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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

La cabeza de un hombre (2 page)

Desde su asiento, el comisario podía leer fragmentos de diferentes documentos que, por otra parte, se sabía de memoria.

Joseph Jean-Marie Heurtin, natural de Melun, 27 años, recadero al servicio de Monsieur Gérardier, propietario de una floristería de la Rue de Sévres…

Se veía su fotografía, tomada un año antes por un fotógrafo de feria de Neuilly: un muchacho alto de brazos desmesurados, cabeza triangular, tez pálida y ropa que delataba una coquetería de mal gusto.

CRIMEN BRUTAL EN SAINT-CLOUD

Una rica estadounidense es apuñalada, al igual que su doncella.

Eso había ocurrido en el mes de julio.

Maigret apartó las siniestras fotografías tomadas por Identidad Judicial: los dos cadáveres fotografiados desde todos los ángulos, sangre por doquier, caras deformadas y prendas de dormir en desorden, manchadas y desgarradas.

El comisario Maigret, de la Policía Judicial, acaba de esclarecer el crimen de Saint-Cloud. El asesino está entre rejas.

Buscó en el montón de hojas esparcidas ante él y releyó el recorte de prensa de diez días antes:

JOSEPH HEURTIN, EL ASESINO DE MISTRESS HENDERSON Y DE SU DONCELLA, HA SIDO CONDENADO A MUERTE ESTA MAÑANA.

En el patio de la Prefectura, una furgoneta celular soltaba su cosecha nocturna, compuesta sobre todo de mujeres. Comenzaba a oírse el eco de pasos en los pasillos y la bruma que cubría al Sena se disipaba.

Sonó el teléfono.

—Sí. ¿Dufour?

—Soy yo, jefe.

—¿Y bien?

—Nada. Es decir, si quiere, voy para ahí. Por ahora, basta con Janvier.

—¿Dónde está el hombre?

—En La Citanguette.

—¿La qué? ¿Qué es eso?

—Una taberna, cerca de Issy-les-Moulineaux. Tomaré un taxi y en seguida le pondré al corriente.

Maigret recorrió las dependencias y pidió al ordenanza que encargara café y
croissants
a la Brasserie Dauphine.

Empezaba a desayunar cuando el inspector Dufour, diminuto y correctísimo con su traje gris y un cuello postizo muy alto y tieso, entró con el aire misterioso que le era habitual.

—En primer lugar, ¿qué es La Citanguette? —masculló Maigret—. Siéntate.

—Una taberna para marineros, al borde del Sena, entre Grenelle e Issy-les-Moulineaux.

—¿Se dirigió allí directamente?

—¡Ni mucho menos! Y es un milagro que no nos haya despistado a Janvier y a mí.

—¿Has desayunado ya?

—Sí, en La Citanguette.

—Vamos, cuenta.

—Usted lo vio salir, ¿no? Al principio corrió, como si le aterrorizara la idea de que lo atraparan. No se calmó hasta llegar al Lion de Belfort, y lo contempló como atontado.

—¿Sabía que lo seguían?

—Yo diría que no. No se volvió ni una sola vez.

—¿Y después?

—Un ciego, o alguien que no conoce bien París, se habría comportado prácticamente de la misma manera. Enfiló de repente la calle que cruza el cementerio Montparnasse, ahora no recuerdo el nombre. No había ni un alma, el lugar era lúgubre. Sin duda no sabía dónde estaba, porque cuando descubrió las tumbas a través de la verja, echó a correr de nuevo.

—Sigue.

Maigret, con la boca llena, parecía más sereno.

—Llegamos a Montparnasse. Los cafés grandes ya estaban cerrados, pero todavía quedaban algunos clubs nocturnos abiertos. Recuerdo que se paró delante de uno en el que, desde fuera, se oía jazz. Una florista se le acercó con su canastilla de flores y él se alejó.

—¿En qué dirección?

—¡Diría que en ninguna! Enfiló el Boulevard Raspail; retrocedió por una calle transversal y pasó de nuevo por delante de la Gare Montparnasse.

—¿Qué aspecto tenía?

—¡Ninguno! En fin, el mismo que ante el juez de instrucción y que en la Audiencia: palidísimo. Y la mirada perdida, asustada. No sé qué decirle. Media hora después, estábamos en Les Halles.

—¿Y nadie habló con él?

—Nadie.

—¿No echó ninguna nota en algún buzón?

—No, jefe, se lo juro. Janvier lo seguía por una acera y yo por otra. Vimos todos sus movimientos. En una ocasión se paró un segundo ante un puesto donde venden salchichas calientes y patatas fritas, titubeó y siguió adelante, tal vez porque descubrió a un policía de uniforme.

—¿No te pareció que se dirigía a algún lugar concreto?

—En absoluto. Más bien parecía un borracho que camina al azar. Volvió a topar con el Sena en la Place de la Concorde, y entonces se le ocurrió seguir por la orilla. Se sentó dos o tres veces.

—¿Dónde?

—La primera vez en la balaustrada de piedra, la segunda en un banco. No me atrevería a jurarlo, pero creo que esa vez lloró. Por lo menos se cubrió la cara con las manos.

—¿No había nadie en el banco?

—Nadie. Siguió caminando, imagine la distancia, ¡hasta Molineaux! De vez en cuando se paraba para contemplar el agua. Los remolcadores empezaban a circular, después los obreros invadieron las calles camino de las fábricas. El seguía como si no tuviera la menor idea de lo que pensaba hacer.

—¿Eso es todo?

—Prácticamente. Espere, en el Pont Mirabeau se metió maquinalmente las manos en los bolsillos y sacó algo.

—¿Unos billetes de diez francos?

—Eso creímos Janvier y yo. Entonces buscó algo a su alrededor, seguramente una taberna. Pero en la orilla derecha no había nada abierto. Cruzó el río y, en un bar diminuto lleno de taxistas, tomó un café y una copa de ron.

—¿La Citanguette?

—¡Todavía no! A Janvier y a mí se nos doblaban las piernas. ¡Y no podíamos tomar nada para calentamos! Salió y dio vueltas y más vueltas. Janvier, que iba anotando todas las calles, le pasará un informe detallado. Al fin regresó a los muelles, cerca de una gran fábrica. Aquello es como un desierto. Hay algunos bosquecillos y yerba, como en el campo, entre dos montones de materiales de desecho. Cerca de una grúa hay algunas gabarras amarradas, puede que unas veinte.

»En cuanto a La Citanguette, es una fonda que uno no se espera encontrar allí, una pequeña taberna donde dan de comer. A la derecha hay un cobertizo, con un organillo y un cartel que anuncia: «Baile Sábados y Domingos». El hombre tomó otro café y ron. Le sirvieron unas salchichas después de hacerle esperar largo tiempo. Habló con el dueño y, al cabo de un cuarto de hora, desaparecieron los dos en el primer piso. Cuando el dueño regresó, yo entré. Le pregunté a bocajarro si alquilaba habitaciones, y él me contestó: «¿Por qué? ¿No están en regla?». En fin, un tipo que debe estar acostumbrado a tratar con la policía. No valía la pena mentirle. Preferí asustarlo; le dije que, si repetía una sola palabra a su cliente, cerraríamos su establecimiento.

»El dueño no lo conoce, ¡estoy seguro! Su clientela son principalmente marineros y, hacia las doce, los obreros de la fábrica vecina, que van a tomar un aperitivo antes de comer. En fin, cuando Heurtin entró en la habitación, se arrojó sobre la cama sin quitarse siquiera los zapatos. El dueño le regañó y se los arrojó al suelo; el hombre se durmió inmediatamente.

—¿Sigue Janvier allí? —preguntó Maigret.

—Allí está, sí. Se le puede telefonear, La Citanguette tiene teléfono porque los marineros a menudo necesitan ponerse en contacto con los armadores.

El comisario descolgó el teléfono. Instantes después tenía a Janvier al habla.

—¡Sí! ¿Qué hace nuestro hombre?

—Duerme.

—¿No ha aparecido ningún sospechoso?

—¡Nada, todo está en calma! Se le oye roncar desde la escalera.

Maigret colgó y examinó la menuda figura de Dufour de pies a cabeza.

—¿No se te escapará? —preguntó.

El inspector se disponía a protestar. Pero el comisario le puso la mano en el hombro y continuó con voz más grave:

—¡Escúchame, amigo mío! Ya sé que harás todo lo que puedas, ¡pero me estoy jugando el puesto! Y muchas cosas más. Por otra parte, yo no puedo ir en persona, porque el tipo me conoce.

—Le juro, comisario…

—¡No jures! ¡Vete! —Y, con un gesto brusco, guardó los diferentes documentos en la carpeta amarilla y luego metió ésta en un cajón—. Sobre todo, si necesitas más hombres, no dudes en pedirlos.

La fotografía de Joseph Heurtin se había quedado sobre la mesa, y Maigret observó por un instante su cara huesuda, con las orejas en soplillo y los largos labios exangües.

Tres médicos habían examinado al hombre. Dos de ellos habían declarado: «Inteligencia mediana. Plenamente responsable de sus actos».

El tercero, aportado por la defensa, había aventurado tímidamente: «Atavismo confuso. Responsabilidad atenuada».

Y Maigret, que había detenido a Joseph Heurtin, había afirmado al director de la policía, al fiscal y al juez de instrucción: «¡O está loco, o es inocente!».

Y se había empeñado en demostrarlo.

En el pasillo, se oyeron los pasos del inspector Dufour, que se alejaba dando saltitos.

«Duerme»

Eran las once cuando Maigret, después de una breve entrevista con el juez Coméliau, quien no acababa de tranquilizarse, llegó a Auteil.

El tiempo era gris, el empedrado de la calle estaba sucio, y el cielo, muy bajo, casi a la altura de los tejados.

A lo largo del muelle que el comisario recorría se alineaban edificios señoriales, mientras en la otra orilla empezaba a asomar un decorado de suburbio: fábricas, solares, muelles de descarga atestados de materiales amontonados…

Entre esos dos ambientes, el Sena, de un color gris plomizo, agitado por el vaivén de los remolcadores.

No le fue difícil descubrir La Citanguette, incluso de lejos, porque la casa, solitaria, se alzaba en medio de un terreno donde se acumulaba de todo: montones de ladrillos, viejos chasis de coches, cartones embreados e incluso raíles de ferrocarril.

La edificación, de dos plantas y pintada de un rojo espantoso, tenía una terraza con tres mesas y el típico toldo con las palabras: «vinos-bocadillos».

Unos descargadores —que al parecer habían cargado cemento porque estaban cubiertos de un polvillo claro—, al salir, en el umbral, estrecharon la mano de un hombre con delantal azul, el dueño de la taberna, y después se dirigieron sin prisas hacia una gabarra amarrada en el muelle.

Maigret tenía aspecto cansado y la mirada apagada, pero no se debía a que acabara de pasar la noche en vela.

Era característico en él abandonarse de ese modo, relajarse cada vez que, después de perseguir enconadamente un objetivo, lo tenía por fin al alcance de la mano.

Sentía cierto hastío, contra el cual no reaccionaba.

Justo frente a La Citanguette descubrió un hotel, entró y se dirigió al mostrador de recepción.

—Querría una habitación que diera al muelle.

—¿Por meses?

Se encogió de hombros. No era el momento más oportuno para contrariarlo.

—¡Por el tiempo que me parezca! Policía Judicial.

—No tenemos nada libre.

—Muy bien. Entrégueme su registro.

—Bueno, espere. Llamaré al empleado del piso para ver si la dieciocho…

—¡Imbécil! —gruñó Maigret entre dientes.

Le dieron la habitación, evidentemente. Era un hotel de lujo. El mozo preguntó:

—¿Hay que recoger el equipaje?

—En absoluto. Sólo necesito unos prismáticos, tráigamelos.

—Pero… No sé si…

—¡Vamos! Ve a buscar unos prismáticos donde sea.

Se quitó el abrigo dando un suspiro, abrió la ventana y llenó una pipa. Antes de cinco minutos le trajeron unos gemelos de nácar.

—Son de la directora del hotel. Le pide por favor que…

—¡De acuerdo! ¡Lárgate!

Ya conocía la fachada de La Citanguette en sus más mínimos detalles.

Por una ventana abierta de la primera planta se veía una cama sin hacer, con un enorme edredón colorado puesto a un lado y unas pantuflas de felpa sobre una piel de cordero.

«¡La habitación del dueño!».

Al lado, una ventana cerrada. A continuación una tercera, abierta, en cuyo marco se peinaba una mujer en blusa.

«La dueña. O la sirvienta».

Abajo, el propietario limpiaba las mesas. En una de ellas, delante de una botella de vino tinto, estaba instalado el inspector Dufour.

Era evidente que los dos hombres hablaban.

Más lejos, al borde del muelle de piedra, un joven rubio, con impermeable y una gorra gris, parecía vigilar la descarga de la gabarra de cemento.

Se trataba del inspector Janvier, uno de los más jóvenes agentes de la Policía Judicial.

En su habitación, el comisario se dirigió a la cabecera de la cama, donde había un teléfono, y lo descolgó.

—¿Recepción?

—¿Desea algo?

—Póngame con la taberna que está en la otra orilla y que se llama La Citanguette.

—¡Muy bien! —dijo una voz afectada.

Tardaron. Por la ventana Maigret vio finalmente cómo el dueño soltaba su trapo y se dirigía a una puerta. Después sonó el timbre de la habitación.

—Tiene el número que ha pedido.

—¡Oiga! ¿La Citanguette? ¿Quiere avisar al cliente que está en su establecimiento?… ¡Sí! No hay error posible porque sólo hay uno.

Y vio cómo el dueño, asombrado, se dirigía a Dufour, que entró en la cabina.

—¿Eres tú?

—¿Es usted, jefe?

—Estoy enfrente, en el hotel que se ve desde la cabina. ¿Qué hace nuestro hombre?

—Duerme.

—¿Lo has visto?

—Hace un momento pegué la oreja a la puerta y lo oí roncar. Así que entreabrí la puerta y lo observé: está acurrucado en la cama, completamente vestido.

—¿Estás seguro de que el dueño no le ha avisado?

—¡Tiene demasiado miedo de la policía! Hace algún tiempo tuvo problemas. Lo amenazaron con quitarle el permiso, de modo que obedece.

—¿Cuántas salidas hay?

—Dos: la entrada principal y una puerta que da a un patio. Desde su puesto, Janvier vigila esa salida.

—¿No ha subido nadie al piso?

—No. Y nadie puede hacerlo sin pasar junto a mí, porque la escalera está en la misma taberna, detrás de la barra.

—Muy bien. Come ahí, ¡te llamaré dentro de un rato! Procura tener el aspecto del empleado de un armador.

Maigret colgó, arrastró un sillón hasta la ventana abierta, sintió frío y descolgó el abrigo para cubrirse con él.

—¿Ha terminado? —preguntó la telefonista del hotel.

—¡He terminado, sí! Que me suban cerveza. ¡Y picadura!

—No tenemos tabaco.

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