, el almacén tenía calefacción —que se mantenía continuamente a dieciocho grados— y estaba seco. Era posible que Bidewell estuviese loco, pero no se limitaba a coleccionar por coleccionar para luego dejar que el moho y la decadencia se apoderasen de todo.

Mientras Ginny descargaba las cajas, Bidewell cruzó la puerta corredera de acero que llevaba a su biblioteca y habitaciones privadas. Con el mismo traje marrón oscuro que llevaba siempre, su cuerpo antiguo formaba una suave interrogación contra la blancura deslucida de la puerta. Se detuvo, respiró estremeciéndose, como si estuviese perdido en temibles reflexiones, quizás a propósito de un trabajo que jamás se completaría; un trabajo que nadie tenía capacidad de completar.

Giró la cabeza lentamente y dijo:

—¿Son todos libros de bolsillo?

Ginny se dio cuenta por primera vez de que ése era el caso; llevaba una hora trabajando en piloto automático, dejando libres sus pensamientos mientras su cuerpo repetía mecanismos y movimientos.

—Por ahora —dijo.

Bidewell entrechocó las manos.

—Los libros producidos en cantidad parecen disfrutar de la mutación, sobre todo en las grandes pilas que los editores modernos acumulan en sus enormes almacenes. Todos apretados, comprimidos, sin leer… alcanzan una masa crítica y se ponen a cambiar. Un síntoma de aburrimiento, ¿no crees?

—¿Cómo pueden aburrirse los libros? —preguntó Ginny—. No están vivos.

—Ah —dijo Bidewell.

Ginny colocó los libros sobre la mesa en montones de cinco. Todos estaban impresos en inglés; todos tenían menos de veinte años. Muchos estaban en un estado lamentable; otros parecían nuevos, exceptuando el papel amarillento y la tara ocasional en la portada o el lomo.

Bidewell se acercó. Ginny nunca se sentía amenazada por su presencia, pero aun así no podía menos de pensar que era preciso vigilarle.

Bidewell examinó los montones. Como un repartidor de cartas, los fue recorriendo, usando el pulgar para pasar rápidamente las páginas de cada libro, llevándoselos a la nariz para olisquearlos, apenas prestando atención a lo que había en las páginas aromáticas.

—Una vez que un texto está impreso, no hay libros nuevos, sólo nuevos lectores —dijo en voz baja—. Para un libro así, para un texto así, una larga ristra de símbolos, no existe el
tiempo
. Incluso un libro nuevo, recién impreso, metido en una caja con sus compatriotas idénticos… es igual… incluso ese libro puede ser viejo.

Ginny se cruzó de brazos. De pronto Bidewell le mostró una sonrisa dentuda: dientes color madera.
Como la dentadura de George Washington, pero ésos son de verdad… y parecen fuertes
.

—Todo lo que es viejo está
aburrido
—dijo—. Ocultos en grandes montones de lo mismo, vidas e historias ya establecidas, inmutables… de tener la oportunidad, ¿no jugarías

un poco? —Miró a los pasillos entre cajas y se encogió de hombros, para luego sonarse la nariz con un buen bocinazo—. Una letra trastocada, una palabra cambiada o perdida, ¿quién iba a darse cuenta? ¿Quién iba a comprobarlo o a quién iba a importarle? ¿Alguien ha realizado alguna vez un análisis científico de esas diminutas e incrementales desviaciones? Lo que
nosotros
buscamos no es lo trivial, lo habitual, sino el producto del genio permutado: el libro que ha reorganizado su
significado
o ha añadido
significado
cuando nadie miraba, nadie lo leía… y lo más fascinante de todo, el libro que ha alterado su ristra de texto en todas las ediciones, en todos los tiempos, de forma que nadie puede conocer la verdad del original. La variante se convierte en el estándar. Y lo que esa nueva versión tenga que decir… bien, será interesante.

—¿Cómo podría encontrarse algo así?

—Recuerda lo que leo —dijo Bidewell—. A lo largo de mi vida he leído mucho. Con esa muestra significativa, me daré cuenta de si algo ha cambiado. —Agitó los largos dedos sobre la mesa y olisqueó—. Estos tienen un interés menor. Han variado individualmente, una letra aquí, una allá. Sus variaciones son interesantes, quizás incluso importantes, pero muy poco útiles dado el poco tiempo que nos queda.

—Lo siento —dijo Ginny, petulante.

—No es culpa tuya —dijo Bidewell—. Al igual que yo, los libros pueden ser tediosos. —Le guiñó el ojo—. Repasemos este envío hasta la noche. Luego, pediremos comida.

Con una expresión impenetrable de severidad, Bidewell recorrió los pasillos hasta la puerta de acero y la cerró al pasar, dejando a Ginny con la interminable tarea de ordenar y apilar.

Abrió la siguiente caja del carrito, sacó un libro de bolsillo y se llevó las páginas a la nariz. El olor de la pulpa podrida le hizo estornudar.

12

La enfermera pesó a Jack y le guió hasta el cubículo de la doctora, un espacio reducido gris y rosa. Con dedos expertos le tomó el pulso, para luego envolverle el brazo fibroso en una abrazadera inflable y tomarle la presión sanguínea.

Unos minutos después la doctora entró y cerró la puerta. Miriam Sangloss tenía poco más de cuarenta años. Era delgada, de mandíbula marcada y pelo corto y castaño. Vestía una bata blanca de laboratorio y una falda de lana gris que le caía por debajo de las rodillas. El vestuario se completaba con calcetines negros estampados con relojes de color calabaza y prácticas zapatillas de deporte de color negro. Se dio cuenta de que en la mano izquierda llevaba un anillo de granate de al menos dos quilates.

Le dedicó una rápida sonrisa de reconocimiento y le miró con ojos directos y marrones.

—¿Qué tal está hoy nuestro hombre rata? —consultó. Jack se preguntó cómo lo sabría; quizá se lo hubiese contado Ellen.

—Bien. Perdiendo partes del día —dijo. Odiaba admitir que estaba enfermo. Estar enfermo significaba que estaba perdiendo su toque. Pronto perdería reflejos, se arrugaría, iría con la espalda doblada y nadie querría verle actuar—. Me quedo en blanco —añadió.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Sangloss.

—¿Cuánto tiempo estoy en blanco?

—¿Cuánto tiempo llevas perdiendo partes del día?

—Dos meses.

—¿Y qué edad tienes… veinticinco, veintiséis? —Pasó la página de lo que tenía delante. Jack se preguntó cómo habría logrado reunir tantas notas.

—Veinticuatro —dijo Jack.

—Demasiado mayor. Déjalo ahora mismo.

—¿Demasiado mayor para qué?

Mírate. Guapo como el demonio. Fuerte y ágil. En buena forma física. No enfermas nunca. Vives como quieres. Siempre lo harás… es lo que esperamos de ti. Por tanto, ¿qué te pasa de verdad?

Casi podía ver que los labios de la doctora Sangloss se movían, diciéndole justo eso, pero ella, evidentemente, no había hablado en voz alta. Todo había estado contenido en la larga mirada que le dedicó. Tras un breve suspiro, la mujer se inclinó para mirar lo escrito y dijo:

—Cuéntame lo que experimentas.

—Probablemente no sea nada. Dura unos minutos o una hora. Dos o tres veces al día. En ocasiones estoy bien durante una semana, pero luego vuelve a pasar. La semana pasada fui en bicicleta durante toda la tarde, en piloto automático. Acabó cerca de los muelles.

—¿Nada de golpes o rozaduras?

Jack negó con la cabeza.

—¿Traumatismos recientes, fallos de razón, comportamiento extraño… alucinaciones?

—Una vez más, no.

—¿Estás seguro?

Miró al póster en la pared del fondo: una representación médica de una cabeza de hombre vista de perfil, cortada por la mitad, enmarcada y colgada junto a un tablón de anuncios. El póster le recordó el proceso de aprender a tragar y regurgitar pelotas de ping-pong y naranjas pequeñas.

—Una especie de sueño. Un lugar. Un estado de ánimo.

—¿Olores, sabores o sonidos antes o después del episodio?

—No. Bien… en ocasiones. Sabores desagradables.

—En general la sensación posterior de un sueño olvidado. ¿Es eso?

—No lo sé. —Ante su mirada escéptica—. En serio.

—¿Drogas? ¿Marihuana?

Lo negó solemnemente.

—Reduce mis reflejos.

—Vale. —Le examinó la mano izquierda, le extendió los dedos, observó con curiosidad los callos—. ¿Historia familiar de epilepsia? ¿Narcolepsia? ¿Esquizofrenia?

—No. No lo creo. No sé mucho sobre la rama materna de mi familia. Murió cuando yo tenía dos años.

—¿Tu padre fumaba como una chimenea?

—No. Era grande; la verdad es que estaba gordo. Quería ser comediante. —Jack la miró.

Sangloss lo desestimó.

—Deberías hacer un seguimiento. No tienes seguro, ¿verdad?

—Cero.

—¿Sindicato de artistas de la calle? ¿Camioneros?

Jack sonrió.

—Quizá podamos conseguir una cita benéfica en Harborview. ¿Irías si lo consigo?

Él la miró con incertidumbre.

—¿Como una biopsia?

—Resonancia. Un escáner cerebral. La epilepsia
petit mal
habitualmente se produce en niños y desaparece con la pubertad. Los niños pueden sufrir docenas de pequeños ataques cada día, en ocasiones cientos, pero que rara vez duran más de unos segundos. Ese diagnóstico no se ajusta del todo, ¿verdad? Narcolepsia, posiblemente, pero tampoco encaja. ¿Alguien te ha visto quedarte en blanco?

—Justo ahora, en la sala de espera. No dejé de pasar las páginas. Aparentemente nadie se dio cuenta. —Señaló la silla, donde el
Weekly
sobresalía del bolsillo de su chaqueta.

—Ah. —Le pasó una pequeña luz brillante por cada uno de sus ojos—. ¿Número de teléfono?

—Disculpe.

—Tú número de teléfono, para la cita.

Le dio el número de Burke. La doctora Sangloss lo apuntó en su expediente.

BOOK: La ciudad al final del tiempo
10.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Poeta en Nueva York by Federico García Lorca
What Color Is Your Parachute? by Richard N. Bolles
The Final Exam by Gitty Daneshvari
Cricket by Anna Martin
B00724AICC EBOK by Gallant, A. J.
Loving Promises by Gail Gaymer Martin


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024