Desde las cubiertas, los marineros avistan los campos sobre el linde de setos y árboles y zarzas. Es el rastrojado extremo de la Espiral del Grano, la alargada colección de granjas que alimenta a la ciudad. Dependiendo de la estación del año, pueden verse hombres y mujeres entre las cosechas, o arando la tierra negra o quemando los rastrojos. Entre los canales se avista con asombro el paso despreocupado de barcazas que navegan por canales escondidos por bancos de tierra y vegetación. Van y vienen sin descanso entre la metrópolis y las haciendas. Llevan al campo productos químicos y combustible, piedra y cemento y productos de lujo. Regresan a la ciudad cargadas de sacos de grano y carne atravesando acres de campos de cultivo salpicados de cabañas, grandes casas y molinos.
El tráfico nunca para. Nueva Crobuzón es insaciable.
La orilla norte del Gran Alquitrán es más amplia.
Es una amplia extensión de maleza y pantanos. Se prolonga durante más de ciento veinte kilómetros, hasta que las colinas y las montañas bajas que se arrastran hacia ella la cubren por completo. Jalonado por el río, las montañas y el mar, este rocoso paraje es un lugar desierto. Si mora en él algo más que los pájaros, permanece oculto.
Bellis Gelvino embarcó rumbo al este en la última estación del año, una época de lluvias constantes. Los campos que vio eran extensiones de frío barro. Los árboles medio desnudos estaban empapados. Sus siluetas parecían recién pintadas con tinta china sobre las nubes.
Más tarde, cuando volvía a pensar en aquella época miserable, Bellis se asombraba de la cantidad de detalles que poblaban su memoria. Podía recordar la formación de una bandada de gansos que había pasado graznando sobre el barco; el olor de la savia y la tierra; la sombra plomiza del firmamento. Recordaba haber buscado la línea de setos con la vista y no haber visto ni uno. Sólo hebras del humo de la madera sobre el aire empapado y las casas de techo bajo cerradas a cal y canto para proteger a sus habitantes de las inclemencias del tiempo.
El movimiento manso de lo verde al viento.
Erguida en la cubierta y envuelta en su chal, había observado y había escuchado, tratando de encontrar rastro de niños jugando o pescadores o cualquier persona que se ocupase de las humildes huertas que veía. Pero sólo se oían los pájaros salvajes. Las únicas formas humanas que avistó eran las de los espantapájaros, cuyos rasgos rudimentarios permanecían impasibles.
No había sido un viaje largo, pero su recuerdo le inundaba el cuerpo como una infección. Se había sentido atada por el tiempo mismo a la ciudad que dejaba atrás y los minutos se habían alargado, tensos, mientras se marchaba, más y más lentos cuanto más se alejaba en su pequeña travesía.
Y entonces se habían partido con un chasquido y se había visto catapultada al aquí y ahora, sola y lejos de casa.
Mucho más tarde, encontrándose a kilómetros de distancia de todo cuanto conocía, Bellis despertaría, asombrada por no haber soñado con la ciudad que había sido su hogar durante más de cuarenta años. Había sido aquel pequeño trecho de río, aquel corredor de campo azotado por el tiempo lo que la había acompañado durante menos de un día.
Unos pocos cientos de metros más allá de la rocosa costa de la Bahía de Hierro, tres barcos decrépitos habían anclado en aguas tranquilas. Sus anclas estaban cubiertas por completo de sedimentos. Las amarras que los unían habían desaparecido bajo una costra de percebes de años de antigüedad.
Eran navíos poco marineros, pintados con negra brea, con grandes estructuras de madera a proa y a popa. Sus mástiles eran tocones. Las chimeneas estaban frías e incrustadas de guano viejo.
Los tres estaban muy juntos. Estaban rodeados por un círculo de boyas unidas entre sí con cadenas erizadas de púas, por encima y por debajo de la superficie del agua. Los tres viejos veleros estaban recluidos en su propio trecho de mar, inasequibles al movimiento de las corrientes.
Atraían la atención. Alguien los estaba observando.
En otro barco, a cierta distancia, Bellis se asomó por la portilla y los contempló, como había hecho varias veces a lo largo de las últimas horas. Cruzó los brazos por debajo del pecho y se inclinó sobre el cristal.
Su litera apenas se movía. El movimiento del mar era tan suave y lento que resultaba imperceptible.
El cielo estaba denso, pintado del gris del pedernal. La ribera y las colinas rocosas que jalonaban la Bahía de Hierro parecían gastadas y muy frías, salpicadas de cangrada y pálidos helechos salinos.
Aquellas flotantes moles de madera eran la cosa más siniestra que había a la vista.
Lentamente, Bellis se reclinó sobre su litera y recogió su carta. Estaba escrita como un diario; líneas o párrafos separados por fechas. Mientras releía lo último que había escrito abrió una caja de latón que contenía cigarrillos liados y cerillas.
Encendió uno, le dio una profunda calada, sacó una estilográfica y añadió varias palabras en una letra concisa antes de exhalar el humo.
Día de La Calavera, 26 de Rinden de 1779. A bordo del
Terpsícore
.
Ha pasado casi una semana desde que salimos del puerto de Bocalquitrán y me alegro de haberme marchado de allí. Es una ciudad fea y violenta.
Pasé las noches en mis aposentos, como me habían aconsejado, pero salía de día. Vi todo lo que podía verse allí. Es un manchón alargado, una franja de industria que se extiende unos dos kilómetros al norte y al sur del estuario, dividida en dos por el río. Cada día, al amanecer, una enorme cantidad de trabajadores, llegados desde Nueva Crobuzón en botes y carromatos, se une a sus escasos miles de residentes. Durante las noches, los bares y los prostíbulos están llenos de marineros extranjeros de paso.
Según me han contado, los barcos más importantes navegan unos pocos kilómetros más, hasta la propia Nueva Crobuzón, para descargar en los muelles de Arboleda. Los muelles de Bocalquitrán llevan más de dos siglos funcionando a media capacidad. Allí sólo descargan vapores vagabundos y los armadores de poca monta. Sus cargamentos terminarán igualmente en la ciudad pero no tienen ni el tiempo ni el dinero necesario para cubrir los kilómetros restantes y pagar el peaje impuesto por los agentes del canal.
Siempre hay barcos. La Bahía de Hierro está siempre llena de barcos que arriban de largas travesías o buscan refugio del mar. Mercantes de Gnurr Kett y Khadoh y Shankell, de camino o de regreso a Nueva Crobuzón, amarrados lo bastante cerca de Bocalquitrán como para que sus tripulaciones puedan ir a divertirse. Algunas veces, en la lejanía, en medio de la bahía, he avistado sierpes de mar, soltadas de los jaeces de los barcos-carroza, jugando y cazando.
La economía de Bocalquitrán no se limita a la prostitución y la piratería. La ciudad está llena de solares industriales y apartaderos. Vive, como lleva haciéndolo desde hace siglos, de la construcción de barcos. La ribera está jalonada de decenas de astilleros, gradas de construcción que semejan insólitos bosques de vigas verticales. En algunas de ellas puede verse la silueta fantasmal de un barco a medio construir. El trabajo es incesante, ruidoso y maloliente.
Por las calles se entrecruzan pequeñas vías ferroviarias privadas que transportan madera o combustible o cualquier otra cosa de un lado de Bocalquitrán al otro. Cada compañía ha construido su propia línea para enlazar sus diferentes propiedades e intereses. La ciudad es una maraña absurda de líneas férreas que solapan sus itinerarios entre sí.
No sé si sabías esto. No sé si has visitado esta ciudad.
La gente de aquí mantiene una relación ambivalente con Nueva Crobuzón. Bocalquitrán no podría sobrevivir un solo día sin el patronazgo de la capital. Ellos lo saben y no les gusta. Su hosca independencia es un mero alarde.
Tenía que quedarme casi tres semanas. El capitán del
Terpsícore
quedó muy sorprendido cuando le dije que me reuniría con él en la propia Bocalquitrán en vez de acompañarlo desde Nueva Crobuzón, pero insistí, pues no me quedaba más remedio. Mi posición en este barco estaba condicionada a un supuesto conocimiento del idioma jaiba de Salkrikaltor que me había atribuido falsamente. Faltaba menos de un mes para que partiéramos y ése era el tiempo con el que contaba para convertir aquella mentira en una verdad.
Hice algunos preparativos. En Bocalquitrán frecuente la compañía de Marikkatch, una jaiba macho de avanzada edad que había accedido a actuar como mi tutor. Cada día me encaminaba a los canales salinos del barrio de las jaibas. Me sentaba en la balconada baja que rodeaba su habitación mientras él aposentaba su expuesto vientre inferior sobre algún mueble sumergido, se rascaba el velludo pecho humano y me arengaba desde el agua.
No fue fácil. Él no sabe leer. No es maestro. Sólo está en la ciudad porque algún accidente o depredador lo ha mutilado, de modo que ya ni siquiera puede cazar los lentos peces de la Bahía de Hierro. Supongo que la historia mejoraría si dijera que sentía afecto por él, que es un encantador y viejo caballero, aunque un poco gruñón, pero la verdad es que es un mierda y un pelmazo. Aunque no podía quejarme. No tenía más remedio que concentrarme, llevar a cabo unos pocos encantamientos de enfoque, sumergirme en el trance del lenguaje (¡Y, oh! ¡Eso sí que fue difícil! ¡Llevaba tanto tiempo sin hacerlo que mi mente se ha vuelto fofa y asquerosa!) y absorber cada palabra que él me ofrecía.
Fue apresurado y nada sistemático —fue un lío, un auténtico lío—, pero cuando por fin el
Terpsícore
atracó en el pueblo, ya poseía un conocimiento más o menos aceptable de esa lengua chasqueante.
Dejé al amargado y viejo bastardo en sus aguas estancadas, recogí mis cosas y me metí en mi camarote… el mismo camarote desde el que te escribo.
Partimos del puerto de Bocalquitrán la mañana de Polvo y nos dirigimos lentamente hacia las desiertas costas meridionales de la Bahía de Hierro, a unos treinta kilómetros de la ciudad. Avisté varios barcos, situados en cuidadosa formación en puntos estratégicos alrededor del extremo de la bahía, en calas tranquilas al pie de las colinas y junto a bosques de pinos. Nadie hablaba de ellos. Sé que son los barcos del gobierno de Nueva Crobuzón. Corsarios y otras cosas.
Hoy es Día de la Calavera.
El Día de la Cadena logré persuadir al capitán de que me dejara desembarcar y pasé toda la mañana en la costa. Bahía de Hierro es un lugar monótono pero cualquier cosa es mejor que seguir en el maldito barco. Estoy empezando a dudar que sea una mejora respecto a Bocalquitrán. El monótono e incesante balanceo de las olas empieza a volverme loca.
Dos taciturnos marineros me llevaron hasta tierra firme y observaron sin misericordia cómo saltaba por la borda de la pequeña barca y recorría los últimos metros de agua helada. Mis botas están todavía rígidas y manchadas de sal.
Me senté sobre unas piedras y arrojé guijarros al agua. Leí un poco de una novela larga y mala que he encontrado a bordo. Observé el barco. Está amarrado cerca de las prisiones, de modo que nuestro capitán puede entretenerse charlando con los carceleros. Yo me dediqué a observar los barcos prisión. No se veía movimiento alguno en sus cubiertas ni tras las portillas. Nunca hay ningún movimiento.
Te lo juro, no sé si puedo hacer esto. Os echo de menos, a ti y a Nueva Crobuzón.
Recuerdo mi viaje.
Cuesta creer que sólo hay quince kilómetros entre la ciudad y este mar dejado de la mano de Dios.
Llamaron a la puerta del diminuto camarote. Bellis frunció los labios y agitó la hoja de papel para que se secara. La dobló sin ningún apresuramiento y volvió a guardarla en el cofre que contenía sus pertenencias. Levantó las rodillas un poco más y jugueteó con la pluma mientras veía cómo se abría la puerta.
Había una monja en el umbral, sujetando con los brazos los dos lados del marco.
—Señorita Gelvino —dijo con aire indeciso—, ¿puedo pasar?
—También es su camarote, Hermana —dijo Bellis en voz baja. La pluma daba vueltas por encima y alrededor de su pulgar. Era un truquillo neurótico que había perfeccionado en la universidad.
La hermana Meriope entró arrastrando los pies y se sentó en la única silla que había en el camarote. Se alisó el hábito rojo oscuro y jugueteó con su griñón.
—Hace ya varios días que somos compañeras de camarote, señorita Gelvino —empezó a decir la hermana Meriope—, y me siento como si… no la conociera en absoluto. Y no quisiera que esta situación continuara. Dado que vamos a viajar y a convivir durante muchas semanas… algo de compañerismo, alguna proximidad no haría más que facilitarnos un poco las cosas… —le falló la voz y entrelazó las manos.
Bellis la observó sin moverse. A despecho de sí misma, sintió un atisbo de lástima despectiva. Podía imaginar cómo la veía la hermana Meriope. Angulosa, áspera, flaca hasta los huesos. Labios y cabellos teñidos del frío púrpura de los moratones. Alta e implacable.
Se siente usted como si no me conociera, hermana
, pensó,
porque no le he dicho ni veinte palabras en una semana y no la miro a menos que me hable y cuando lo hago es con ojos de desdén
. Suspiró. La vocación de Meriope la había mutilado. Bellis podía imaginar que escribía en su diario, «La señorita Gelvino es muy callada pero sé que acabaré por quererla como a una hermana».
No voy a
, pensó Bellis,
relacionarme con usted. No pienso convertirme en su caja de resonancia. No me utilizará para redimirse de la tragedia barata que la haya traído hasta aquí
.
Bellis miró a la hermana Meriope y no dijo nada.
Después de presentarse a sí misma, Meriope le había asegurado que viajaba a las colonias para fundar una parroquia a mayor gloria de Darioch y Jabber. Lo había dicho con un pequeño puchero y una mirada furtiva que resultaba casi idiota de tan poco convincente. Bellis no sabía por qué la estaban enviando a Nova Esperium pero debía de tener que ver con alguna desgracia o pecado, la transgresión de algún estúpido voto monacal.
Volvió la mirada hacia el vientre de Meriope en busca de alguna señal de hinchazón bajo la discreción del hábito. Ésa sería la explicación más probable. Se suponía que las Hermanas de Darioch tenían que renunciar a los placeres carnales.
No pienso ser su confesora
, pensó Bellis.
Ya tengo un exilio propio del que preocuparme
.
—Hermana —dijo—, me temo que me coge usted en pleno trabajo. Lamento decir que no tengo tiempo para cortesías. Quizá en otro momento —se enfureció consigo misma por aquella concesión minúscula, pero tampoco tenía la menor importancia. La hermana Meriope estaba deshecha.