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os meses que van desde septiembre de 1792 a enero de 1793 fueron los más tristes de mi vida. Otros vendrían que iban a ser más dolorosos o con más peligros, pero ninguno tan amargo como aquellos de finales de 1792. La relación con mi marido empeoraba de hora en hora. Sus lúgubres encierros en la biblioteca eran los momentos más felices del día para mí, porque los restantes se llenaban ahora de reproches y cuitas. Me culpaba de todo: de su encierro, de la enfermedad de nuestro hijo y, cuando ésta remitió, de que frivolidades como la mía y la de mis amantes eran las que habían traído tanta penuria y muerte a Francia. También me hacía responsable de que nuestra precaria situación financiera no nos permitiera huir con el bolsillo lleno, como habían hecho el resto de sus amigos. Por eso, recibir un día la noticia de que mi padre por fin había recuperado la libertad en Madrid supuso una verdadera fiesta para una pareja que apenas se dirigía la palabra.
–Escribe una vez más a tu tío en Burdeos –me dijo Fontenay levantando la cabeza del libro que fingía leer mientras desayunábamos–. Ahora que tu padre ha sido rehabilitado seguro que contesta a tus cartas; no hay nada como volver a tener un padre rico para ablandar los corazones.
Huir era sin duda la única salida, pero no podía hacerse de la noche a la mañana. Primero había que prepararlo todo, buscar salvoconductos, también estar muy atentos a lo que pasaba en la Asamblea Legislativa para encontrar el momento propicio. ¿Y qué estaba ocurriendo en aquella reunión de patriotas? ¿Qué sucedería con el Rey, ahora que la sangre de los muertos de septiembre comenzaba a pesar como una losa en la memoria de muchos?
El 20 y el 21 de septiembre fueron testigos de la aprobación de dos leyes que iban a marcar la vida de muchos franceses y, en concreto, la de Fontenay y también la mía. El día 20 se aprobó la ley de divorcio; al saberlo, y sin perder un momento, Jean y yo nos acogimos a ella, empezando unos trámites que culminarían a principios de 1793; era lo mejor para los dos. La segunda ley resultaría decisiva no sólo para el ya extinto matrimonio Fontenay, sino para toda Francia. Me refiero a la que daba por abolida la monarquía, instituyendo la Primera República. Hay que decir que entre los actores principales de la nueva escena política había dos antiguos conocidos míos de los que he hablado poco por ser, hasta el momento, personajes secundarios, pero que a partir de la caída de la monarquía comenzaron a acaparar todas las miradas: me refiero a Georges-Jacques Danton y a Maximilien de Robespierre. Con uno y otro había coincidido yo años atrás en nuestro Club de 1789, y de aquellos tiempos sólo guardo recuerdo de su peculiar aspecto físico y de la reacción que tuvieron al conocerme. Habrá quien sostenga que ambas apreciaciones tienen mucho de banal y también de subjetivo, pero yo pienso que, si uno es buen observador, el aspecto físico dice de las personas bastante más que sus palabras. Y en cuanto al impacto que sobre un hombre causa una mujer... bueno, digamos que éste también resulta muy revelador de según qué cosas.
Danton, por ejemplo, era enorme, potente, de voz atronadora y su figura destacaba en las reuniones por encima de todas las demás. Tenía un labio partido y una cicatriz en la nariz consecuencia de haber sido mordido en su infancia por un cerdo. A su aspecto formidable contribuía además el hecho de tener la cara profusamente picada de viruela. Eso no era óbice para gozar del favor de las damas. Le encantaban las mujeres, puedo dar fe, pero también disfrutaba enormemente de la buena mesa y de la buena vida en general; era, sin duda, eso que los franceses llaman un
bon vivant
.
De Robespierre puede decirse que era en todo su antítesis. Muy delgado, de labios finos y mirada recelosa, vestía siempre de manera elegante, con libreas de seda, a pesar de que su pobreza le obligaba a acompañarlas de medias de algodón. Ya entonces presumía de ser muy virtuoso. Y préstese atención a dicha palabra, porque habrá de ser decisiva en los próximos años. Robespierre era recto e incorruptible y lograría la paradójica hazaña de convertir estas tres loables características en una mortífera maquinaria de represión. Sin embargo, cuando nos conocimos, allá por 1789, dicha virtud se manifestaba tan sólo en una frialdad evidente respecto de las mujeres. Tampoco es que le gustaran los hombres; simplemente digamos que Robespierre tenía otras pasiones distintas de las que anidan de cintura para abajo.
Y en el momento que ahora nos ocupa, es decir, a finales de 1792, dicha pasión se nutría del odio a la monarquía y el deseo, compartido con Marat, Louis de Saint-Just y tantos otros, de procesar al Rey. Sería Saint Just, inseparable amigo de Robespierre y un joven tan bello y fatal como Tánatos, quien un día tomaría la palabra para hablar en la Asamblea. Con un pendiente de oro en su oreja izquierda al estilo de los marinos y el largo pelo castaño suelto sobre los hombros a la moda revolucionaria, expuso con precisión los siguientes argumentos:
–Lo que está en juego –sentenció– no es la culpabilidad o la inocencia del ciudadano Luis Capeto, sino la natural incompatibilidad de alguien que está fuera del corpus político. Del mismo modo que Luis no puede evitar ser un tirano, puesto que no se puede reinar inocentemente, tampoco la República puede evitar eliminarlo.
Luego, usando toda la elocuencia que le daba el ser un poeta y un rapsoda que había venido a París para abrirse camino en el mundo de las letras, exclamó:
–¡El Rey debe morir para que la República viva!
Esta arenga no era más que el preludio de lo que vendría enseguida. Hubo primero un juicio y, una vez declarado culpable, la Cámara sometió a votación la muerte del monarca, ganando el sí por un estrecho margen. Incluso su primo Philippe, antes llamado duque de Orléans y ahora conocido como Philippe Égalité, se decantó a favor de que lo guillotinaran. Dicen que el Rey, al escuchar la sentencia, se mantuvo sereno. Tan sólo demostró emoción al conocer el voto de su primo, y a continuación pidió tres días para prepararse espiritualmente. La petición fue denegada, pero se le permitió, en cambio, la visita de un cura no refractario de ascendencia irlandesa para que lo oyera en confesión.
Las lentas horas hasta el amanecer del 21 de enero las empleó Luis Capeto en rezar y en releer los últimos momentos de Carlos I de Inglaterra, ejecutado por sus súbditos en el siglo anterior. Cuentan que María Antonieta, por su parte, se enteró de la inminente ejecución de su marido no por boca de sus guardianes, sino por las voces burlonas de los viandantes, que gritaban: ¡Luis va a la
Louisette
! ¡Luis va a la
Louisette
!
Al saber la noticia París entero se preparó para la inminente ceremonia mortuoria. Ni mi marido ni yo estuvimos entre la muchedumbre que se dio cita cerca de la ahora llamada plaza de la Revolución para presenciar su muerte, pero en ocasiones históricas de tanta relevancia hasta los detalles más ínfimos se conocen a las pocas horas. Por eso no hizo falta siquiera que me asomase a la ventana para saber, por ejemplo, cómo había sido el viaje en carreta del Rey hasta el cadalso o lo que ocurrió en sus últimos minutos de vida; todos los detalles, y en especial los más luctuosos, corrían de boca en boca.
–Sucedió así –pregonaba orgulloso uno de los muchos y espontáneos heraldos de la desgracia ajena–: Escuchad bien porque yo estaba ahí y lo vi todo. La comitiva partió hacia las ocho de la mañana de la prisión y la cabalgata por las calles de París duró cerca de dos horas envuelta en una niebla húmeda. La Comuna había ordenado que las ventanas permanecieran cerradas para evitar posibles gritos contrarrevolucionarios y esto se tradujo en un silencio algo pesado para mi gusto. De pronto, ¿qué creéis que pasó? Un antiguo barón, un patético realista con no más de cuatro o cinco seguidores a su lado, comenzó a gritar: «¡A mí todos los que quieran salvar al Rey!». Pobre tipo, hasta las verduleras se le tiraron encima y los guardias hubieron de intervenir para que no lo despedazaran allí mismo.
»Por fin, hacia las diez, llegó el carro abierto en el que viajaba el tirano hasta el pie del cadalso. Entonces pude verlo de cerca. Estaba vestido de forma simple y llevaba el pelo largo y ceniciento recogido con una cinta. Como soy asiduo de estos espectáculos, sé lo que significa este detalle. A muchos condenados se les permite venir con el cabello ya cortado para evitarles la humillación añadida de rasurarlos en público con lo primero que se encuentre por ahí. Pero al Capeto no le concedieron ese privilegio y el verdugo Sansón se lo cortó allí mismo, para que todos pudiéramos reír y corear nuestras canciones.
»Una vez cumplimentado este trámite, trasquilado como una oveja, le pidió a Sansón que le permitiera mantener puesta su casaca. Seguro que esta idea la sacó de sus lecturas sobre la muerte de Carlos I de Inglaterra, porque el buen Luis no tiene imaginación ni para idear algo así. «No me retiréis la chaqueta –dicen que dijo el tirano inglés a sus verdugos–, hace demasiado frío y no quiero que la gente piense que el Rey tiembla de miedo». Nuestro Capeto hizo otro tanto y pidió, además, que le dejaran las manos sin atar, pero ambas peticiones le fueron denegadas. Como parecía ofrecer resistencia por este último detalle, hubo que recurrir a la persuasión y un teniente que había lo acabó de convencer comparando su ordalía con la de Cristo. Mano de santo, vive Dios; al oír este argumento, el Capeto aceptó de buen grado todas las humillaciones que tuvimos a bien dispensarle. Llegó por fin el momento más interesante. El tirano subió hasta el patíbulo con paso firme y, una vez arriba, intentó dirigirse al gran número de personas que allí estábamos reunidas para verle morir, unas veinte mil según afirman. «Muero inocente de todos los crímenes que...», comenzó a decir el Capeto, pero ya no pude oír más, ¡y eso que, gracias a que mi cuñada es sobrina de Sansón, teníamos asiento de primera fila! «Rezo para que mi sangre nunca...», sólo esas seis palabras sueltas alcancé a oír a pesar de estar tan cerca, porque inmediatamente un redoble de tambores ahogó sus palabras. A continuación, el Capeto se acercó a la guillotina y fue puesto sobre la plancha de madera horizontal, esa que al desplazarse empuja la cabeza del reo bajo una abrazadera de hierro. Entonces, Sansón soltó la cuerda que sujeta la cuchilla, doce pulgadas del mejor acero francés que bajaron silbando y pocos segundos más tarde el verdugo nos mostraba a todos la cabeza chorreante del que había sido Rey de Francia. ¡Viva la República!
De todos los relatos que se hacían de la muerte del Rey, por cierto muy similares entre sí, aunque adornados aquí y allá según la personalidad del narrador, dos detalles fueron los que más llamaron mi atención. El primero, el hecho de que, una vez decapitado, no pocas personas mojaron sus pañuelos en la sangre del monarca; unos para guardarla como reliquia, otros para pasearla por las calles en señal de triunfo. El segundo detalle tiene que ver con los tambores. Al contarme aquellos mercachifles de noticias luctuosas que el Rey había intentado dirigirse al pueblo pero que un redoble de tambores ahogó su voz, me acordé entonces de mi buen amigo el señor Moratín. Él, hace unos años (Dios mío, poco más de siete y cuánto había cambiado el mundo), me había hecho la siguiente reflexión sobre los reyes de Francia: «Fíjate bien, Teresita, Luis XIV dijo: "El Estado soy yo". Luis XV, por su parte, declaró: "Después de mí, el diluvio". Y en cuanto a este nuevo Luis, el XVI, ignoramos qué palabras serán las que resuman su reinado, pero mucho me temo que no le dejarán hablar demasiado...». Ahora, aquella reflexión del señor Moratín podía completarse tal como iba pasar a la historia: «Y Luis XVI, por su parte, no pudo decir nada porque un redoble de tambores ahogó sus palabras».
SOLA, DIVORCIADA,
EXTRANJERA Y ESPÍA