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Authors: Paulo Coelho

La bruja de Portobello (25 page)

Un total de dos mil ciudades y aldeas fueron sencillamente borradas del mapa. Según el Ministerio de Sanidad de Bielorrusia, el índice de cáncer de tiroides en el país aumentará considerablemente entre 2005 y 2010, como consecuencia de la radiactividad que aún sigue haciendo efecto. Otro especialista me explica que, además de estos nueve millones de personas directamente expuestas a la radiación, otros sesenta y cinco millones fueron indirectamente afectadas a través del consumo de alimentos contaminados, en muchos países del mundo.

Es un asunto serio, que merece ser tratado con respeto. Al final del día vuelvo a la sala del secretario de redacción y le sugiero no ir a visitar la ciudad hasta el día del aniversario del accidente; hasta entonces puedo investigar más, escuchar a más especialistas y ver cómo el gobierno inglés siguió la tragedia. Él está de acuerdo.

Llamo a Athena; después de todo, dice que sale con alguien de Scotland Yard, y éste es el momento de pedirle un favor, ya que Chernóbil no es un asunto clasificado como secreto y la Unión Soviética ya no existe. Me promete que hablará con su “novio”, pero que no me garantiza que vaya a obtener las respuestas que quiero.

Me dice también que se va a Escocia al día siguiente y que no vuelve hasta el día de la reunión con el grupo.

¿Qué grupo?

El grupo, responde. Entonces, ¿se va a convertir en algo rutinario? ¿Cuándo podemos vernos, para hablar, para aclarar las cosas?

Pero ya ha colgado. Vuelvo a casa, veo las noticias, ceno solo, voy a buscar a Andrea al teatro. Llego a tiempo para asistir al final de la obra, y para mi sorpresa, parece que la persona que está en el escenario no es la misma con la que he convivido durante casi dos años; hay algo mágico en sus gestos, los monólogos y los diálogos tienen una intensidad a la que no estoy acostumbrado. Veo a una extraña, a una mujer que me gustaría tener a mi lado, y me doy cuenta de que la tengo a mi lado, no es de ninguna manera una extraña para mí.

¿Cómo fue tu conversación con Athena? – le preguntó de camino a casa.

Fui bien. ¿Y qué tal en el trabajo?

Ha cambiado de tema. Le cuento que me han ascendido, le hablo de Chernóbil, pero ella no muestra mucho interés. Empiezo a creer que estoy perdiendo el amor que tenía, pero no he conseguido el amor que esperaba. Sin embargo, en cuento llegamos al apartamento me invita a darnos una ducha juntos y acabamos entre las sábanas. Antes, ella pone a todo volumen la música esa de percusión (me explica que ha conseguido una copia), y me dice que no piense en los vecinos: nos preocupábamos demasiado de ellos y no vivíamos nunca nuestras vidas.

Lo que ocurre, de ahí en adelante, es algo que sobrepasa mi comprensión. ¿Acaso la mujer que, en este momento, hace el amor conmigo de una manera absolutamente salvaje ha descubierto finalmente su sexualidad, y se lo ha enseñado o se lo ha provocado otra mujer?

Porque, mientras me agarraba con una violencia nunca vista, decía sin parar:

Hoy yo soy tu hombre, y tú eres mi mujer.

Y allí estuvimos durante casi una hora, y probé cosas que nunca antes me había atrevido. En determinados momentos sentí vergüenza, tuve ganas de pedirle que parase, pero ella parecía dominar totalmente la situación, me entregué, porque no tenía elección. Y lo peor, sentía mucha curiosidad.

Al final, estaba exhausto, pero Andrea parecía tener más energía que antes.

Antes de dormir, quiero que sepas una cosa —dijo—. Si sigues adelante, el sexo te dará la oportunidad de hacer el amor con los dioses y las diosas. Es eso lo que has experimentado hoy. Quiero que te duermas sabiendo que yo he despertado la Madre que había en ti.

Quise preguntarle si lo había aprendido con Athena, pero no tuve coraje.

Dime que te ha gustado ser mujer por una noche.

Me ha gustado. No sé si me gustaría siempre, pero ha sido algo que me ha asustado. No sé si me gustaría siempre, pero ha sido algo que me ha asustado y me ha alegrado al mismo tiempo.

Dime que siempre has querido probar lo que has probado hoy.

Una cosa es dejarse llevar por la situación y otra es comentar fríamente el asunto. Yo no dije nada, aunque no tenía dudas de que ella sabía la respuesta.

Pues bien—siguió Andrea—, todo esto estaba dentro de mí y no lo sabía. Y estaba dentro de mí la máscara que cayó hoy cuando estaba en el escenario: ¿notaste algo diferente?

Claro. Irradiabas una luz especial.

Carisma: la fuerza divina que se manifiesta en el hombre y en la mujer. El poder sobrenatural que no tenemos que demostrarle a nadie, porque todo el mundo lo ve, incluso los menos sensibles. Pero no ocurre hasta que nos quedamos desnudos, morimos para el mundo y renacemos para nosotros mismos. Anoche, yo morí. Hoy, cuando pisé el escenario y vi que hacía exactamente lo que había elegido, renací de mis cenizas.

“ Porque siempre he intentado ser quien era, pero no era capaz. Siempre intentaba impresionar a los demás, tenía conversaciones inteligentes, agradaba a mis padres y al mismo tiempo utilizaba todos los artificios posibles para conseguir hacer las cosas que quería. Yo siempre he abierto mi camino con sangre, lágrimas, fuerza de voluntad, pero ayer me di cuenta de que he escogido el proceso equivocado. Mi sueño no requiere nada de eso, sólo que me entregue a él, y que apriete los dientes si creo que estoy sufriendo, porque el sufrimiento pasa.

¿Por qué me estás diciendo esto?

Déjame terminar. En este recorrido en el que el sufrimiento parecía ser la única regla, luché por cosas por las que no vale de nada luchar. Como el amor, por ejemplo: o lo sientes, o no hay fuerza en el mundo que consiga provocarlo.

“Podemos fingir que amamos. Podemos acostumbrarnos al otro. Podemos vivir una vida entera de amistad, complicidad, crear una familia, practicar el sexo todas las noches, tener orgasmos, y aun así, sentir que hay un vacío patético en todo eso, falta algo importante. En nombre de lo que había aprendido sobre las relaciones entre un hombre y una mujer, intenté luchar por cosas que no merecían tanto la pena. Y eso te incluye a ti, por ejemplo.

“Hoy, mientras hacíamos el amor, mientras yo lo daba todo, y me daba cuenta de que tú también estabas dando lo mejor de ti, entendí que tu “mejor” ya no me interesa. Voy a dormir a tu lado, y mañana me iré. El teatro es mi ritual, en él puedo expresar y desarrollar lo que quiero.

Empecé a arrepentirme de todo: de haber ido a Transilvania para conocer a una mujer que podía estar destruyendo mi vida, de haber provocado la primera reunión del “grupo”, de haberle confesado mi amor en un restaurante. En ese momento odié a Athena.

Sé lo que estás pensando —dijo Andrea—. Que tu amiga me ha hecho un lavado de cerebro; no es nada de eso.

Soy un hombre, aunque hoy haya hecho de mujer en la cama. Soy una especie en extinción, porque no veo muchos hombres a mí alrededor. Poca gente se arriesga lo que yo me arriesgo.

Estoy segura, y eso hace que te admire. ¿Pero no me vas a preguntar quién soy, lo que quiero, lo que deseo?

Se lo pregunté.

Lo quiero todo. Quiero lo salvaje y la ternura. Quiero molestar a los vecinos e intentar calmarlos. No quiero mujeres en la cama, pero quiero hombres, verdaderos hombres, como tú, por ejemplo. Que me amen o que me utilicen, eso no tiene importancia; mi amor es más grande que eso. Quiero amar libremente, y quiero dejar que la gente a mi alrededor haga lo mismo.

“Para acabar: con Athena hablé sobre cosas simples que despiertan la energía reprimida. Como hacer el amor, por ejemplo.

O andar por la calle repitiendo “estoy aquí y ahora”. Nada especial, ningún ritual secreto; lo único que hacía que nuestra reunión no fuera relativamente común es que las dos estábamos desnudas. A partir de ahora, nos vamos a ver todos los lunes, y si tengo algo que comentar, lo haré después de la sesión; no tengo la menor intención de ser su amiga.

“De la misma manera, cuando ella tiene ganas de compartir algo, va a Escocia a hablar con esa tal Edda, a la que por lo visto tú también conoces y nunca me lo has contado.

¡Pero si no me acuerdo!

Sentí que Andrea se estaba calmando poco a poco. Preparó dos tazas de café y lo tomamos juntos. Ella volvió a sonreír, me preguntó de nuevo por mi ascenso, dijo que le preocupaban las reuniones de los lunes, porque aquella mañana se había enterado de que los amigos de los amigos estaban invitando a otras personas, y el sitio era pequeño. Yo hacía un esfuerzo descomunal por fingir que aquello no había sido más que un ataque de nervios, una tensión premenstrual, una crisis de celos.

La abracé, ella se acurrucó en mi hombro; esperé a que se durmiera, aunque estaba exhausto. Esa noche no soñé absolutamente nada, no tuve ningún presentimiento.

Y a la mañana siguiente, cuando me desperté, vi que su ropa ya no estaba allí; la llave de casa estaba encima de la mesa, sin una nota de despedida.

Deidre O´Neill, conocida como Edda.

a gente lee muchas historias sobre brujas, hadas, cosas paranormales, niños poseídos por espíritus malignos. Ven películas con rituales en las que se hacen pentagramas, espadas e invocaciones. Vale, hay que dejar que la imaginación fluya, vivir, esas etapas, y el que pasa por ellas sin dejarse engañar acaba entrando en contracto con la Tradición.

La verdadera Tradición es eso: el maestro jamás le dice a su discípulo lo que debe hacer. Sólo son compañeros de viaje, que comparten la misma y difícil sensación de “extrañeza” ante las percepciones que cambian sin parar, los horizontes que se abren, las puertas que se cierran, los ríos que a veces parecen entorpecer el camino, pero que en realidad no deben ser atravesados, sin recorridos.

La diferencia entre el maestro y el discípulo es sólo una: el primero tiene un poco menos de miedo que el segundo. Entonces, cuando se sientan alrededor de una mesa o de una hoguera para charlar, el más experimentado sugiere: “¿Por qué no haces eso?” Nunca dice:”Ve por ahí y llegarás a donde yo he llegado”, ya que cada camino es único, y cada destino es personal.

El verdadero maestro provoca en el discípulo la valentía para desequilibrar su mundo, aunque también recele de las cosas que ha encontrado, y recele todavía más de lo que le reserva la siguiente curva.

Yo era una médica joven y entusiasmada, que viajó al interior de Rumania en un programa de intercambio del gobierno inglés, para intentar ayudar al prójimo. Me fui llevando medicamentos en el equipaje, y prejuicios en la cabeza: tenía las ideas claras respecto a cómo deben comportarse las personas, a lo que es necesario para ser feliz, a los sueños que debemos mantener encendidos dentro de nosotros, a cómo hay que desarrollar las relaciones humanas. Desembarqué en Bucarest durante aquella sangrienta y delirante dictadura, fui a Transilvania como parte de un programa de vacunación en masa de los habitantes del lugar.

No entendía que no era más que otra pieza en un complicado tablero de ajedrez, en el que manos invisibles manipulaban mi ideal, y todo aquello que creía estar haciendo por la humanidad tenía segundas intenciones: estabilizar el gobierno del hijo del dictador, permitir que Inglaterra vendiese armas en un mercado dominado por los soviéticos.

Mis buenas intenciones en seguida cayeron por tierra cuando empecé a ver que las vacunas no eran suficiente, había otras enfermedades que diezmaban la región. Yo escribía sin parar pidiendo recursos, pero no los conseguía; decían que no me preocupara más que por aquello que me habían encargado.

Me sentí impotente, indignada. Conocí la miseria de cerca, podría hacer algo su por lo menos alguien me diera unas cuantas libras, pero no les interesaban tanto los resultados. Nuestro gobierno sólo quería noticias en el periódico, para poder decirles a sus partidos políticos y a sus electores que habían enviado grupos a diversos lugares del mundo en misión humanitaria. Tenían buenas intencione, además de vender armas, claro.

Me desesperé; ¿qué demonios era este mundo? Una noche, me fui al bosque congelado blasfemando contra Dios, que era injusto con todo y con todos. Cuando estaba sentada al pie de un roble, apareció mi protector. Me dijo que podía morirme de frío.

Le respondí que era médica, que conocía los límites del cuerpo, y en el momento en que me estuviera acercando a esos límites, volvería al campamento. Le pregunté qué hacía allí.

—Hablo con una mujer que me escucha, ya que los hombres se han quedado sordos.

Creí que se refería a mí, pero no, la mujer era el propio bosque. Después de ver a aquel hombre andando por entre los árboles, haciendo gestos extraños y diciendo cosas que era incapaz de comprender, una cierta paz se instaló en mi corazón; después de todo, yo no era la única en el mundo que hablaba sola.

Cuando me disponía a regresar, él volvió a acercarse a mí.

Sé quién eres —dijo—. En la aldea tienes fama de buena persona, siempre de buen humor y dispuesta a ayudar a los demás, pero yo veo algo diferente: veo rabia y frustración.

Sin saber si estaba ante un espía del gobierno, decidí decirle todo lo que sentía: tenía que desahogarme, aun a riesgo de ir a la cárcel. Caminamos juntos hacia el hospital, de campaña en el que yo trabajaba; lo llevé al dormitorio, que en aquel momento estaba vacío (mis compañeros se divertían en una fiesta anual que se celebraba en la ciudad), y lo invité a tomar algo. Él sacó una botella de una bolsa que llevaba.

Palinka —dijo, refiriéndose a la bebida tradicional del país, con una altísima graduación alcohólica—. Soy yo el que invita.

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