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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (14 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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De pronto, un movimiento furioso y estridente se coló en el universo de sus cálculos. Un hombre la llamaba con voz profunda y la cogió por los hombros, apartó de un golpe el panel electrónico de sus manos y la cogió en brazos, arrancándola bruscamente de su lugar privilegiado en su mente.

—¿Qué haces? ¡Déjame en paz!

Pero el hombre no le hacía caso. Iba ataviado con una ropa extraña, de un material grueso y rojo que cubría totalmente su cuerpo; un casco brillante pero manchado de hollín le protegía la cabeza. Con ella en brazos, atravesó un muro de fuego y humo, espeso, negro y rojo. Finalmente, Norma cobró conciencia de su cuerpo, su piel, y vio que estaba desnuda. Su ropa se había quemado, como si en su viaje mental al corazón del cosmos hubiera pasado por equivocación a través de un sol.

Con un esfuerzo, Norma centró su pensamiento en su química interna y restauró sus células dañadas órgano a órgano, sección a sección. Su mente estaba intacta, y no tuvo ningún problema para reparar su cuerpo, puesto que no era más que un contenedor orgánico para sus pensamientos, cada vez más abstrusos. Sin embargo, no pudo recrear su ropa… aunque tampoco le importaba.

Fuera de la sala de cálculos, que seguía ardiendo, los sanitarios la pusieron en una camilla y la envolvieron en una manta térmica. Comprobaron sus constantes vitales.

—No me pasa nada. —Norma trató de liberarse, pero dos hombres fuertes la sujetaron.

Adrien llegó corriendo, con aire alterado.

—Tranquila, madre. Te has quemado, deja que esta gente te cure. Dos hombres han muerto tratando de sacarte de ese infierno.

—Eso era innecesario. Un derroche absurdo. ¿Por qué arriesgar sus vidas si saben que puedo regenerar mi cuerpo? —Se miró—. No estoy quemada… solo aturdida. —Su temperatura corporal empezó a bajar conforme reparaba las estructuras epidérmicas de su cuerpo, acelerando de forma exponencial el proceso catalizador de la manta térmica—. Ya lo estáis viendo.

Un médico gritó algo a los sanitarios. Norma sintió un pinchazo en el brazo, una inyección; realizó un análisis químico del líquido que acababa de penetrar en sus venas —un sedante de acción inmediata— y utilizó sus poderes para contrarrestar el efecto. Se sentó, se quitó de encima la manta. Los sanitarios trataron de detenerla, pero ella extendió los brazos.

—No tengo quemaduras por ningún lado. Estoy bien.

El personal médico retrocedió perplejo y dejó que terminara. Norma se concentró en su cara y su cuello, que aún no habían recibido los efectos curativos de sus poderes, y eliminó profundas quemaduras y ampollas superficiales. Se tocó la piel áspera del rostro, y la sintió suave y fresca.

—Mi cuerpo está bajo mi control. Lo he reconstruido otras veces… como bien sabes, Adrien.

Norma se puso de pie, dejando que la manta térmica cayera al suelo. Todos la miraban con incredulidad. Aparte del pelo, que aún no había reparado, su piel lechosa se veía casi perfecta, salvo por un sarpullido rojo y grande que tenía en un hombro. Norma lo vio, concentró sus poderes y la herida persistente desapareció.

«Curioso», pensó. Desde hacía semanas, aquella mancha roja no había dejado de aumentar de tamaño y, periódicamente, tenía que hacer un esfuerzo consciente para eliminarla. Hasta entonces, desde aquella metamorfosis inicial, todo en su apariencia se había conservado de forma automática, sin necesidad de hacer nada.

Adrien corrió a cubrir la desnudez de su madre con una manta, mientras los equipos de emergencia seguían luchando por controlar el fuego en los astilleros.

—Tengo que volver al trabajo inmediatamente —dijo Norma—. Por favor, encárgate de que nadie me interrumpa. Y, Adrien… la próxima vez, confía en mí. A veces mis decisiones pueden parecer extrañas, pero son una parte necesaria de mi trabajo. No puedo darte más detalles.

«Hay demasiado alboroto aquí», pensó. Como ya no tenía despacho, Norma se dirigió a una colina rocosa que había cerca de los astilleros, un promontorio donde podría sentarse y pensar tranquila.

15

Los humanos fueron unos necios al construir a sus competidores… pero no pudieron evitarlo.

E
RASMO
, anotaciones filosóficas

Aunque había sido diseñado como nave de actualización por las máquinas pensantes, el
Viajero Onírico
era una nave atemporal, con un diseño aerodinámico y hermoso, y en la actualidad no era menos útil que cuando Vor estaba al servicio de Omnius. Casi había pasado un siglo desde la primera vez que Vor subió a la nave negra y plateada con Seurat. Escapó de la Tierra en el
Viajero
, llevando consigo a Serena Butler e Iblis Ginjo, y aún seguía utilizándola cuando no se requería su presencia en una nave militar. Curiosamente, le daba una profunda sensación de paz.

En aquellos momentos, Vor estaba cómodamente sentado ante los controles del
Viajero Onírico
. Después de casi un siglo de servicio a la Yihad, llevaba sus misiones con mucha más discreción que ningún otro oficial. Cuando Leronica supo que se iba, se había limitado a sonreír estoicamente: estaba acostumbrada a su carácter inquieto. En parte Vor se iba para evitar más encuentros desagradables con sus hijos durante su larga visita a Zimia, pero también porque quería encontrar a su otra descendencia. En el balance final, seguro que eso sería un punto a su favor.

Desde que tomó la decisión, Vor había estado recuperando datos de todos sus viajes y sus años de servicio. Pero con frecuencia los registros estaban corrompidos o eran incompletos, sobre todo en los mundos que habían sido castigados por las máquinas. Muchas mujeres habían pasado por su vida, deseosas todas de contribuir con su granito de arena para fortalecer a la castigada raza humana. Si en su momento no le dijeron nada de ningún hijo, sería difícil encontrar pistas y seguirles el rastro ahora.

Sin embargo, para empezar, sabía que Karida Julan, de Hagal, había tenido una hija suya. Tiempo atrás, cuando Karida se lo dijo, Vor le había enviado gran cantidad de créditos para mantenerlas a las dos. Pero después de conocer a Leronica no había vuelto a contactar con ella.

Vor había descuidado sus obligaciones y relaciones alegremente en demasiadas ocasiones. Empezaba a ver un patrón en su vida, el de las decisiones rápidas y trascendentes sin tener en cuenta las consecuencias. Si al menos lograra encontrar a la hija que tuvo con Karida —el último nombre que conocía era el de Helmina Berto-Anirul—, podría hacer una cosa bien para variar.

Siguiendo las pistas, Vor descubrió con pesar que Helmina había muerto en un accidente con un vehículo terrestre hacía siete años. Sin embargo, había tenido una hija, ya de bastante mayor, que se llamaba Raquella. Su nieta. Según un informe bastante fiable, Raquella vivía en Parmentier, un Planeta Sincronizado que los humanos habían recuperado y que ahora gobernaba Rikov Butler.

Vor decidió conocer a su nieta antes de que fuera demasiado tarde. El Consejo de la Yihad y Quentin Butler aceptaron de buen grado que fuera personalmente a Parmentier a entregar ciertos documentos políticos y escuchar las novedades de boca de Rikov. Para él fue perfecto.

Viajó a la aceleración máxima que aquella vieja nave de actualizaciones toleraba. El
Viajero Onírico
era dolorosamente lento en comparación con las naves militares y mercantes que plegaban el espacio, pero durante aquel trayecto tan largo, tendría tiempo de sobra para pensar en su primer encuentro con su nieta.

En sus últimos años de adolescencia, Raquella se había casado con un yihadí que murió en la guerra menos de un año después. Más tarde estudió medicina y dedicó su vida a ayudar a los heridos de guerra y a los afectados por las mortíferas enfermedades que seguían afligiendo a la humanidad. Ahora, a sus veintinueve años, llevaba años trabajando junto al reputado médico e investigador Mohandas Suk. ¿Serían amantes? Tal vez. Suk era nieto del gran cirujano de campaña Rajid Suk, que sirvió junto a Serena Butler durante los primeros años de la Yihad. Vor sonrió. ¡Su nieta no se conformaba con cualquier cosa, como él!

Cuando el
Viajero Onírico
se acercaba a los límites orbitales de Parmentier, un mensaje sorprendente le llegó por el comunicador: «Soy el gobernador Rikov Butler. Por orden mía, Parmentier está bajo una estricta cuarentena. La mitad de la población ha muerto a causa de una nueva epidemia, desarrollada seguramente por las máquinas pensantes. La tasa de mortalidad es extraordinariamente alta, de entre el cuarenta y el cincuenta por ciento… y es imposible cuantificar las muertes por las causas colaterales y el caos. Aléjense antes de que se contagien. Lleven el aviso a toda la Liga de Nobles».

Lleno de preocupación, Vor abrió el canal.

—Les habla el comandante supremo Vorian Atreides. Solicito más detalles de la situación. —Esperó, nervioso.

Pero en lugar de responder, la voz de Rikov repitió las mismas palabras. Una grabación. Vor volvió a transmitir, buscando una respuesta.

—¿Hay alguien ahí? ¿Queda alguien vivo?

Sus instrumentos localizaron un grupo de estaciones orbitales que bloqueaban el paso. Estaban armadas hasta los dientes, con aspecto amenazador, pero silencioso. La más cercana parecía un escarabajo, un aparato enorme y redondeado con puertos iluminados por brillantes luces a todo lo largo de la línea de su ecuador. Por los diferentes canales se emitían mensajes y advertencias en los idiomas más importantes de la galaxia, amenazando con destruir a cualquiera que intentara salir del planeta.

Vor trató repetidas veces de establecer comunicación con la estación, pero nadie contestó. Siempre había sido muy obstinado cuando se le metía una cosa en la cabeza. Ahora que sabía que allí abajo había una crisis, tenía que ver a Rikov Butler. Y puesto que también sabía que Raquella estaba en el planeta, no se iría sin verla.

Finalmente, una de las estaciones respondió. Una mujer de aspecto macilento apareció en pantalla.

—¡Aléjese! No tiene autorización para aterrizar en Parmentier. Estamos bajo una estricta cuarentena por culpa de la plaga de Omnius.

—Omnius siempre ha sido una plaga para la existencia humana —dijo Vor—. Háblame de la epidemia.

—Hace semanas que empezó. A nosotros nos enviaron a estas estaciones para asegurar que se respeta la cuarentena. La mitad ya estamos enfermos. Algunas de las estaciones han sido abandonadas.

—Me arriesgaré —dijo Vor. Siempre había sido muy impulsivo, para disgusto de su amigo Xavier. El tratamiento que Agamenón le había aplicado hacía más de un siglo para prolongar su vida también le protegía de la enfermedad. En todos aquellos años, no había tenido ni un simple resfriado—. La cuarentena está pensada para evitar que la gente salga, no que entre.

La mujer macilenta le insultó, le llamó loco, y luego cortó la comunicación.

Antes de bajar a tierra, Vor acopló su nave a la estación de bloqueo vacía. Podían enviarle todos los avisos que quisieran, nunca se le había dado bien aceptar órdenes. El
Viajero Onírico
acopló escotillas y activó las puertas de acceso de configuración estándar. Volvió a identificarse, esperó una respuesta en vano y luego abrió las puertas decidido a averiguar más cosas sobre la epidemia que asolaba Parmentier.

Cuando respiró la primera bocanada del aire supuestamente estéril de la nave, un escalofrío le recorrió la columna. Después de décadas de guerra, había desarrollado una capacidad casi extrasensorial para saber cuándo algo no iba bien. Activó su escudo personal y se aseguró de que tenía su cuchillo de combate a mano. Reconoció el olor inconfundible y familiar de la muerte.

Un mensaje de advertencia llegó por el sistema de megafonía del complejo: «¡Código uno! ¡Alerta máxima! ¡Diríjase inmediatamente a zonas seguras!»..

El mensaje se repitió, luego se oyó un chisporroteo y se detuvo. ¿Cuántos no habían hecho caso de la orden o no habían actuado con la suficiente rapidez? Por lo visto, el personal que estaba sano había huido de la nave en un intento por escapar de la epidemia. Pero dudaba que ninguno de ellos hubiera tenido acceso a naves de largo recorrido que pudieran llevarlos a otros mundos de la Liga. Afortunadamente.

Sus botas claqueteaban sobre la dura cubierta de polímero. Detrás de un mostrador de un puesto de guardia encontró los cuerpos de un hombre y una mujer con uniforme marrón y negro. La guardia nacional de Parmentier. Tenían la piel cubierta por costras de fluidos secos; también había sangre y excrementos secos en la cubierta. Sin tocar a las víctimas, Vor calculó que llevarían muertos varios días, puede que una semana.

Detrás del mostrador había una sala con las paredes cubiertas por monitores de vigilancia. En cada pantalla veía básicamente lo mismo: pasillos y habitaciones vacíos y unos cuantos cadáveres aquí y allá. Aunque en las otras estaciones aún quedaba parte del personal con vida, aquella estaba vacía. Ya antes había supuesto que los sistemas de comunicación de la superficie no funcionaban o que no había quien los atendiera. Aquella escena lo confirmaba. Vor ya no podía hacer nada en la nave orbital fantasma, así que volvió al
Viajero Onírico
.

Esperaba que su nieta hubiera encontrado un lugar seguro. Pero ¿cómo podía preocuparse por una mujer a la que ni siquiera conocía cuando había millones de vidas en juego? Si era doctora y trabajaba para Mohandas Suk, los servicios de Raquella harían más falta que nunca allí abajo. Vor sonrió para sus adentros. Si de verdad tenía la sangre de los Atreides, seguramente estaría en medio de la acción…

Cuando aterrizó en la ciudad de Niubbe, construida sobre los cimientos de un antiguo complejo industrial de Omnius, a Vor le tranquilizó enormemente ver que aún había gente con vida, aunque muchos parecían más muertos que vivos, como si de un momento a otro se fueran a desplomar. Muchos iban musitando para sus adentros y parecían desorientados o furiosos. Otros parecían impedidos, porque tenían los tendones rotos y no podían caminar ni tenerse en pie. Había cuerpos amontonados por las calles, como troncos de leña. Grupos municipales de limpieza con aspecto lastimoso acudían con enormes furgones terrestres para retirarlos, pero era evidente que estaban totalmente desbordados.

Primero Vor fue a la mansión del gobernador. Aquella gran casa estaba vacía, pero no la habían saqueado. Gritó para ver si había alguien. Nadie contestó. En el dormitorio principal encontró los cuerpos de un hombre y una mujer… seguramente Rikov y Kohe Butler. Durante unos momentos se limitó a mirarlos, luego buscó por las otras habitaciones, pero no encontró a nadie, ni a su hija Rayna ni a ninguno de los criados. Sus pasos resonaban por la casa, junto con el zumbido de las moscas.

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