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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (7 page)

El mar estaba lamiendo el fondo de la escotilla reforzada delantera y entonces, de repente, la embarcación cabeceó y las olas cubrieron el bulboso cristal y el cielo desapareció. El sonido del chapoteo y el lejano graznido de las gaviotas desaparecieron al instante. El único ruido existente era el zumbido provocado por la hélice al empezar a girar.

Bellis estaba emocionada.

El submarino se inclinó y empezó a descender con elegancia hacia el invisible lecho de roca y arena. Un poderoso arco de luz se encendió bajo su morro y abrió un cono de agua iluminada debajo de ellos.

Al llegar cerca del fondo, el navío se inclinó ligeramente hacia la superficie. La luz del anochecer se filtraba hasta ellos, tenue, bloqueada en parte por las masivas y negras sombras de los barcos.

Bellis contemplaba las aguas oscuras asomándose por encima del hombro del capitán. Su rostro estaba impasible pero sus manos se movían, impulsadas por el asombro y la maravilla. Los peces se mecían en oleadas precisas, avanzando y retrocediendo en torno al torpe intruso de metal. Bellis podía escuchar su propia respiración, antinaturalmente acelerada.

El sumergible se abrió camino con todo cuidado entre las cadenas que pendían como enredaderas del dosel de navíos que había sobre ellos. El piloto movía las palancas con la destreza de un auténtico experto. La embarcación superó una pequeña lengua de roca corroída y Ciudad Salkrikaltor apareció ante ellos.

Bellis se quedó sin aliento.

Por todas partes se veían luces suspendidas. Globos de iluminación fría como lunas congeladas, sin el menor rastro de los tonos sepia de las farolas de gas de Nueva Crobuzón. La ciudad resplandecía en el agua cada vez más oscura como una red llena de luces fantasmales.

Los suburbios de la ciudad estaban formados por edificios bajos hechos de piedra porosa y coral. Había más submarinos moviéndose con suavidad entre las torres y por encima de los tejados. Los paseos hundidos que discurrían por debajo de ellos ascendían hasta llegar a las lejanas murallas y catedrales del centro de la ciudad, a casi dos kilómetros de distancia y apenas visibles desde tan lejos. Allí, en el corazón de Ciudad Salkrikaltor había edificios más altos que asomaban por encima de las olas. No eran menos intrincados bajo la superficie.

Había jaibas por todas partes. Levantaban la mirada con aire despreocupado mientras el submarino pasaba sobre ellas. Charlaban a la entrada de tiendas engalanadas con ondulantes telas de colores, reñían en pequeñas plazas delimitadas con setos de algas recortadas, caminaban por abarrotados callejones. Conducían carromatos arrastrados por unas bestias de carga extraordinarias: caracoles de mar de casi tres metros de altura. Sus niños jugaban, martirizaban a róbalos enjaulados y coloridos pececillos.

Bellis vio casas medio reparadas y agrupadas. Lejos de las calles principales las corrientes arrastraban los desechos orgánicos que se enmohecían en patios de coral. En el agua cada movimiento parecía prolongarse. Las jaibas nadaban sobre los tejados sacudiendo las colas en un movimiento nada elegante. Saltaban desde salientes elevados y descendían lentamente, con las patas preparadas para aterrizar.

Desde el interior del submarino, la ciudad parecía en silencio.

Volaban lentamente hacia la monumental arquitectura del centro de Salkrikaltor, dispersando peces y restos flotantes. Era una verdadera metrópolis, se dijo Bellis. Bulliciosa y llena de vida. Igual que Nueva Crobuzón, sólo que cobijada y medio oculta por las aguas.

—Eso es un alojamiento de oficiales —le dijo Cumbershum—. Eso otro, un banco. Allí hay una fábrica. Por eso las jaibas hacen negocios con Nueva Crobuzón: nosotros podemos ayudarlos con la tecnología del vapor. Es difícil conseguir que los motores funcionen bajo el agua durante mucho tiempo. Y ése es el edificio central de la Mancomunidad Jaiba de Salkrikaltor.

El edificio era muy complejo. Redondo y bulboso como un cerebro de coral de un tamaño imposible, con una envoltura de pliegues tallados. Sus torres se elevaban sobre la superficie del agua. La mayoría de sus alas —todas ellas decoradas con tallas de serpientes arrolladas y romances jeroglíficos— tenían ventanas y puertas abiertas al estilo Salkrikaltor para que los pececillos pudieran entrar y salir a voluntad. Pero una de las secciones estaba sellada con pequeñas escotillas y gruesas compuertas de metal. De sus respiraderos brotaba una corriente constante de burbujas.

—Allí es donde se reúnen con los habitantes de la superficie —dijo el oficial—. Allí nos dirigimos.

—Una minoría humana vive en la parte exterior de Ciudad Salkrikaltor —dijo Bellis con lentitud—. Hay salas de sobra en la superficie y las jaibas pueden sobrevivir varias horas fuera del agua. ¿Por qué tenemos que bajar hasta aquí para encontrarnos con ellos?

—Por la misma razón por la que nosotros recibimos al embajador Salkrikaltor en la sala de recepciones del Parlamento, señorita Gelvino —dijo el capitán—, por mucho que eso resulte un poco difícil e inconveniente para él. Ésta es su ciudad, nosotros somos meros huéspedes.
Nosotros
… —se volvió hacia ella y con un ademán señaló a Cumbershum y a sí mismo tan solo—, eso es.
Nosotros
somos huéspedes —apartó la mirada poco a poco.

Serás hijo de puta
, pensó Bellis, enfurecida y con una máscara de hielo en el rostro.

El piloto redujo la velocidad de descenso hasta anularla casi por completo y maniobró para penetrar por una abertura grande y oscura que se adentraba en un ala del edificio. Pasaron sobre las cabezas de algunas jaibas, que les indicaron agitando los brazos que siguieran hasta el final del corredor de granito. Una puerta enorme se cerró con gran estrépito tras ellos.

De las gruesas y cortas tuberías que jalonaban los muros empezó a brotar una enorme e incesante explosión de burbujas. El mar estaba siendo expulsado por medio de válvulas y esclusas. Lentamente, el nivel del agua bajó. Poco a poco, el submarino se fue posando sobre el suelo de granito y se escoró hacia un lado. El agua descendió por debajo de la escotilla hasta que sólo quedaron regueros y gotas sobre ella y Bellis estuvo una vez más mirando aire. Ahora que el mar había sido bombeado de regreso al exterior, la habitación parecía desaliñada.

Cuando el piloto abrió por fin los cierres de la escotilla, ésta saltó hacia el exterior al mismo tiempo que penetraba una bocanada de agradable aire fresco. El hormigón del suelo estaba empapado de agua salada. La habitación olía a quelpos y peces. Bellis salió del sumergible mientras los oficiales se arreglaban sus uniformes.

Detrás de ellos esperaba una jaiba. Empuñaba una lanza —demasiado intrincada y fina como para ser otra cosa que un arma ceremonial, juzgó Bellis— y llevaba una coraza de algo de un vívido color verde y que no era metal. La saludó con un asentimiento de cabeza.

—Dele las gracias por su bienvenida —le dijo el capitán a Bellis—. Dígale que informe al líder del consejo de que hemos llegado.

Bellis respiró hondo y trató de relajarse. Recuperó la compostura y recordó el vocabulario, la gramática y la sintaxis y la pronunciación y el alma de la lengua jaiba de Salkrikaltor: todo cuanto había aprendido durante aquellas semanas intensivas con Marikkatch. Elevó una rápida, silenciosa, cínica plegaria.

Entonces formó el vibrato, los chasqueantes ladridos de las jaibas, audibles tanto en el aire como en el agua y respondió.

Para gran alivio suyo, la jaiba asintió y respondió.

—Seréis anunciados —dijo, corrigiendo con cuidado el tiempo utilizado por Bellis—. Vuestro piloto espera aquí. Venid.

Grandes escotillas cerradas se asomaban a un jardín de chillonas plantas acuáticas. Los muros estaban cubiertos por tapices que mostraban momentos famosos de la historia de Salkrikaltor. El suelo era de losas de piedra —casi secas del todo— calentadas por algún fuego que no se veía. Había ornamentos oscuros por toda la habitación: azabache, coral negro, perlas negras.

Había tres jaibas-macho, asintiendo para dar la bienvenida a los humanos. Una de ellas, mucho más joven, permanecía un poco más atrás, igual que Bellis.

Eran de color pálido. A diferencia de las jaibas de Bocalquitrán, pasaban la mayor parte de sus vidas bajo el agua, donde los rayos del sol no podían teñirles la tez. Lo único que distinguía la parte superior del cuerpo de las jaibas de las de los humanos era la pequeña mata de agallas de la nuca pero había también algo muy ajeno en su palidez submarina.

Por debajo de la cintura, su cuerpo era el de colosales langostas marinas: enormes caparazones de quitina nudosa y capas superpuestas de somitas. Los abdómenes humanos empezaban justo donde debían haber estado los ojos y las antenas. Incluso en el aire, un medio que les era extraño, sus muchas patas operaban con gracia intrincada. Emitían un suave sonido al moverse, una gentil percusión de quitina.

Se adornaban la parte inferior del cuerpo con una especie de tatuajes, dibujos grabados en los caparazones y teñidos con diversos extractos. Los dos machos de edad más avanzada lucían una serie extraordinaria de símbolos en los costados.

Uno de ellos se adelantó y habló muy deprisa en salkrikaltor. Hubo un momento de silencio.

—Bienvenidos —dijo el joven jaiba-macho que había tras él, el intérprete. Hablaba un ragamol con mucho acento—. Estamos encantados de que hayáis venido a hablar con nosotros.

La discusión empezó poco a poco. El líder del consejo, Rey Skarakatchi, y el consejero. Rey Drood'adji, expresaron su diplomático y ritual deleite, secundados al instante por Myzovic y Cumbershum. Todos coincidieron en que era magnífico que hubieran decidido reunirse y que sus dos ciudades mantuvieran tan buenas relaciones, que el comercio era la manera más saludable de asegurar la buena voluntad y así continuaron durante algún rato.

La conversación cambió enseguida. Con impresionante suavidad, Bellis se encontró traduciendo detalles concretos. Ahora estaban hablando de cuántas manzanas y ciruelas dejaría el
Terpsícore
en Salkrikaltor y cuántas botellas de ungüento y licor recibiría a cambio.

No pasó mucho tiempo antes de que empezaran a discutir asuntos de estado. Informaciones que debían de provenir de los escalones superiores del parlamento de Nueva Crobuzón: detalles referentes a la sustitución de embajadores, a posibles tratados comerciales con otras potencias y al impacto que tales acuerdos podían tener en las relaciones con Salkrikaltor.

Bellis descubrió que le resultaba muy sencillo cerrar los oídos a lo que decía, transmitir la información a través de sí misma sin absorberla. No tanto por patriotismo o lealtad hacia el gobierno de Nueva Crobuzón (no sentía ninguno de ellos) como por aburrimiento. Las discusiones secretas eran incomprensibles y los pequeños jirones de información que traducía le resultaban banales y tediosos. En realidad estaba pensando sobre las toneladas de agua que había sobre ellos, intrigada por el hecho de no sentir pánico.

Trabajó de forma automática durante algún tiempo, olvidando lo que decía casi en el mismo instante en que las palabras abandonaban sus labios.

Hasta que de repente oyó que la voz del capitán cambiaba y descubrió que estaba escuchando de nuevo.

—Tengo una pregunta más, vuestra excelencia —decía el capitán Myzovic mientras daba un sorbito a su bebida, Bellis tosió y emitió los sonidos Salkrikaltor—. Cuando me encontraba en Qé Benssa, se me ordenó investigar un rumor difundido por el representante de Nueva Crobuzón. Era algo tan ridículo que supuse que tenía que ser un malentendido. A pesar de ello, decidí dar un rodeo por las Aletas… razón por la cual, precisamente, llegamos tarde a esta reunión. Durante aquella travesía descubrí… para mi consternación y congoja, que los rumores eran ciertos. Lo saco a colación a causa de nuestras buenas relaciones con Salkrikaltor. —La voz del capitán se estaba endureciendo—. Tiene que ver con nuestros intereses en aguas de Salkrikaltor. En el extremo meridional de las Aletas, como bien saben los ilustres consejeros, se encuentran las… inversiones de vital importancia por las que pagamos generosas cuotas de amarre. Estoy hablando, por supuesto, de nuestras torres, nuestras plataformas.

Bellis nunca había escuchado la palabra «plataforma» utilizada en semejante contexto, de modo que la pronunció directamente en ragamol. Las jaibas-macho parecieron comprender. Ella siguió traduciendo de forma automática y suave al tiempo que prestaba fascinada atención a cada palabra pronunciada por el capitán.

—Pasamos junto a ellas a medianoche. Primero una, después la otra. Todo estaba como debía, tanto en el caso de la plataforma
Manikin
, como en el de la
Trashstar
. Pero, consejeros… —se inclinó hacia delante, dejó el vaso sobre la mesa y los miró de forma voraz—.
¿Dónde está la otra?

Los políticos jaiba miraron fijamente al capitán. Con lenta, cómica simultaneidad se miraron el uno al otro y a continuación volvieron a mirar a Myzovic.

—Confesamos… nuestra confusión, capitán —el intérprete habló por sus líderes con voz suave, impasible, pero durante un breve instante sus ojos se toparon con los de Bellis. Algo se transmitió entre ellos, un asombro compartido, una especie de camaradería.

¿En qué estarnos metidos, hermano?
, pensó ella. Estaba tensa y se moría de ganas de fumarse un cigarrillo.

—No sabemos de qué está hablando —continuó su colega—. Mientras las cuotas de amarre se sigan pagando, las plataformas no son de nuestra incumbencia. ¿Qué ha ocurrido, capitán?

—Lo que ha
ocurrido
—dijo el capitán Myzovic con la voz tensa— es que la
Sorghum
, nuestra torre de mar abierta, nuestra plataforma móvil, ha desaparecido —esperó a que Bellis hubiera terminado de traducir sus palabras y entonces esperó un poco más para alargar el silencio—. Junto, debería añadir, con su escolta de cinco acorazados de bolsillo y la dotación entera de oficiales, trabajadores, científicos y geo-émpatas. Tuvimos constancia de que la
Sorghum
no se encontraba ya en su punto de amarre hace tres semanas, cuando llegó un mensaje a la Isla del Ave Danzante. Las tripulaciones de las demás plataformas preguntaban por qué no habían sido informadas de que se le había dado orden de cambiar de posición. Y tal orden no había sido dada jamás. —El capitán dejó el vaso y miró fijamente a las dos jaibas-macho—. La
Sorghum
debía permanecer
in situ
durante los seis meses siguientes como mínimo. Debería de seguir donde nosotros la dejamos. Señor Líder del Consejo, señor Consejero…
¿Qué le ha ocurrido a nuestra plataforma?

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