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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (19 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Tiadba se había dado cuenta hacía tiempo de que sus planes y deseos de aventura habían sido más que ingenuos. El Caos no era un santuario, no era la libertad; era un peligro sin fin. Incluso los Alzados parecían evitar hablar de él a menos que fuese estrictamente necesario.

Lo que habían experimentado antes de llegar al canal de drenaje —la tristeza, multiplicada por la conmoción del desplazamiento y la pena— no era más que una tenue indicación de lo que se encontraba más allá del Kalpa.

Sí, partían —al fin partían en una marcha—, pero ¿con qué riesgo, a qué coste? ¿Y en quién se podía confiar, después de todas esas cosas no contadas, jamás explicadas?

¡Vete ahora! Tengo que concentrarme

Lo último a lo que Ginny pudo aferrarse, como a una cuerda engrasada, antes de que las amas de casa la echaran y la soltasen…

La esperanza de Tiadba:
Nos
volveremos
a ver. Lo sabes, ¿no?

Desordenado. Todo revuelto, sueños y vida confundiéndose.

¿Dónde está él? ¿Sigue con vida? ¡Tú lo sabes!¡Dímelo!

Pero Ginny no lo sabía.

¿Por qué no hemos sabido nada de él?

Ginny se cayó del camastro y dio contra el suelo enredada en mantas y sábanas. El sudor le había empapado el camisón. Desesperadamente intentó aferrarse a lo que había visto y oído, pero la visión se fundió como un trozo de hielo bajo el intenso calor del despertar.

Soltó un quejido de frustración.

Minimus
saltó desde el suelo y se frotó contra sus pies, para luego sentarse y verla recoger y volver a colocar la ropa de cama.

Lo que hubiese visto, donde hubiese estado, en cualquier secuencia racional, podría haber sido antes de… ¿el
qué?
Las ausencias le habían dejado con una horrible sensación de terror y opresión.

Los tiempos malos e interminables por venir.

22

Distrito universitario, Seattle

¿Qué sueñan? ¿Cuánto falta hasta que ya no puedan dormir nada?

Daniel observó atentamente a los trabajadores matutinos en sus coches… cuando podía verles. En este mundo, muchos se ocultaban tras lunas tintadas, como si fuesen tímidos o tuviesen miedo. Los rostros fijos hacia delante, los ojos agitándose, evitando su mirada, algunos leyendo su cartel y sonriendo —saludándole—, otros gritándole insultos; buena gente, inteligente, pero que no paraba para darle dinero; muy pocos, por los que sentía más pena, bajando las ventanillas y ofreciéndole algo de cambio o unos dólares; y el resto no le ve, jamás le verá: vaya, el tráfico se mueve… te habría ofrecido algo, la verdad es que lo siento mucho por vosotros, mala suerte…

¿Y cuánto faltaba para que
todos
corriesen su misma suerte? Fortunas agotadas, líneas de mundo unidas y conjuntadas como tendones secos en un cadáver, esperando el recorte; tallos cortos en un ramo muerto.

Durante un momento la carretera quedó vacía, las esquinas tranquilas; podía oír el viento soplar a través de la escasa maleza y los jóvenes alisos al otro lado de la carretera. Durante todo el día había llovido intermitentemente. Le había empapado el abrigo —había empapado su Pendelton de mercadillo comido por las polillas y los calzoncillos largos de lana, sus calcetines estaban empapados dentro de los zapatos—, nunca lleves zapatos caros, asegúrate de ensuciar el abrigo y las prendas externas con tierra después de limpiar, mánchate las manos y dedos de tierra, que gotee un poco de barro mientras aceptas sus monedas y billetes…

Para seguir comiendo, Daniel Patrick Iremonk seguía con el juego. Por ahora.

Se acercó un pequeño Volkswagen: amarillo, familiar, tenían Volkswagen así en su mundo, antes del oscurecimiento y del ceniciento polvo gris, antes de su huida precipitada. Tras el volante se inclinaba un joven regordete de mejillas sonrosadas, nariz respingona y pelo corto, negro y espeso. El joven vestía un abrigo gris, de mangas demasiado cortas, sobre una camisa rosa a rayas: vendedor, supuso Daniel. Sin mucho dinero en el banco, con muchas deudas, pero que debía mantener el coche limpio y la ropa bien planchada.

Daniel levantó el cartel.

Los malos tiempos me pillaron

¿Algo de dinero para comer?

¡¡¡Dios te bendiga!!!

Daniel podía congelar el semáforo en rojo durante cinco o seis minutos, alargándolo hasta que los conductores se ponían nerviosos, hasta que bajaban las ventanillas y se ofrecían a pagar dinero para
ponerse en marcha, para regresar al camino, ¡Dios, este semáforo es largo!

Los coches llegaban hasta la autopista.

En la esquina opuesta, Florinda —una mujer delgada de pelo castaño— se alzaba como un paquete de ramitas, sosteniendo su propio mensaje mal escrito sobre un trozo viejo de cartón. Rara vez miraba a los conductores: una mala esquina, el tráfico siempre en movimiento.

Florinda tenía casi cincuenta años, el rostro cubierto por largas hebras de pelo sucio, una fumadora compulsiva cuyo hábito la obligaba a ocupar los lugares menos deseables, tenía que parar cada quince minutos para echar un pitillo e inevitablemente perdía los sitios ante los mendigos más agresivos.

El semáforo se mantuvo en un rojo interminable. Carmesí frustrante, devorador de tiempo, tamborileador de dedos.

El vendedor miró a Daniel con resentimiento. Respiraba por la boca, se dio cuenta Daniel, la mandíbula ligeramente abierta, el labio inferior caído. Daniel no podía verle los ojos; se los ocultaba la luz inclinada que caía sobre Wallingford.

Al fin el vendedor se inclinó y frunció el ceño, para luego bajar la ventanilla, agitando el hombro por el esfuerzo.

—Si te doy dinero, ¿me dejarás ir? —gritó.

—Claro —dijo Daniel inclinándose. Tenía que ver los ojos del hombre.

La cabeza bajó aún más cuando el hombre metió la mano en el bolsillo, dedos regordetes empujando bajo el cierre duro y cuadrado del cinturón de seguridad.

Daniel sólo podía retener el semáforo unos segundos más. Demasiado tiempo y los ingenieros de tráfico de la ciudad se darían cuenta de que algo iba mal, enviarían equipos de reparación e incluso a policías. Ya había tenido que abandonar esta esquina en dos ocasiones por retener el rojo durante demasiado tiempo, trasteando demasiado evidentemente con todas esas pequeñas fortunas, esos diminutos destinos.

—Toma —dijo el conductor, ofreciéndole cuatro billetes de dólar arrugados—. El cuento de las tres cabras. Simplemente no hagas preguntas y no me comas.

Daniel se guardó los billetes en lo más profundo del bolsillo del abrigo. Se miraron a los ojos. El conductor desde abajo, azul, directo; Daniel firme, ancho, agotado.

Una chispa le dio en la base de la columna.

—Malos sueños —confesó el conductor—. ¿Tú?

Daniel asintió, luego movió el brazo y el semáforo cambió.

El preludio antes de la inundación.

Ya podía sentir la ola odiosa lamiendo las playas vírgenes de este mundo. La primera señal… refugiados como él mismo, petreles lisiados por la tormenta, arrastrándose por la orilla, boqueando, con las alas rotas, desesperados.

Y luego…

Malos sueños.

Había formas de estimar cuánto tiempo le quedaba, de medir los días, semanas o meses restantes. Se había vuelto un experto en predecir la llegada de la tormenta.

Daniel dobló el cartel de cartón y le hizo un gesto a Florinda, al otro lado de la intersección.

—He terminado por hoy —le gritó.

—¿Por qué dejarlo ahora? —preguntó Florinda—. La multitud del almuerzo de la universidad.

—¿Lo quieres? —Su sitio era de los mejores: a la izquierda del carril de salida, del lado de la ventanilla de los conductores.

—No si vas a echarme cuando vuelvas.

—Me iré durante todo el día. Volveré mañana por la mañana. No se lo pases a algún cabrón a cambio de un pitillo.

—Lo conservaré —dijo Florinda, con una sonrisa sorprendentemente buena. Conservaba todos los dientes.

Daniel echaba de menos tener una buena dentadura.

Guardó el cartel en una bolsa de basura y la ocultó entre los arbustos. Luego subió por la cuarenta y cinco, pasando junto a restaurantes asiáticos, videoclubs, salones recreativos —se detuvo frente a una librería de segunda mano, pero sólo vendía ediciones de bolsillo de best sellers—; giró a la izquierda en Stone Way, dejando atrás apartamentos, tiendas lujosas, más apartamentos, condominios, elementos de fontanería, ferreterías.

Bajó por la larga y poco inclinada cuesta hacia Lake Union.

Daniel había iniciado la búsqueda tres días antes cogiendo el bus hasta la biblioteca en el centro, no la antigua biblioteca a la que estaba acostumbrado sino un inmenso romboide de metal reluciente… daba miedo. Las diferencias resultaban simultáneamente aterradoras y tranquilizadoras. Había avanzado tanto… eso en sí mismo era bueno. También era triste. Había dejado muchas cosas atrás.

La biblioteca del centro no tenía el libro que buscaba y no estaba disponible a través del préstamo interbibliotecario.

A pesar del desgaste excesivo, con menos licor y mejor comida el cuerpo de Charles Granger había recuperado algo de fuerza. A Daniel le llevó menos de treinta y cinco minutos —con las articulaciones doloridas, el corazón martilleándole, las manos temblorosas— llegar hasta el Seattle Book Center.

A manzana y media de Ship Canal, en el lado este de una amplia calle, tres librerías compartían un edificio de un solo piso, marrón y gris. En el mundo anterior de Daniel, allí también había habido librería: una confluencia a la que no dedicó demasiada atención considerando todos los grandes cambios que había visto.

Se paseó frente a la tienda, echando miradas a través de los escaparates semitransparentes. Los libros de arte formaban filas desiguales, con los lomos hacia dentro, anónimos cuando se los miraba desde la calle.

Hizo sonar la campanilla de la puerta. El dueño se puso instantáneamente en estado de alerta —mendigo que entra— pero no se mostró alarmado. Ver a alguien como Daniel —con la apariencia que tenía ahora— debía ser algo habitual en el camino de la universidad, donde se congregaban tantos jóvenes sin techo y otras personas de la calle: pobres de solemnidad.

Gente corriente.

Daniel tragó saliva, valorando al dueño: un hombre fornido de casi sesenta años, de altura media, ligeramente encorvado, pelo largo y ojos reposados y experimentados; tranquilo, algo aburrido, confiado.

—¿Puedo ayudarle?

Daniel hizo lo posible por evitar que le temblase la voz. Como todo lo demás que estaba sujeto a la corrupción, las bibliotecas y las librerías le daban miedo; pero no era eso lo que le hacía temblar. Recientemente había negado a este cuerpo de su medicina diaria, un litro de Night Train y sesenta y cuatro onzas líquidas de Colt 45.

—Estoy buscando un libro sobre críptidos —dijo—. Animales raros, extinguidos hace tiempo, o que no existieron nunca. Especies nuevas. Monstruos. Tengo un título en mente…

—Dispara —dijo el dueño con una sonrisa cautelosa.

Daniel parpadeó. No estaba acostumbrado a que se le recibiese con familiaridad, tan rápidamente. Examinó al dueño; demasiado perceptivo. Los exploradores, los recolectores, podían estar por cualquier lado.

O el dueño simplemente respondía a un cliente que sabía de libros. La comunidad libresca estaba acostumbrada a los excéntricos.

—Señales —dijo Daniel, intentando controlar un tic del ojo izquierdo—. Signos portentosos ocultos en animales extraños. Perdidos en el tiempo o el espacio.

—Un título estaría bien… eso no es el título, ¿no?

—No sé cuál sería el título… aquí. El autor es siempre Bandle, David Bandle.

—¿B-A-N-D-L-E?

—Exacto. —La garganta de Daniel subió y bajó. Tenía la frente sudorosa por el esfuerzo de una interacción tan prolongada.

El dueño no se inmutó.

—Recuerdo un libro sobre criptozoología escrito por alguien llamado así…
Viaje en busca de bestias ocultas
, creo —dijo el dueño.

—Podría ser —dijo Daniel.

—No lo tengo. Puedo buscar on line.

—Eso estaría bien. La edición más reciente. ¿Cuánto… costaría? No soy rico. —Este cuerpo no estaba acostumbrado a sonreír… dientes podridos, peor aliento. Logró producir paréntesis alrededor de los labios.

—Oh, treinta dólares. En buen estado. No es muy antiguo, ¿no?

—Quizá no. No sabría decirle —dijo Daniel.

—Una paga y señal de diez dólares. El resto cuando tenga el libro. Probablemente una semana o dos. ¿Dirección?

Daniel negó con la cabeza.

—Volveré. —Del bolsillo sacó dos manchados billetes de cinco y los colocó perfectamente paralelos sobre el mostrador.
Me quedo sin cena
.

El dueño alisó el dinero y escribió un recibo.

—Siempre me gustaron esos libros —dijo—. Aventuras en lugares lejanos, cazando criaturas olvidadas por el tiempo. Historias maravillosas.

—Maravillosas —admitió Daniel, y se guardó el recibo.

—Tenemos una buena colección de libros sobre las profundidades marinas. Acaban de llegar. Beebe, Piccard, esas cosas.

—No, gracias. —Daniel salió de la tienda medio inclinándose y saludando con la mano derecha.
Muy bien
, le aseguró a su nuevo cuerpo.
Un buen comienzo
.

Había acabado confiando en Bandle. Años antes los informes de Bandle sobre los críptidos le habían ofrecido claves esenciales, en otra fibra, en otra vida. Bandle catalogaba avistamientos de animales que no podían existir: serpientes de mar, bestias medio humanas, tijeretas más grandes que las ratas. Cualquiera de ellos podría ser un indicador. Variaciones, permutaciones… advertencias… todos recopilados en un único texto fiable.

Pero mientras caminaba, Daniel sospechaba que no regresaría. Algo en la forma en que el dueño le había mirado. En esta fecha tan tardía probablemente fuese peligroso incluso preguntar por Bandle.

Diez dólares… malgastados.

Daniel estaba de pie sobre un bordillo bordeado de acero, pardeando frente a las brillantes nubes y el sol bajo del otoño. Un mundo tan encantador.

Eres lo que dejas atrás
.

Su abuelo, visitando a Daniel en prisión, le había dicho en una ocasión:
¿Adónde vas, joven? ¿Hay algo que no harías para llegar allí? Al final, dejas tanto atrás que te presentas frente a Dios y estás tan vacío como tu maldita caja puzle… estás tan vacío que ya ni siquiera eres tú y el cielo ya no importa
. Daniel se echó a llorar.

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