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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

La cabeza de un hombre (7 page)

—No. —Al darse cuenta de que el hombre del yogur podía oírle, Maigret bajó la voz para añadir—: Llame en mi nombre a la Policía Judicial. Dígales que envíen dos hombres, si es posible a Lucas y a Janvier. ¿Lo ha entendido?

—¿Es por este vagabundo?

—Da igual.

Era una hora de calma, después de la hora ruidosa del aperitivo.

El pelirrojo, impertérrito, no se había movido ni estremecido. La mujer de negro pasó una página del diario.

El otro camarero miraba a Maigret con curiosidad. Y los minutos pasaron, fluyeron, por así decirlo, con cuentagotas, segundo a segundo.

El camarero hacía cuentas, y dejaba oír un rumor de billetes de banco y un tintineo de monedas. El que había telefoneado regresó.

—Me han contestado que de acuerdo.

—Gracias.

El comisario aplastaba el endeble taburete con su volumen, fumaba una pipa tras otra y vaciaba maquinalmente su vaso de whisky; había olvidado que aún no había almorzado.

—Un café con leche.

La voz procedía del rincón donde estaba instalado el hombre del yogur. El camarero se encogió de hombros mirando a Maigret y gritó hacia la ventanilla del fondo:

—¡Uno con leche! ¡Uno! —Y se dirigió en voz baja al comisario—: Este ya está servido hasta las siete de la tarde. Es como la otra de allí.

Con la barbilla señalaba a la rusa.

Pasaron veinte minutos. Heurtin, cansado de deambular, se había parado en la acera; un hombre que subía a un coche lo confundió con un mendigo y le tendió una moneda que el otro no se atrevió a rechazar.

¿Le quedaba algo de sus veinte y tantos francos? ¿Había comido algo desde la víspera? ¿Había dormido?

El bar lo atraía. Y se acercó de nuevo, temeroso, vigilando a los camareros y a los empleados, que ya lo habían expulsado en una ocasión de la terraza.

Esta vez era la hora tranquila y pudo alcanzar los cristales, en los que pegó la cara y aplastó curiosamente la nariz, mientras sus ojitos buscaban en el interior.

El pelirrojo se llevó la taza de café con leche a los labios. No se giró hacia fuera.

Pero ¿por qué la misma sonrisa de un momento antes hacía chisporrotear sus ojos?

Un empleado que no tenía ni dieciséis años interpeló al harapiento, que se alejó una vez más arrastrando la pierna. El brigada Lucas se apeó de un taxi, entró con aire sorprendido y miró la sala casi vacía aún con mayor asombro.

—¿Es usted quien me ha…?

—¿Qué quieres tomar? —Y en voz más baja—: Mira hacia fuera.

Lucas tardó unos instantes en descubrir la silueta. Se le iluminó la mirada.

—¡No es posible! Ha conseguido…

—¡En absoluto!
Barman
, un aguardiente.

La rusa pidió con pronunciado acento:

—¡Camarero! Déme
L’Illustration
. Y también el anuario de profesiones.

—Tómate una copa, Lucas. Luego sal y no lo pierdas de vista, ¿eh?

—¿No cree que sería preferible…?

Y la mano del brigada, en su bolsillo, manoseaba las esposas.

—Todavía no. Vete.

Pese a su aparente calma, Maigret estaba tan nervioso que, mientras bebía, estuvo a punto de romper el vaso entre los dedos de su gruesa mano.

El pelirrojo no parecía dispuesto a irse. No leía, no escribía y no miraba nada en especial. ¡Y, fuera, Joseph Heurtin seguía esperando!

A las cuatro de la tarde la situación era exactamente la misma, con la única diferencia de que el evadido de la Santé había ido a sentarse en un banco, desde el que no abandonaba con la mirada la puerta del bar.

Maigret, aunque no tenía apetito, había comido un bocadillo. La rusa de negro salió después de retocarse durante largo rato el maquillaje.

En el bar ya sólo quedaba el hombre del yogur. Heurtin había visto partir a la joven sin inmutarse. Encendieron las luces del local, aunque las farolas de la calle no estuvieran todavía iluminadas.

Un empleado renovaba la provisión de botellas. Otro barría apresuradamente.

El sonido de una cucharilla sobre un platito, sobre todo por proceder de la esquina donde estaba instalado el pelirrojo, sorprendió tanto al
barman
como a Maigret.

Sin apresurarse, y sin tomarse la molestia de ocultar su desprecio por un cliente tan ruin, el camarero gritó:

—Un yogur y un café con leche. Tres más uno cincuenta, total cuatro cincuenta.

—Perdón. Déme unos canapés de caviar.

La voz era tranquila. En el espejo, el comisario veía la risa en los ojos entornados del cliente.

El
barman
levantó la ventanilla de la antecocina.

—¡Un canapé de caviar, uno!

—Tres —rectificó el extranjero.

—¡Tres de caviar! ¡Tres!

El
barman
miraba a su cliente con desconfianza. Preguntó, irónico:

—¿Con vodka?

—Con vodka, sí.

Maigret se esforzaba por entender. El hombre había cambiado; había perdido su extraordinaria inmovilidad.

—¡Y unos cigarrillos! —exclamó.

—¿Maryland?

—Abdullah.

Fumó uno mientras preparaban los canapés y se entretuvo dibujando sobre el paquete. Después comió con tanta rapidez que, cuando se levantó, el camarero casi no había vuelto a su sitio.

—Treinta francos de los canapés, seis del vodka, veintidós francos del Abdullah, más las consumiciones de antes…

—Mañana vendré a pagarle.

Maigret frunció el entrecejo. Heurtin seguía en su banco.

—¡Un momento! Tendrá que hablar con el gerente.

El pelirrojo se inclinó y esperó, después de sentarse de nuevo. Llegó el gerente, de esmoquin.

—¿Qué ocurre?

—Este caballero dice que vendrá a pagar mañana. Son tres canapés de caviar, un Abdullah y el resto.

El cliente no manifestaba el menor malestar. Se inclinó de nuevo, más irónico que nunca, para confirmar lo que decía el camarero.

—¿No lleva dinero encima?

—Ni un céntimo.

—¿Vive en el barrio? Si es así, le diré a un empleado que lo acompañe.

—No tengo dinero en casa.

—¿Y come caviar?

El gerente dio una palmada. Apareció un muchacho uniformado.

—Ve a buscar a un guardia.

Todo transcurría sin ruido, sin escándalo.

—¿Está seguro de que no lleva dinero?

—Ya se lo he dicho.

El empleado, que había esperado la respuesta, salió corriendo. Maigret no se inmutó. En cuanto al gerente, seguía allí, contemplando apaciblemente el ajetreo del Boulevard Montparnasse.

El
barman
, que ahora secaba sus botellas y cocteleras, dirigía de vez en cuando una mirada cómplice a Maigret.

No habían transcurrido tres minutos cuando el empleado regresó con dos agentes que dejaron sus bicicletas fuera.

Uno de ellos reconoció al comisario y quiso dirigirse hacia él, pero Maigret lo miró de manera significativa. Por lo demás, el gerente se limitó a explicar sin nerviosismos inútiles:

—Este caballero ha pedido canapés de caviar, cigarrillos de lujo y otras cosas, y ahora se niega a pagar.

—No tengo dinero —repitió el pelirrojo.

Tras una indicación de Maigret, el agente se limitó a murmurar:

—¡Bien! Nos lo explicará en la comisaría. Síganos.

—¿Una copita, señores? —ofreció el gerente.

—Gracias.

Tranvías, coches y multitud de personas circulaban por el Boulevard, que con el crepúsculo se cubrió de una espesa niebla. El detenido, antes de salir, encendió otro cigarrillo y dirigió una despedida amistosa al
barman
.

Al pasar por delante de Maigret, su mirada, durante escasos segundos, cayó sobre él.

—¡Vamos! ¡Un poquito más de brío! Y nada de escándalos, ¿eh?

Salieron los tres. El gerente se acercó a la barra.

—¿No es el checo al que tuvimos que echar el otro día?

—¡El mismo! —afirmó el
barman&mdash
;. Se pasa aquí de las ocho de la mañana a las ocho de la tarde. Y apenas consume dos cafés con leche en todo el día.

Maigret, que había avanzado hasta la puerta, pudo ver cómo Joseph Heurtin se levantaba del banco y permanecía de pie, inmóvil, vuelto hacia los dos agentes que se llevaban al aficionado al caviar.

Pero ya no había suficiente luz para distinguir sus facciones.

Los tres hombres no habían recorrido ni cien metros cuando el vagabundo se alejó de allí, seguido a distancia por el brigada Lucas.

—¡Policía Judicial! —dijo entonces el comisario regresando a la barra—. ¿Quién es ese hombre?

—Creo que se llama Radek, y se hace dirigir su correspondencia aquí. Ya ha visto las cartas que ponemos en la vitrina. Es checo.

—¿Qué hace?

—Nada. Se pasa el día en el bar. Sueña, escribe…

—¿Sabe dónde vive?

—No.

—¿Tiene amigos?

—Jamás le he visto dirigir la palabra a nadie.

Maigret pagó, salió, subió a un taxi e indicó:

—A la comisaría del barrio.

Cuando llegó, Radek estaba sentado en un banco y esperaba a que el comisario acabara lo que hacía y lo llamara.

Cuatro o cinco extranjeros que esperaban el certificado de residencia.

Maigret entró directamente en el despacho del comisario, a quien una joven se quejaba de un robo de joyas mezclando tres o cuatro idiomas de Europa Central.

—¿Trabaja usted por aquí? —preguntó asombrado el funcionario.

—Acabe antes con la señora.

—Verá, el problema es que no entiendo nada de lo que esta extranjera me cuenta. Lleva media hora explicándome lo mismo.

Maigret ni siquiera sonrió, mientras la extranjera, enfadada, repetía punto por punto su relato mostrando sus dedos sin anillos.

Al fin, cuando ella salió, Maigret le informó:

—Recibirá usted a un tal Radek. Yo estaré ahí fuera. Arrégleselas para hacerle pasar una noche en el cuartelillo. Suéltelo mañana.

—¿Qué ha hecho?

—Ha comido caviar gratis.

—¿En el Dome?

—En La Coupole.

Sonó un timbre.

—Que pase Radek.

Este entró en el despacho sin mostrar el menor malestar y con las manos en los bolsillos; se instaló delante de los dos hombres y, mirándolos a los ojos, esperó con una sonrisa de satisfacción flotando en sus labios.

—Se le acusa de no pagar su consumición.

El hombre asintió y pretendió encender un cigarrillo, pero el comisario de policía, furioso, se lo arrancó de las manos.

—¿Qué tiene que decir?

—Nada en absoluto.

—¿Tiene domicilio, medios de vida?

El hombre se sacó del bolsillo un mugriento pasaporte y lo dejó sobre la mesa.

—¿Sabe que puede pasarse quince días en la cárcel?

—Me concederían la libertad condicional, —rectificó Radek sin alterarse—. Pues, como puede usted comprobar, no he sufrido ninguna condena.

—Leo que estudió usted medicina. ¿Es cierto?

—El profesor Grollet, del que usted debe de haber oído hablar, le dirá sin duda que yo era su mejor alumno. —Y, volviéndose hacia Maigret, con cierta ironía en la voz, añadió—: Supongo que el señor también pertenece a la policía.

La fonda de Nandy

Madame Maigret suspiró —pero no dijo nada— cuando, a las siete de la mañana, su marido la abandonó después de haberse tomado su café sin ni siquiera enterarse de que estaba ardiendo.

Había regresado a la una de la madrugada, taciturno.

Y se iba con aire obstinado.

El comisario recorrió los pasillos de la Prefectura y notó claramente que los colegas con que se tropezaba, los inspectores e incluso los ordenanzas, lo miraban con curiosidad y a la vez con admiración, quizá también con una pizca de conmiseración.

Pero les estrechó las manos de la misma manera que había besado a su mujer en la frente; en cuanto entró en su despacho, se dispuso a atizar la estufa y a extender sobre dos sillas su abrigo, empapado por la lluvia.

—Con la comisaría del barrio de Montparnasse —pidió después por teléfono, sin prisa, mientras fumaba una pipa a pequeñas bocanadas. Maquinalmente, ordenaba los papeles amontonados sobre su mesa—. ¿Sí? ¿Quién está al aparato? ¿El brigada de guardia?… Aquí, el comisario Maigret, de la Policía Judicial. ¿Ya han soltado a Radek?… ¿Qué dice? ¿Hace una hora?… ¿Ha comprobado si el inspector Janvier estaba preparado para seguirle?… ¡Sí! ¿No ha dormido? ¿Y se ha fumado todos los cigarrillos?… Gracias… ¡No! No vale la pena. Si necesito más información, ya pasaré por ahí.

Sacó del bolsillo el pasaporte del checo, que había conservado: un pequeño carnet grisáceo, con el escudo de Checoslovaquia, y casi todas las páginas cubiertas de sellos y visados.

Según esos visados, Jean Radek, de veinticinco años de edad, natural de Brno, de padre desconocido, había vivido en Berlín, Maguncia, Bonn, Turín y Hamburgo.

Sus papeles lo presentaban como estudiante de medicina. En cuanto a su madre, Elisabeth Radek, fallecida hacía dos años, había trabajado como sirvienta.

«¿Cómo te ganas la vida?», le había preguntado Maigret la víspera, en el despacho del comisario de policía de Montparnasse.

Y el detenido replicó con su sonrisa irritante:

«¿También yo tengo que tutearle?».

«¡Conteste!».

«Mientras mi madre vivía, me mandaba dinero para continuar mis estudios».

«¿De su salario de sirvienta?».

«¡Sí! Soy hijo único. Habría vendido sus dos manos por mí. ¿Le sorprende?».

«Murió hace dos años. ¿Y después?».

«Unos parientes lejanos me envían de vez en cuando pequeñas cantidades. Y en París, algunos compatriotas me ayudan ocasionalmente. También hago alguna que otra traducción».

«¿Y colabora en
Le Sifflet
?».

«¡No le entiendo!».

Lo decía con tal ironía que podía traducirse por: «¡Siga! Todavía no me tiene».

Maigret decidió dejar su despacho. En los alrededores de La Coupole ya no quedaba ni rastro de Joseph Heurtin ni del brigada Lucas. Se habían sumergido de nuevo en París, uno tras otro.

—Al Hotel George V —indicó el comisario a un taxista.

Entró allí en el momento exacto en que William Crosby, vestido de esmoquin, cambiaba en la recepción del hotel un billete de cien dólares.

—¿Me busca a mí? —preguntó al ver al comisario.

—No. A no ser que conozca usted a un tal Radek.

Circulaba bastante gente por el vestíbulo estilo Luis XVI. El empleado contaba billetes de cien francos e iba agrupándolos en fajos de diez.

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