Bellis sabía que era casi imposible que un barco de aquel tamaño, con casco de acero y los colores de Nueva Crobuzón ondeando sobre el velamen, fuera atacado. La vigilancia de la tripulación resultaba sólo un poco inquietante.
El
Terpsícore
era un barco mercante. No había sido construido para llevar pasajeros. No tenía biblioteca, ni salón, ni sala de juego. El comedor de los pasajeros había sido acondicionado sin demasiado esmero y sus paredes estaban desnudas a excepción de unas pocas litografías baratas.
Bellis comía allí, a solas, y respondía a las cortesías con monosílabos mientras los demás pasajeros se sentaban bajo las sucias ventanas y jugaban a las cartas. Los observaba de una forma subrepticia y al mismo tiempo intensa.
Cuando regresaba a su camarote, hacía una vez tras otra inventario de cuanto poseía.
Había abandonado la ciudad apresuradamente. Tenía muy poca ropa, toda del mismo estilo austero que le gustaba, severo y negro. Tenía siete libros: dos volúmenes de teoría lingüística; un manual elemental sobre el jaiba de Salkrikaltor; una antología de novela corta en diferentes idiomas; un grueso cuaderno de notas, vacío; y sendas copias de sus dos monografías,
Gramática del Alto Kettai
y
Los Códices de los Montes del Ojo del Gusano
. Tenía unas pocas joyas de azabache, granate y platino; una pequeña bolsa de cosméticos; tinta y plumas.
Pasaba horas añadiéndole detalles a su carta. Describía la fealdad del mar abierto, las rocas desnudas que sobresalían como trampas. Escribía largas descripciones paródicas sobre los oficiales y los pasajeros y se solazaba en la caricatura. La hermana Meriope; Bartol Gimgewry, el mercader; el cadavérico cirujano, Dr. Mollificatt; la viuda Cordomium y su hija, madre e hija silenciosas que la pluma de Bellis transformó en un par de cazadotes. Johannes Lacrimosco se tornó un bufón profesional que se ponía en ridículo en los cabarés. Inventó motivaciones para todos ellos, las razones que podían empujarlos a atravesar medio mundo.
El segundo día, erguida en la popa junto a las bandadas de gaviotas y albatros que todavía seguían la estela del barco, Bellis seguía buscando islotes pero no veía más que olas.
Se sentía engañada. Entonces, mientras escudriñaba el horizonte, escuchó un ruido.
Un poco más allá, el naturalista Dr. Lacrimosco, observaba los pájaros. El rostro de Bellis se endureció. Se dispuso a marcharse en cuanto le dirigiera la palabra.
Él bajó la mirada y vio que ella lo estaba observando con semblante frío, le ofreció una sonrisa ausente y sacó su cuaderno de notas. Su atención la había abandonado al instante. Lo siguió observando mientras, sin prestarle la menor atención, empezaba a dibujar esbozos de las gaviotas.
Debía de rondar los sesenta, supuso ella. Se peinaba el escaso cabello hacia atrás, llevaba unas pequeñas gafas rectangulares y un chaleco de
tweed
. Pero a pesar de aquel uniforme académico no parecía un tipo débil ni uno de esos absurdos ratones de biblioteca. Era alto y se conducía con aplomo.
Con trazos rápidos y precisos dibujó varias garras de ave y supo recrear la tosca pugnacidad de los ojos de una gaviota. Bellis sintió que su opinión sobre el hombre mejoraba ligeramente.
Al cabo de un rato le habló.
Así el viaje resultaba más llevadero; lo admitió para sus adentros. Johannes Lacrimosco era encantador. Bellis sospechaba que se mostraría igualmente amigable con todas las demás personas que había a bordo.
Almorzaron juntos y ella descubrió que era fácil apartarlo de los demás pasajeros, quienes los observaban con atención. Lacrimosco era tan ajeno a toda intriga que resultaba simpático. Si se le había ocurrido que podía provocar rumores frecuentando la compañía de la grosera y distante Bellis Gelvino, no lo demostró.
Le encantaba hablar de su trabajo. La ignota fauna de Nova Esperium lo entusiasmaba. Le contó a Bellis sus planes de publicar una monografía en cuanto pudiese regresar a Nueva Crobuzón. Estaba cotejando dibujos, le dijo, bocetos y observaciones.
Bellis le describió una isla oscura y montañosa que había visto al norte, en las pocas horas de la pasada noche.
—Ésa era Morin Norte —le dijo él—. Probablemente en este momento Cancir esté al noroeste. Atracaremos en la Isla del Ave Danzante después de que oscurezca.
La posición y los progresos del barco eran motivo de constante conversación entre los demás pasajeros y Lacrimosco miró a Bellis con curiosidad, sorprendido por su ignorancia. A ella no le importaba. Lo único que le importaba era de dónde se estaba alejando, no dónde estaba ni adónde se dirigía.
La Isla del Ave Danzante apareció justo después de que se pusiera el sol. Su roca volcánica era de color ladrillo y formaba pequeñas protuberancias semejantes a omóplatos. Qé Banssa se extendía por las laderas que rodeaban la bahía. Era pobre, una pequeña y fea ciudad pesquera. La idea de poner el pie en otro puerto resentido, víctima de la economía del mar, deprimía a Bellis.
Los marineros que no tenían permiso guardaron silencio mientras sus camaradas y los pasajeros cruzaban la pasarela y desaparecían. No había ningún otro barco de Nueva Crobuzón en el puerto: Bellis no podía entregar su carta en ninguna parte. Se preguntó por qué habrían recalado en aquel villorrio insignificante.
Aparte de una ardua expedición de investigación a las Montañas del Ojo del Gusano varios años antes, esto era lo más lejos que Bellis había estado de Nueva Crobuzón en toda su vida. Observó la pequeña muchedumbre apiñada en los muelles. La gente parecía vieja y ansiosa. Sobre el viento se escuchaba una mezcla confusa de dialectos. La mayoría de las voces hablaba en sal, el argot de los marineros, un lenguaje remachado a partir del millar de lenguas vernáculas que se hablaba en el Canal Basilisco, el ragamol, el perrickish y los dialectos de las Islas Piratas y de Jheshull. Bellis vio al capitán Myzovic mientras subía las escaleras de la almenada embajada de Nueva Crobuzón.
—¿Por qué se queda usted a bordo? —le preguntó Johannes.
—No siento ninguna necesidad de comprar comida grasienta o baratijas —dijo ella—. Estas islas me deprimen. —Johannes sonrió ligeramente, como si su actitud resultara encantadora.
Se encogió de hombros y miró al cielo.
—Va a llover —dijo, como si ella le hubiese devuelto la pregunta— y tengo trabajo que hacer a bordo.
—Y en cualquier caso, ¿por qué hemos parado aquí? —dijo Bellis.
—Sospecho que por asuntos del gobierno —dijo Johannes con voz cuidadosa—. Éste es el último enclave de cierta importancia. Más allá, la esfera de influencia de Nueva Crobuzón se… atenúa mucho más. Probablemente hay un montón de cosas de las que tienen que ocuparse.
—Con suerte —dijo ella después de un silencio— no será nada que nos incumba.
Contemplaron el océano, que aún seguía oscureciéndose.
—¿Ha visto a alguno de los prisioneros? —dijo Johannes de pronto.
Bellis lo miró, sorprendida.
—No. ¿Y usted? —se dio cuenta de que estaba a la defensiva. La existencia de la carga viva del barco la hacía sentirse incómoda.
Cuando había llegado, la certeza de Bellis de que tenía que abandonar Nueva Crobuzón se había vuelto urgente y aterradora. Había hecho sus planes dominada por un cierto pánico. Tenía que alejarse todo cuanto pudiese y deprisa. El Mar de Telaraña y Myrshock parecían demasiado próximos y durante algún tiempo febril había considerado las posibilidades de Shankell y Yoraketche y Neovadan y Tesh. Pero todas ellas estaban demasiado lejos o eran demasiado peligrosas o demasiado extrañas o eran demasiado difíciles de alcanzar o la asustaban demasiado. Ninguna de ellas podría convertirse en su hogar. Y Bellis se había dado cuenta horrorizada de que le resultaba demasiado difícil marcharse, de que estaba aferrándose a Nueva Crobuzón, a lo que la definía.
Y entonces había pensado en Nova Esperium. Ansiosa por recibir nuevos ciudadanos. Que no hacía preguntas. Al otro lado del mundo, un pequeño nicho de civilización en tierra desconocida. Un hogar venido del hogar, la colonia de Nueva Crobuzón. Más duro, sí, menos amigable y menos cómodo —Nova Esperium era demasiado joven para contar con muchas comodidades—, pero al fin y al cabo una cultura erigida sobre el modelo de la de su ciudad.
Se dio cuenta de que, con ese destino, Nueva Crobuzón le pagaría el pasaje por mucho que estuviera huyendo. Y un canal de comunicación permanecería abierto: aunque serían escasos, los barcos de casa arribarían con regularidad.
Pero los navíos que acometían la larga y peligrosa travesía del Océano Hinchado desde la Bahía de Hierro transportaban la mano de obra de Nova Esperium. Lo que significaba una bodega llena de prisioneros: peones, trabajadores forzados y rehechos.
Cuando Bellis pensaba en los hombres y mujeres encerrados abajo se le revolvía el estómago, de modo que no lo hacía. Si hubiera podido elegir, jamás habría tenido nada que ver con semejante viaje y tan repugnante tráfico.
Levantó la mirada hacia Johannes y trató de calibrar sus pensamientos.
—Debo admitir —dijo el hombre con un titubeo— que me sorprende no haber oído
nada
. Pensé que los dejarían salir más a menudo.
Bellis no contestó. Esperó a que Johannes cambiara de tema para poder seguir tratando de olvidar lo que había debajo de ellos.
Podía oír la turbamulta procedente de los bares del puerto de Qé Banssa. Era muy escandalosa.
Bajo el alquitrán y el acero, en las húmedas salas inferiores. Comida tirada, comida por la que pelear. Mierda, lefa y sangre a medio coagular. Chillidos y peleas a puñetazos. Cadenas frías como la piedra y por todas partes susurros.
—Es una pena, chico —la voz sonaba cascada por la falta de sueño pero su simpatía era genuina—. Lo más probable es que te den una paliza por eso.
Tras los barrotes del compartimiento-prisión, el grumete miraba con desolación los trozos de cerámica y el estofado derramado. Estaba dando la comida a los prisioneros y se le había resbalado el recipiente.
—Ese barro parece duro como el hierro hasta que se te cae. —El hombre que había tras los barrotes estaba tan sucio y cansado como los demás prisioneros. En su pecho, visible bajo una camiseta hecha jirones, había un enorme tumor de carne del que emergían dos tentáculos que despedían un olor nauseabundo. Se balanceaban de un lado a otro, sin vida, una carga grasienta, un peso muerto. Como la mayoría de los prisioneros, el hombre era un Rehecho, dotado por obra de la ciencia y la taumaturgia de una nueva forma como castigo por algún crimen.
—Me recuerda a cuando Pata de Cuervo fue a la guerra —dijo el hombre—. ¿Conoces esa historia?
El grumete recogió trozos de carne grasienta y zanahorias del suelo y los metió en un cubo. Levantó la vista hacia el hombre.
El prisionero retrocedió arrastrando los pies y se apoyó contra la pared.
—Pues resulta que un día, al principio del mundo, va Darioch y se asoma por su árbol-casa y ve que un ejército se acerca al bosque. Y que me aspen si no es la Camada del Murciélago que viene a recuperar sus retamas. Ya sabes cómo les quitó Pata de Cuervo las retamas, ¿verdad?
El grumete tenía unos quince años, demasiados para el puesto. Sus ropas no estaban mucho más limpias que las de los prisioneros. Miró al hombre a los ojos y sonrió,
sí
, conocía esa historia, y el súbito cambio que se operó en él resultó tan extraordinario que fue como si de repente le hubieran dado un nuevo cuerpo. Por un momento pareció fuerte y seguro de sí mismo y cuando la sonrisa se esfumó y siguió recogiendo la comida y la cerámica, parte de aquel orgullo repentino seguía allí.
—Muy bien —continuó el prisionero—. Pues va Darioch y llama a Pata de Cuervo y le enseña a la Carnada, en marcha hacia allí, y le dice «Esto es cosa tuya, Pata de Cuervo. Tú les quitaste las retamas. Y resulta que Salter está en la otra punta del mundo así que tendrás que ser tú quien pelee». Y Pata de Cuervo empieza a maldecir y a gemir y a darle al pico… —el hombre abrió y cerró los dedos como si hieran una boca parlanchina.
Hizo ademán de proseguir con su relato pero el muchacho lo interrumpió.
—Lo conozco —dijo, recordando de repente—. Ya lo había oído.
Siguió un silencio.
—Ah, bueno —dijo el hombre, sorprendido por su propia desilusión—. Ah, vale. Te diré una cosa, hijo. Hace mucho que no la oigo, así que creo que voy a seguir y contártela.
El muchacho lo miró con aire un poco perplejo, como si estuviese tratando de decidir si el hombre se estaba burlando de él.
—No me importa —dijo—. Haz lo que quieras. No me importa.
El prisionero contó la historia, tranquilamente, interrumpido por toses y jadeos. El grumete iba y venía en la oscuridad que había tras los barrotes, limpiando el desastre y sirviendo más comida. Seguía allí al final de la historia, cuando la armadura de placas-de-chimenea-y-loza de Pata de Cuervo se hizo añicos y lo dejó más malherido que si no hubiera llevado ninguna.
El muchacho miró al fatigado prisionero, su historia concluida, y volvió a sonreír.
—¿No vas a decirme cuál es la moraleja? —dijo.
El hombre esbozó una débil sonrisa.
—Supongo que ya la conoces.
El muchacho asintió, miró hacia el techo un momento y se concentró.
—Si está casi bien, pero no del todo, es mejor pasar sin ello que utilizarlo —recitó—. Siempre he preferido las historias sin moraleja —añadió. Se sentó en cuclillas tras los barrotes.
—Coño, en eso estoy contigo, chico —dijo el hombre. Se detuvo y alargó la mano entre los barrotes—. Me llamo Tanner Sack.
El grumete vaciló un momento: no estaba nervioso, sólo evaluaba las posibilidades y ventajas. Aceptó la mano de Tanner.
—Gracias por la historia. Soy Shekel.
Continuaron.
Bellis despertó cuando volvieron a zarpar, aunque la bahía seguía a oscuras. El
Terpsícore
vibraba y se estremecía como un animal helado y ella se acercó a la portilla y contempló cómo se iban alejando las escasas luces de Qé Banssa.
Aquella mañana no se le permitió subir a la cubierta principal.
—Lo siento, señorita —le dijo un marinero. Era joven y parecía desesperadamente incómodo por tener que impedirle el paso—. Órdenes del capitán: no se permite subir a los pasajeros a la cubierta principal hasta las diez.
—¿Por qué?