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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (47 page)

BOOK: La casa de Riverton
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—Pueden esperar dentro, si lo desean.

Hannah me mira. Levanto los hombros en señal de impotencia y seguimos a la mujer hacia el interior de la casa.

Atravesamos un vestíbulo, subimos una escalera y llegamos a una pequeña habitación. En el centro hay una cama de matrimonio con las sábanas desordenadas. Las cortinas están cerradas para que no entre la luz del día. En cambio, hay tres lámparas encendidas, cubiertas con chales de seda roja.

Pegada a la pared hay una silla con una maleta. La reconocemos, es de Emmeline. Sobre una de las mesillas descubrimos un juego de pipas.

—Oh, Emmeline… —lamenta Hannah y enmudece.

—¿Quiere un vaso de agua, señora? —le pregunto. Ella asiente como un autómata.

—Sí…

No me atrevo a bajar la escalera para encontrar la cocina. La mujer que nos acompañó hasta aquí ha desaparecido y desconozco qué peligros acechan más allá del vestíbulo. Pero encuentro un baño diminuto junto al rellano. Hay una mesa repleta de pinceles y lápices, de los que se usan para maquillar, polveras y pestañas postizas. La única taza que puedo distinguir es una pesada jarra mugrienta con una serie de círculos concéntricos en su interior. Trato de limpiarlo pero las manchas son persistentes. Regreso junto a Hannah con las manos vacías.

—Lo siento, señora…

Ella me mira y respira profundamente.

—Grace, no quiero alarmarte, pero creo que Emmeline está viviendo con un hombre.

—Sí, señora —respondo, tratando de ocultar mi horror, para no aumentar su inquietud—. Eso parece.

La puerta se abre y nos volvemos para mirar. Emmeline está de pie en el quicio. La observo atónita. Tiene el cabello rubio recogido y los rizos caen desde lo alto hacia las mejillas. Las largas pestañas negras hacen que sus ojos parezcan increíblemente grandes. Sus labios están pintados de rojo brillante y usa una bata de seda similar a la de la mujer que nos recibió. A pesar de los intentos por darle aspecto de mujer adulta, conserva una apariencia infantil. Es su expresión, carece de los artificios propios de la madurez. Está genuinamente sorprendida de vernos y no puede ocultarlo.

—¿Qué hacéis aquí? —pregunta.

—Gracias a Dios. —Hannah suspira aliviada y corre hacia Emmeline.

—¿Qué hacéis aquí? —insiste Emmeline. Ha recuperado su pose, los párpados caídos reemplazan a los ojos abiertos de asombro, y la pequeña «o» que dibujaban sus labios se ha convertido en una mueca de disgusto.

—Hemos venido a buscarte. Vístete rápido, nos vamos.

Emmeline camina lentamente hacia el tocador, muy ufana, y se hunde en la butaca. Extrae un paquete aplastado de cigarrillos, sujeta entre los labios el que sobresale y lo enciende. Después de soltar una bocanada de humo, contesta:

—No voy a ninguna parte. No puedes obligarme.

Hannah la toma del brazo y la levanta de golpe.

—Sí puedo, y vendrás conmigo. Nos vamos a casa.

—Ahora
ésta
es mi casa —replica Emmeline, soltándose—. Soy una actriz. Seré una estrella de cine. Philippe dice que tengo el carisma necesario.

—Por supuesto —asevera Hannah con tristeza—. Grace, recoge el equipaje de Emmeline mientras la ayudo a vestirse.

Hannah desata la bata de Emmeline y las dos ahogamos un grito. Debajo lleva puesto un
negligé
transparente. Los pezones rosados asoman bajo el encaje negro.

—¡Emmeline! —censura Hannah mientras yo me apresuro a tomar la maleta—. ¿Qué clase de película estás haciendo?

—Una historia de amor —responde, cubriéndose nuevamente con la bata mientras sigue fumando su cigarrillo.

Hannah le tapa la boca. Me mira. En sus redondos ojos azules percibo una mezcla de horror, ira y preocupación. Es peor de lo que habíamos imaginado. Las dos nos quedamos sin palabras. Saco de la maleta uno de los vestidos de Emmeline. Hannah se lo alcanza a su hermana.

—Vístete —logra decir.

Se oye un ruido, pesados pasos suben las escaleras. De pronto aparece en la puerta un hombre bajo con bigote, robusto y moreno, con un aire ligeramente arrogante. Viste un traje con chaleco de motas de color oro y bronce, que refleja la decadente opulencia de la casa. Del cigarro que sostiene entre sus labios rojos sale un humo gris.

—Philippe —anuncia Emmeline triunfante, librándose de Hannah.

—¿Qué es esto? —pregunta el hombre con marcado acento francés. Aparentemente, el cigarro no le impide hablar—. ¿Qué creen que están haciendo? —demanda a Hannah, mientras se ubica junto Emmeline y la toma del brazo en actitud de propietario.

—La llevamos a casa —responde Hannah.

—¿Y quién es usted? —inquiere Philippe mirando a Hannah de arriba abajo.

—Soy su hermana.

La respuesta parece complacerlo. Arrastra consigo a Emmeline y ambos se sientan en el borde de la cama. En ningún momento deja de mirar a Hannah.

—¿Cuál es el problema? ¿Tal vez la hermana mayor quiera rodar algunas escenas junto a nuestra niña?

Hannah respira entrecortadamente. Cuando logra recuperar la compostura, contesta:

—Ciertamente, no. Nos vamos en este preciso instante.

—Yo no me voy —dice Emmeline.

Philippe se encoge de hombros como sólo un francés sabe hacerlo.

—Parece que no quiere irse.

—No es ella quien decide —replica. Hannah. Luego se dirige a mí—. Grace, ¿has terminado con la maleta?

—Casi, señora.

Hasta ese momento Philippe no había advertido mi presencia.

—¿Una tercera hermana?

El cineasta alza una ceja en señal de admiración. Su injustificada atención me avergüenza. Me siento tan incómoda como si estuviera desnuda.

Emmeline ríe.

—Oh, Philippe. No bromees. Es Grace, la doncella de Hannah.

Aunque me halaga que me hayan tomado por una tercera hermana, agradezco que Emmeline le tire de la manga para que él deje de mirarme.

—Díselo —pide Emmeline—, cuéntale lo nuestro —agrega, mirando a Hannah con el incontrolable entusiasmo de sus diecisiete años—. Nos hemos fugado juntos porque vamos a casarnos.

—¿Y qué opina de eso su esposa,
monsieur
? —pregunta Hannah.

—Él no tiene esposa. No todavía.

—Debería avergonzarse,
monsieur
. Mi hermana apenas tiene diecisiete años.

Como impulsado por un resorte, Philippe aparta el brazo que rodeaba los hombros de Emmeline.

—Es edad suficiente para enamorarse —afirma Emmeline—. Nos casaremos cuando cumpla dieciocho, ¿no es así, Philly?

Philippe sonríe torpemente. Se pasa las manos por el pantalón y se pone en pie.

—¿Verdad que pensamos casarnos, tal como planeamos? —pregunta Emmeline alzando la voz—. Díselo.

Hannah arroja el vestido sobre el regazo de Emmeline.

—Sí,
monsieur
, dígamelo.

Una de las lámparas parpadea y la luz se apaga. Philippe se encoge de hombros. El cigarro cae de su labio inferior.

—Yo… eh…, bueno…

—Basta, Hannah —advierte Emmeline con voz trémula—. Vas a arruinarlo todo.

—Me llevo a mi hermana a casa —repite Hannah—. Y si intenta hacer esto más difícil de lo que ya es, mi esposo personalmente se asegurará de que no vuelva a filmar jamás una película. Tiene amistades en la policía y el gobierno. No dudo que estarán muy interesados en saber qué clase de películas hace.

Tras escuchar esas palabras, Philippe empieza a colaborar. Recoge algunas cosas de Emmeline que están en el baño y las guarda en su maleta, aunque según puedo apreciar, sin mucho cuidado. Él mismo lleva el equipaje de Emmeline al coche, y permanece en silencio mientras ella llora, recordándole cuánto lo ama, y rogando que le explique a Hannah que van a casarse. Por fin mira a Hannah, le preocupa que las palabras de Emmeline puedan causarle problemas. Teme que el esposo de Hannah intervenga.

—No sé de qué habla. Está loca. Me dijo que tenía veintiún años —alega por fin.

Durante todo el trayecto de regreso a casa, Emmeline llora lágrimas amargas. No escucha una sola de las aleccionadoras palabras de su hermana acerca de la responsabilidad y la reputación, y de que huir no es la solución.

—Él me ama —insiste cuando Hannah termina su sermón. Las lágrimas resbalan por su cara, sus ojos están enrojecidos—. Vamos a casarnos.

Hannah suspira.

—Ya basta, Emmeline, por favor.

—Estamos enamorados. Philippe me buscará y me encontrará.

—Lo dudo.

—¿Por qué tenías que venir a arruinar las cosas?

—¿Arruinar qué? —grita Hannah—. Te he rescatado. Puedes considerarte afortunada de que hayamos llegado antes de que estuvieras realmente en problemas. Él está casado. Te mintió para que aceptaras hacer sus repugnantes películas.

Emmeline la mira con el labio inferior tembloroso.

—No puedes soportar que yo sea feliz. Que esté enamorada. Que finalmente me haya sucedido algo maravilloso. Que alguien me ame a

más que a nadie.

Hannah no responde. Hemos llegado a la casa del número diecisiete. El chófer se acerca para llevar el coche al garaje.

Emmeline cruza los brazos y deja de gimotear.

—Puede que hayas arruinado la película, pero sigo decidida a ser actriz. Philippe me esperará. Y las otras cintas serán exhibidas.

—¿Hay otras? —Hannah me mira por el espejo retrovisor. Sé lo que está pensando. Tendrá que decírselo a Teddy. Sólo él puede lograr que esas películas no salgan a la luz.

Las dos hermanas entran en la casa, mientras yo corro hacia la escalera de servicio. No tengo reloj de pulsera pero estoy segura de que son casi las cinco. El teatro comienza a las cinco y media. Cuando abro la puerta no es Alfred sino la señora Tibbit quien me espera.

—¿Y Alfred? —pregunto, casi sin aliento.

—Buen chico —dice, y la sonrisa le llega hasta el lunar—. Es una pena que tuviera que irse tan rápido. Me invade la desazón. Miro el reloj.

—¿A qué hora se fue?

—Oh, hace un rato —responde la señora Tibbit dirigiéndose a la cocina—. Estuvo aquí sentado mirando el reloj, hasta que puse fin a su sufrimiento.

—¿Puso fin a su sufrimiento?

—Le dije que perdía el tiempo. Que habías salido a hacer uno de tus encargos
secretos
para la señora y que nadie podía adivinar cuándo estarías de regreso.

Otra vez estoy corriendo. Voy por Regent Street hacia Picadilly. Tal vez pueda alcanzarlo. Maldigo a la señora Tibbit, esa bruja entrometida. ¿Con qué intención le habrá dicho a Alfred que no regresaría? Y encima contarle que estaba haciendo un recado para Hannah en mi tarde libre. Es como si supiera cuál era la mejor manera de herirlo. Conozco a Alfred lo suficiente como para adivinar lo que pensó. Sus cartas están cada vez más cargadas de frustración debido a la «explotación feudal de esclavos y siervos» y arengas como «despertar al gigante dormido del proletariado». Sin embargo topa con mi incapacidad de comprender el trabajo como explotación. La señorita Hannah me necesita, le escribo una y otra vez. Me gusta mi trabajo. ¿Por qué debería considerarme explotada?

Cuando Regent Street desemboca en Picadilly el bullicio aumenta. Los relojes de Saqui and Lawrence marcan las cinco y media, hora de cierre de los comercios, y Picadilly Circus está sobrecargado de tráfico, peatonal y motorizado. Caballeros y empresarios, damas y mensajeros se empujan para pasar. Yo me deslizo entre un autobús y un taxi estacionado, y casi me aplasta un carro tirado por caballos, cargado con gruesos sacos de arpillera.

Corro por Haymarket. Salto por encima de un bastón extendido hacia adelante, despertando la ira de su dueño, un señor con monóculo. Camino pegada a los edificios, donde hay menos transeúntes, hasta que, sin aliento, llego al Teatro de Su Majestad. Me apoyo en la pared de piedra que está justo debajo de la marquesina buscando entre los rostros que pasan, serios, sonrientes, conversadores, con la esperanza de que mi vista reconozca la silueta familiar. Un hombre delgado y una dama aún más delgada se apresuran a subir las escaleras del teatro. Él muestra las dos entradas y los conducen al interior. A lo lejos un reloj —¿el Big Ben, tal vez?— señala el cuarto de hora. ¿Es posible que Alfred aún pueda llegar? ¿Habrá cambiado de idea? ¿O he llegado demasiado tarde y ya ha ocupado su asiento en el teatro?

Espero hasta que el Big Ben da la hora, y para más seguridad, el cuarto de hora. Nadie ha entrado o salido del teatro después de aquellos elegantes figurines. Estoy sentada en las escaleras. Mi respiración es serena y estoy resignada. No veré a Alfred esta tarde.

Cuando un barrendero me sonríe lascivamente, comprendo que es hora de partir. Me envuelvo con el chal, me acomodo el sombrero, y me dirijo a la casa del número diecisiete. Le escribiré a Alfred. Le explicaré lo ocurrido. Le hablaré de Hannah y la señora Tibbit. Puedo incluso contarle toda la verdad acerca de Emmeline y Philippe y del escándalo que logramos evitar. A pesar de todas sus ideas sobre la explotación y las sociedades feudales, Alfred lo entenderá.

Hannah le ha contado a Teddy lo de la película y él se ha puesto furioso. La ocasión no podía ser peor, explica, en vísperas de su candidatura para las próximas elecciones. Si se filtrara una sola palabra sobre ese turbio asunto estaría perdido, estarían todos arruinados.

Hannah asiente, vuelve a disculparse, le recuerda a Teddy que Emmeline es joven, ingenua, crédula. Que ya lo superará.

Teddy gruñe; lo hace con frecuencia en estos últimos tiempos. Se pasa una mano por el cabello oscuro, que está encaneciendo. Emmeline no ha tenido una guía, indica, ése es el problema. Las criaturas que crecen salvajemente se vuelven rebeldes.

Hannah le recuerda que Emmeline y ella se criaron en el mismo lugar. Teddy sólo levanta una ceja, le exige que su hermana se someta a su autoridad. Cuanto antes, mejor. Tiene que pasar más tiempo en su casa, donde Deborah le servirá de guía para su vida adulta.

Hannah no está de acuerdo. Opina que compartir el tiempo con Deborah es otra forma de aislarse, pero no lo dice. Necesita que Teddy recupere esas películas y no quiere disgustarlo.

Teddy resopla. No tiene tiempo para seguir conversando sobre el tema. Tiene que ir al club. Le pide a su esposa que le anote la dirección del cineasta y le recomienda no conservar nada que pueda relacionarles con él en el futuro. En un matrimonio no hay lugar para el secreto.

A la mañana siguiente, mientras ordeno el tocador de Hannah, encuentro una nota con mi nombre en el encabezado. Seguramente la ha dejado allí después de que la ayudara a vestirse. La abro, con los dedos temblorosos, aunque no por temor o inquietud sino por la expectativa, la excitación que provoca lo imprevisible.

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