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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

La cabeza de un hombre (13 page)

—Siéntate aquí, tomarás una copa conmigo. ¡Mozo! Un Chartreuse para la señora.

Los ojos de Radek buscaron a Maigret: sabía que estaba sentado a pocos metros de distancia.

—¡Mira! Para empezar, te compro todos tus periódicos. Pero tienes que contarlos.

La vieja, atemorizada, no sabía si debía obedecer o irse. Pero el checo le mostró un billete de cien francos y ella comenzó a contar nerviosamente sus diarios.

—¡Bebe! ¿Dices que tienes cuarenta diarios? A cinco céntimos cada uno… ¡Espera! ¿Te gustaría ganar otros cien francos?

Maigret, que veía y oía todo, no se inmutaba, y simulaba incluso no darse cuenta de lo que ocurría.

—Doscientos francos, trescientos… ¡Aquí están! ¿Quieres quinientos? Pero, para ganarlos, tienes que cantamos algo. ¡Las manos quietas! Primero canta.

—¿Qué tengo que cantar?

La pobre mujer estaba alterada. Una viscosa gota de licor le caía por la barbilla salpicada de pelos grises. Los de las mesas cercanas se daban codazos.

—Canta lo que quieras, algo divertido. Y, si bailas, tendrás cien francos más.

Fue atroz. La desdichada no apartaba la vista de los billetes. Y mientras, con su voz cascada, comenzaba a canturrear una coplilla imposible de reconocer, alargaba un brazo hacia el dinero.

—¡Ya basta! —exclamaron los vecinos.

—¡Canta! —ordenó Radek.

Seguía espiando a Maigret. Se alzaron más protestas. Un camarero se acercó a la mujer y quiso echarla de allí. Ella se obstinaba y se agarraba a la esperanza de conseguir una cantidad fabulosa.

—Canto para este joven caballero. Me ha prometido…

El final fue aún más patético. Intervino un agente y se llevó a la vieja, que no había recibido un céntimo, y un camarero corrió tras ella para devolverle los periódicos.

Hubo muchas escenas semejantes en tres días. Desde hacía tres días, en efecto, el comisario Maigret, con la frente testaruda y la boca agria, seguía a Radek paso a paso, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana.

Al principio, el checo había intentado reanudar la conversación. Había repetido:

«¡Ya que no quiere abandonarme, caminemos juntos! Será más divertido».

Maigret se había negado. En La Coupole o en cualquier otro local, se instalaba en una mesa próxima a la de Radek. En la calle, caminaba ostensiblemente tras sus pasos.

El otro se impacientaba. Era una lucha de nervios.

El entierro de William Crosby ya había tenido lugar, y en él se habían mezclado dos mundos muy diferentes: el fastuoso mundo de la colonia estadounidense de París y la multitud abigarrada de Montparnasse.

Las dos mujeres, tal como había predicho Radek, vestían de luto riguroso. Y el propio checo había seguido a la comitiva hasta el cementerio sin pestañear y sin dirigir la palabra a nadie.

Durante esos tres días todo fue tan inverosímil que parecía una pesadilla.

«¡De todos modos, no entenderá nada!», repetía a veces Radek volviéndose a Maigret.

Este fingía no entender, y permanecía tan impasible como un muro. Su acompañante no había podido encontrar su mirada más de una o dos veces.

Simplemente, lo seguía. No parecía buscar nada. Era una presencia alucinante, terca, permanente.

Radek pasaba sus tardes en los cafés, ocioso. De repente, ordenaba al camarero: «Llame al gerente». Y cuando éste se presentaba, decía: «Como puede usted ver, el mozo que me ha servido lleva las manos sucias».

Sólo pagaba con billetes de cien o de mil francos y se guardaba la vuelta en cualquiera de sus bolsillos.

En el restaurante, devolvía los platos que no eran de su agrado. Un día, después de un almuerzo de ciento cincuenta francos, anunció al
maître
:

—¡Se va a quedar sin propina! El servicio ha sido muy lento.

Y por las noches se arrastraba por los cabarets y los clubs nocturnos, invitando a beber a las chicas, manteniéndolas en vilo hasta el último momento; y de repente arrojaba un billete de mil francos en medio de la sala anunciando: «Para la que lo pille».

En una ocasión se produjo una verdadera batalla y una mujer fue expulsada del local mientras Radek, de acuerdo con su costumbre, acechaba la reacción de Maigret.

No intentaba escapar a la vigilancia de que era objeto. ¡Al contrario! Si tomaba un taxi, aguardaba a que el comisario hubiera parado otro a su vez.

El entierro se había celebrado el 22 de octubre. A las once de la noche del día 23, Radek cenó en un restaurante del barrio de los Campos Elíseos.

Al acabar, a las once y media, salió, seguido de Maigret; eligió un taxi confortable e indicó una dirección en voz baja.

Los dos autos no tardaron en circular, uno tras otro, en dirección a Auteil. Y habría sido inútil buscar en la ancha cara del policía cualquier huella de emoción, impaciencia o cansancio, pese a que no había dormido en cuatro días.

Pero sus ojos estaban un poco más atentos que de costumbre.

El primer taxi recorrió los muelles, cruzó el Sena por el Pont Mirabeau y se metió, dando tumbos, por el camino que lleva a La Citanguette.

A cien metros del edificio, Radek hizo detener el taxi, dijo unas palabras al taxista y caminó, con las manos en los bolsillos, hasta el muelle de descarga situado frente a La Citanguette.

Una vez allí se sentó en una bita de amarre, encendió un cigarrillo, se aseguró de que Maigret le había seguido y se mantuvo inmóvil.

A las doce no había ocurrido nada. En la taberna, tres árabes jugaban a los dados y un hombre dormitaba en un rincón, probablemente abotargado por el alcohol. El dueño de La Citanguette lavaba los vasos. En el primer piso no había ninguna luz.

A las doce y cinco minutos un taxi avanzó por el camino, se paró delante de la puerta y una mujer, tras un instante de vacilación, entró rápidamente en el local.

Los ojos sarcásticos de Radek buscaban a Maigret casi con desespero. La bombilla, sin pantalla, iluminaba a la mujer. Esta llevaba un abrigo negro y un ancho cuello de pieles oscuro. En cualquier caso, era imposible no reconocer a Ellen Crosby.

Ella habló en voz baja al dueño, inclinándose sobre el mostrador de estaño. Los árabes dejaron de jugar para mirarla.

Desde fuera no se oían las voces, pero se adivinaba el aturdimiento del dueño y la incomodidad de la estadounidense.

Instantes después, el hombre se dirigió hacia la escalera que nacía detrás del mostrador. Ella lo siguió. Después se vio luz en una ventana del primer piso: la correspondiente a la habitación que Joseph Heurtin había ocupado tras la evasión.

El dueño regresó solo. Los árabes lo interrogaron y, al responderles, hizo un gesto con los hombros que quería decir: «¡Yo tampoco entiendo nada! ¡Bah! Al fin y al cabo, es algo que no nos concierne».

En las ventanas del primer piso no había postigos. Las cortinas eran casi transparentes. Se podían seguir casi todos los movimientos de Mistress Crosby.

—¿Un cigarrillo, comisario?

Maigret no contestó. La joven, arriba, se había acercado a la cama y empezó a quitar las mantas y las sábanas.

Se la vio levantar algo informe y pesado, y se entregó a una extraña actividad. Después, de repente, se acercó a la ventana con aspecto preocupado.

—Parece que se ha enfadado con el colchón, ¿no? O mucho me equivoco, o está descosiéndolo. Extraña tarea para una persona que siempre ha tenido criados.

A los dos hombres los separaban menos de cinco metros de distancia. Pasó un cuarto de hora.

—Cada vez más complicado, ¿eh?

La voz del checo delataba impaciencia. Maigret se guardaba muy bien de contestar; ni siquiera pestañeaba.

Eran algo más de las doce y media cuando Ellen Crosby apareció de nuevo en la sala del café, arrojó un billete sobre el mostrador, salió subiéndose el cuello de piel y corrió hacia el taxi, que la había esperado.

—¿La seguimos, comisario?

Uno tras otro, los tres taxis se pusieron en marcha. Pero Mistress Crosby no se dirigía a París. Media hora después llegaban a Saint-Cloud, y ella bajó del coche en las proximidades de la mansión.

Se la veía muy menuda mientras recorría la acera, al otro lado de la calle, como quien no sabe qué hacer.

De repente cruzó la calzada, rebuscó una llave en su bolso y, al instante siguiente, entraba en el recinto, cerrando tras de sí la verja con un ruido sordo.

Las luces no se encendieron. La única señal de vida fue un pequeño resplandor intermitente en las habitaciones del primer piso, como si alguien, de vez en cuando, prendiera un fósforo.

La noche era fresca. Las farolas de la carretera se cubrían con un halo algodonoso de humedad.

Los taxis de Maigret y de Radek se habían parado a doscientos metros de la mansión; el de Mistress Crosby estaba aparcado, solitario, casi junto a la verja.

El comisario había salido de su vehículo y rondaba la calle, hundiendo las manos en los bolsillos y fumando su pipa a bocanadas nerviosas.

—¿Qué? ¿No piensa ir a ver lo que ocurre?

Maigret no contestó y prosiguió su monótono paseo.

—¡Es posible que se equivoque, comisario! Imagínese que ahora, o mañana, aparece en la casa un nuevo cadáver.

Maigret no pestañeó, y Radek arrojó al suelo su cigarrillo, consumido a medias, después de destrozarlo con la punta de las uñas.

—Le he dicho ya mil veces que jamás entendería nada. Y ahora le repito que…

El comisario le dio la espalda. Y transcurrió casi una hora. Todo seguía en silencio. Detrás de las ventanas de la mansión, ya ni siquiera se veía la llama temblorosa del fósforo.

El conductor del taxi de Mistress Crosby, preocupado, había abandonado su asiento y avanzado hasta la verja.

—Suponga, comisario, que hay otra persona en la casa.

Entonces Maigret miró a Radek a los ojos de tal manera que lo obligó a enmudecer.

Cuando, instantes después, Ellen Crosby salió corriendo y se metió en el taxi, llevaba algo en la mano, un objeto de unos treinta centímetros de longitud, envuelto en un papel blanco o en una tela.

—¿No siente la curiosidad de ver qué…?

—Dígame, Radek…

—¿Sí?

El taxi de la estadounidense se alejaba hacia París. Maigret no esbozó ni el gesto de seguirlo.

El checo parecía nervioso. Sus labios estaban agitados por un leve temblor.

—¿Quiere que entremos nosotros? —aventuró Maigret.

—Pero… —titubeó el otro, con la actitud de quien ha concebido un programa y de repente tropieza con un incidente imprevisto.

Maigret le colocó pesadamente la mano en el hombro.

—Los dos lo entenderemos todo, ¿no es cierto?

Radek rió, pero sin ganas.

—¿No se decide? —siguió Maigret—. ¿Teme, como decía hace un momento, encontrarse ante un nuevo cadáver? ¡Bah! ¿De quién podría ser? Mistress Henderson está muerta y enterrada, su doncella está muerta y enterrada, Crosby está muerto y enterrado, su mujer acaba de salir, perfectamente viva, y Joseph Heurtin está encerrado en la enfermería especial de la Santé. ¿Quién queda? ¿Edna? Pero ¿qué diablos hace ella aquí?

—¡Lo acompaño! —masculló Radek entre dientes.

—Entonces comenzaremos por el principio. Para entrar en la casa, hace falta una llave.

Sin embargo, no fue una llave lo que el comisario sacó del bolsillo, sino una cajita de cartón, atada, que tardó largo rato en abrir y de la que sacó finalmente la llave de la verja.

—Aquí está. Sólo nos queda entrar como si estuviéramos en nuestra casa, ya que no hay nadie. Porque no hay nadie en la casa, ¿verdad?

¿Cómo se había producido este cambio? ¿Y por qué? Radek ya no miraba a su acompañante con ironía, sino con una inquietud imposible de ocultar.

—¿Quiere guardarse esta cajita en el bolsillo? Es posible que dentro de un rato la necesitemos. —Maigret dio el interruptor de la luz, golpeó su pipa contra el tacón para hacer caer las cenizas y llenó otra—. Subamos. Fíjese, al asesino de Mistress Henderson se lo pusieron todo tan fácil como a nosotros: ¡dos mujeres dormidas, ningún perro, sin portero! Y, además, alfombras en todas partes. ¿Vamos? —El comisario ni se molestaba en observar al checo—. Tenía usted razón hace un instante, Radek. Para mí sería una desagradable sorpresa que nos tropezáramos con un cadáver. Ya conoce la fama del juez Coméliau. Me reprocha que no haya impedido el suicidio de Crosby, que en cierto modo se produjo en mi presencia. Me reprocha que sea incapaz de explicar el drama. ¡Imagine ahora un nuevo asesinato! ¿Qué diría? ¿Qué haría? He dejado escapar a Mistress Crosby. En cuanto a usted, imposible acusarle, porque no nos hemos separado ni un instante. En realidad, desde hace tres días resulta difícil decir quién de los dos sigue los pasos del otro. ¿Es usted quien me sigue? ¿Soy yo quien le sigo? —Era como si hablara consigo mismo. Habían llegado al primer piso y Maigret, después de cruzar el tocador, entró en el dormitorio donde había sido asesinada Mistress Hender— son—. Pase, Radek. Supongo que no le impresiona pensar que aquí fueron asesinadas dos mujeres, ¿no? Un detalle que usted tal vez ignore es que la policía nunca logró encontrar el cuchillo. El tribunal supuso que Heurtin, al escapar, lo arrojó al Sena. —Maigret se sentó al borde de la cama, en el mismo lugar en que había sido hallado el cadáver de la estadounidense—. ¿Quiere usted saber lo que pienso? Pues bien, el asesino ocultó el cuchillo aquí. Pero lo ocultó muy bien, tan bien que al registrar la casa no lo vimos. ¡Vaya, vaya! ¿Se ha fijado en la forma del paquete que llevaba Mistress Crosby? Treinta centímetros de longitud y pocos centímetros de anchura; en suma, las dimensiones de un sólido puñal. Tenía usted razón, Radek, es una historia horriblemente complicada. Pero… ¡Vaya!

Se inclinó sobre el parquet encerado, en el que se distinguían con bastante claridad huellas de pisadas. Se identificaba un minúsculo tacón de un zapato de mujer.

—¿Tiene usted buena vista? Entonces, ayúdeme e intente seguir estas huellas. Quién sabe, es posible que así descubramos qué ha venido a hacer aquí Mistress Crosby esta noche.

Radek vaciló y miró a Maigret con atención, como un hombre que se pregunta qué papel esperan que interprete. Pero en la cara del comisario era imposible leer nada.

—Las pisadas nos llevan a la habitación de la dama de compañía, ¿no es cierto? ¿Y después? Agáchese, amigo mío. Usted todavía no pesa cien kilos. Mire, al parecer los pasos se detienen delante de ese armario. ¿Es un ropero? ¿Está cerrado con llave? ¡No! Aguarde antes de abrirlo. Usted hablaba de un cadáver. ¿Qué le parece? ¿Y si hubiera uno ahí detrás?

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