—¡No está mal! —murmuró una voz detrás de Maigret.
Este se giró. Era el checo en persona, con aire taciturno, aunque una chispa apenas perceptible le iluminaba las pupilas. Prosiguió al tiempo que se sentaba:
—La verdad es que era sencillísimo. Ahora ya sabe que recibí el dinero ayer por la mañana en la mensajería del Boulevard Raspail, un dinero que estaba el día antes en el bolsillo del pobre Crosby. Pero ¿fue el propio Crosby quien lo mandó? Ahí reside todo el problema.
—¿Acaso el ordenanza le ha dejado pasar?
—Estaba ocupado con una señora. Yo he fingido que era de la casa y he visto su nombre en la puerta. ¡Qué gracia! ¡Y pensar que estamos en las dependencias de la policía superior!
Maigret observó que tenía la cara fatigada, no como la de un hombre después de pasar una noche en blanco, sino como la de un enfermo que acaba de sufrir un ataque. Tenía ojeras y los labios palidísimos.
—¿Tiene algo que decirme?
—No lo sé. Quería, sobre todo, tener noticias suyas. ¿Llegó bien a casa anoche?
—¡Muy bien, gracias!
Desde donde estaba, descubrió el resumen que el comisario había redactado para precisar sus ideas, y la sombra de una sonrisa flotó en sus labios.
—¿Conoce el caso Taylor? —preguntó a bocajarro—. Aunque probablemente no lea usted periódicos estadounidenses. Desmond Taylor, uno de los directores de cine más conocidos de Hollywood, fue asesinado en 1922. Se sospechó de más de una docena de artistas de cine, entre ellos varias hermosas mujeres. Todos los sospechosos fueron puestos en libertad. Pues bien, ¿sabe usted lo que se escribe actualmente, después de tantos años? Cito de memoria, pero sepa que poseo una memoria excelente:
«Desde el comienzo de la investigación, la policía supo quién había matado a Taylor. No obstante, las pruebas de que disponía eran tan insuficientes y débiles que, aunque el propio culpable se hubiera entregado, se habría visto obligado a aportar pruebas materiales y a presentar testigos a fin de corroborar su confesión».
Maigret miró a su interlocutor con asombro, y éste, cruzando las piernas y encendiendo un cigarrillo, prosiguió:
—Tenga en cuenta que estas palabras fueron pronunciadas por el jefe de la policía en persona. De eso hace un año. No he inventado ni una sola sílaba. Y, claro está, jamás detuvieron al asesino de Taylor.
El comisario, fingiendo indiferencia, se recostó en su sillón, puso los pies sobre el escritorio, y esperó con el aire desenvuelto de quien tiene tiempo pero no un interés excesivo por la conversación.
—En realidad, ¿se ha decidido usted a informarse sobre William Crosby? Con motivo del crimen, la policía no lo creyó oportuno, o no se atrevió a hacerlo.
—¿Me trae usted información? —dijo Maigret desdeñoso.
—Si lo desea, puedo darle alguna pista. Todo el mundo, en Montparnasse, podría ponerle al corriente. En primer lugar, en el momento de la muerte de su tía, tenía deudas que ascendían a más de seiscientos mil francos, y el propio Bob, el
barman
de La Coupole, le prestaba dinero. Es algo que suele ocurrir en las mejores familias. Por muy sobrino de Henderson que fuera, nunca fue muy rico. Otro de sus tíos es multimillonario y un primo suyo es director de un importante banco estadounidense, pero su padre se arruinó hace diez años. ¿Empieza a comprender? En suma, era el pariente pobre. Para colmo, todos sus tíos y tías tienen hijos, salvo los Henderson. Así que se pasó la vida esperando la muerte del viejo, y después la de Mistress Henderson, los dos de más de setenta años. ¿Qué me dice?
—Nada.
El silencio de Maigret molestaba claramente al checo.
—Usted sabe tan bien como yo que en París, si se lleva un apellido que tiene cierto valor, se puede vivir perfectamente sin dinero. Crosby era, además, un muchacho encantador. Como jamás trabajó, disfrutaba de un buen humor desbordante. Era como un niño grande dichoso de vivir y de disfrutar con todo. ¡Sobre todo con las mujeres! Sin mala intención, claro está. Ya ha visto a Mistress Crosby. La quería mucho.
»Pero eso no impedía que… Afortunadamente, entre los testigos de ese tipo de cosas se da una auténtica masonería. Yo he visto a Crosby y a su mujer tomar el aperitivo juntos en La Coupole. Una joven esperaba, le hacía una seña a William, y él anunciaba:
»«¿Me disculpas? Tengo que hacer algo en el barrio».
»Y todo el mundo sabía que se disponía a pasar media hora en el primer hotel de la Rue Delambre que encontrara. ¡Y no una vez! ¡Cien veces! Y, naturalmente, Edna Reichberg también era su amante, aunque pasaba horas bromeando con Mistress Crosby. ¡Y así con muchísimas mujeres más!
»No podía negarles nada. Yo creo que las quería a todas…
Maigret bostezó y se desperezó.
—Otras veces, sin ni siquiera saber cómo pagaría luego el taxi, invitaba a rondas de quince cócteles a personas que apenas conocía. ¡Y él se reía! Nunca lo vi preocupado. Imagínese a un ser que ha recibido desde la cuna el don del buen humor, un ser al que todo el mundo quiere, que a su vez quiere a todo el mundo, al que se le perdona todo, ¡incluso cosas que no se le perdonarían a nadie! ¡Un ser, al mismo tiempo, al que todo le sale bien! ¿Le gusta a usted el juego? ¿Sabe usted lo que es ver cómo tu contrincante saca siete, y das vuelta a tus cartas y sacas ocho, y a la jugada siguiente él saca ocho y tú nueve? Como si todo se desarrollara no en el terreno de las pobres realidades, sino en el terreno del sueño. Pues bien, así era Crosby. Y cuando heredó quince o dieciséis millones, estaba en las últimas, porque creo que había imitado la firma de algunos miembros ilustres de su familia para pagar sus deudas.
—¡Se suicidó! —lo interrumpió secamente Maigret.
Entonces el checo soltó una risa silenciosa, imposible de interpretar. Se levantó para arrojar su cigarrillo a la carbonera y volvió a su asiento.
—¡No se suicidó hasta ayer! —exclamó entonces de manera enigmática.
—¡Dígame, Radek! —La voz de Maigret, de repente, se volvió grosera. Y el comisario, que se había levantado, miraba a Radek a los ojos, de arriba abajo. Hubo un silencio casi angustioso. Al fin, Maigret continuó—: ¿Qué demonios ha venido a hacer aquí?
—He venido para charlar, o, si lo prefiere, para ofrecerle mí ayuda. Confiese que le habría llevado algún tiempo obtener las informaciones que acabo de darle sobre Crosby. ¿Quiere otras, no menos auténticas? Ya ha visto a la pequeña Reichberg, tiene veinte años. Pues bien, hace casi un año que era la amante de William, se pasaba el día con Mistress Crosby y le hacía carantoñas a ésta. Lo que no impedía que, desde hacía mucho tiempo, ella y Crosby decidieran que este último se divorciaría para casarse con ella. Sin embargo, para casarse con la hija del rico industrial Reichberg, William necesitaba dinero, mucho dinero.
»¿Qué más quiere? ¿Informaciones sobre Bob, el
barman
de La Coupole? Usted lo ha conocido con la chaquetilla blanca y la servilleta en la mano, pero eso no impide que gane de cuatrocientos a quinientos mil francos al año y que posea una magnífica villa en Versalles y un coche de lujo. ¡Todo a base de propinas! —Radek comenzaba a ponerse nervioso. Su voz tenía algo de anormal, de chirriante—. Durante todo ese tiempo, Joseph Heurtin ganaba seiscientos francos al mes pedaleando por París, durante diez o doce horas al día, en la bicicleta de reparto cargada hasta los topes.
—¿Y usted?
La frase cayó cruelmente, al tiempo que la mirada de Maigret se detenía en los ojos del checo.
—¡Oh, yo…!
Y los dos hombres callaron. Maigret comenzó a pasear a grandes zancadas por su despacho. Sólo se paró para recargar la estufa, mientras Radek encendía otro cigarrillo.
La situación le parecía extraña. Era difícil adivinar qué había ido a hacer allí el visitante. No parecía dispuesto a irse. Tenía más bien el aspecto de esperar algo.
Y Maigret estaba decidido a no satisfacer su curiosidad interrogándolo. Además, ¿qué podía preguntarle?
Radek fue el primero en hablar, o, mejor dicho, en murmurar:
—¡Un crimen precioso! Me refiero al del director Desmond Taylor. Se hallaba a solas en la habitación del hotel en el que se alojaba, y lo visitó una joven estrella de cine. Nadie, después, volvió a verle con vida. Vieron a la estrella en cuestión salir de su casa sin que él la acompañara. Sin embargo, no fue ella quien lo mató.
Estaba sentado en la silla que Maigret reservaba habitualmente a sus visitantes y que estaba colocada bajo una fuerte luz. Era una luz intensa, casi de hospital.
Jamás el rostro del checo había sido tan interesante. Tenía la frente alta, con prominencias y numerosas arrugas que, no obstante, no le envejecían demasiado.
El cabello largo y pelirrojo introducía la nota de bohemia internacional, subrayada por la camisa de cuello muy bajo, de una sola pieza, sin corbata y de color oscuro.
Radek no era flaco, y, sin embargo, parecía enfermizo, quizá porque sus carnes carecían de firmeza. De igual manera, el borde de sus labios tenía algo malsano.
Se excitaba de una manera muy especial, y hubiera llamado la atención de un psicólogo: ni un solo músculo de su rostro se movía, pero las pupilas parecían acusar de repente una tensión más fuerte, dando a su mirada una intensidad molesta.
—¿Qué harán con Heurtin? —preguntó tras cinco minutos de silencio.
—Lo decapitarán —gruñó Maigret, con las dos manos en los bolsillos del pantalón.
Hubo un momento de tensión extrema. Radek soltó una risita chirriante.
—¡Naturalmente! Un hombre de seiscientos francos al mes… A propósito. ¡Hagamos una apuesta! Yo afirmo que en el entierro de Crosby las dos mujeres irán de luto riguroso y llorarán la una en los brazos de la otra; me refiero a Mistress Crosby y a Edna. Pero, dígame, comisario, ¿está usted seguro, al menos, de que se ha suicidado? —Rió. Era inesperado. Todo en él era inesperado, y en primer lugar la visita—. ¡Es tan fácil hacer pasar un asesinato por un suicidio! Tanto que, si a la misma hora yo no hubiera estado con el bueno del inspector Janvier, usted me habría acusado del crimen, sólo por si acaso. ¿Está usted casado?
—Sí, ¿y qué?
—Nada. ¡Tiene usted suerte! ¡Una esposa! Una posición mediocre, la satisfacción del deber cumplido… El domingo debe de ir usted a pescar, a menos que sea jugador de billar, ¿no? ¡A mí me parece admirable! Sólo que hay que comenzar desde el principio. Hay que nacer de un padre que tenga principios y que juegue también al billar.
—¿Dónde conoció usted a Joseph Heurtin?
Maigret había lanzado la frase creyendo hacer algo muy sutil. Todavía no la había terminado y ya se arrepentía.
—¿Dónde lo conocí? ¡En los diarios, como todo el mundo! A menos que, ¡Dios mío!, qué complicada es la vida. ¡Cuando pienso que usted está ahí, escuchándome, incómodo, observándome sin conseguir formarse una opinión, y que su posición, sus salidas de pesca o sus partidas de billar están en juego! ¡A su edad, con veinte años de leales servicios! Porque usted ha tenido la desgracia, por una vez en toda su vida, de tener una idea y de ponerla en práctica. ¡Podría llamarse una veleidad de genio! Como si el genio no se adquiriera en la cuna… No se comienza a los cuarenta y cinco años. Tiene usted esa edad, ¿no es cierto?
»Debió dejar que ejecutaran a Heurtin. Usted habría conseguido un ascenso. En realidad, ¿qué gana un comisario de la Policía Judicial? ¿Dos mil francos? ¿Tres mil? ¿La mitad de lo que Crosby gastaba en copas? Y, de hecho, ¿cómo explicará el suicidio de ese muchacho? ¿Una historia de amor? Piense que habrá siempre malas lenguas que relacionarán su muerte con la huida de Heurtin. Y todos los Crosby, los Henderson, los primos y los primos segundos, que tanto poder tienen en Estados Unidos, mandarán cablegramas para reclamar discreción. Yo, en su lugar… —Se levantó a su vez y apagó el cigarrillo aplastándolo en la suela de su zapato—. Yo, en su lugar, comisario, buscaría una salida. ¡Mire! Yo arrestaría, por ejemplo, a un tipo con respecto al cual nadie emprenderá presiones diplomáticas, un individuo como Radek, cuya madre era sirvienta en una pequeña ciudad de Checoslovaquia. ¿Acaso los parisienses saben dónde se encuentra exactamente Checoslovaquia? —Le vibraba la voz, a su pesar. Rara vez se le notaba el acento extranjero—. De todos modos, esto acabará como el caso Taylor. Si yo tuviera tiempo… En el caso Taylor, por ejemplo, no había huellas dactilares ni nada parecido. ¡Mientras que Heurtin ha dejado sus huellas por doquier y se ha exhibido en Saint-Cloud! Crosby necesitaba dinero a cualquier precio y ¡se suicida en el momento en que se reanuda la investigación!
»¡Y, finalmente, yo! ¿Pero qué he hecho yo? Jamás dirigí la palabra a Crosby, y él ni siquiera conocía mi nombre, jamás me había visto. Y pregúntele a Heurtin si ha oído hablar de Radek. Pregunte en Saint-Cloud si han visto alguna vez a alguien como yo. Sin embargo, ahora estoy en los locales de la Policía Judicial. Un inspector me espera abajo para espiar todos mis desplazamientos. A propósito, ¿sigue siendo Janvier? Me encantaría. Es joven y simpático, aunque soporta muy mal el alcohol: tres cócteles y ya flota en una especie de nirvana. Dígame, comisario, ¿a quién hay que dirigirse para hacer una donación de varios miles de francos al Hogar del Policía Jubilado?
Con despreocupación, sacó un fajo de billetes de banco de un bolsillo y lo guardó; sacó otro fajo de otro bolsillo, y también lo guardó, esta vez en el bolsillo del chaleco.
Mostró un mínimo de cien mil francos.
—¿Eso es todo lo que tiene que decirme?
Era Radek quien se dirigía a Maigret, con un despecho que no conseguía ocultar.
—Eso es todo.
—¿Quiere que yo le diga algo, comisario?
Silencio.
—¡Pues bien, nunca entenderá nada de todo esto!
Recogió su sombrero negro y alcanzó la puerta con torpeza, malhumorado, mientras el comisario murmuraba entre dientes: «¡Canta, gorrioncito! ¡Canta!».
—¿Cuánto ganas vendiendo periódicos?
En la terraza de un café de Montparnasse, Radek, ligeramente apoyado en el respaldo de su asiento y con una terrible sonrisa en los labios, fumaba un cigarro habano.
Una pobre vieja se deslizaba entre las mesas y ofrecía diarios vespertinos a los clientes murmurando una confusa plegaria. Era ridícula y digna de lástima de pies a cabeza.
—¿Cuánto?
La vieja no lo entendía, y su mirada apagada demostraba que sólo le quedaba una insignificante chispa de inteligencia.