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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (7 page)

El más pequeño de éstos es el «Teatro Kremlin» y está situado al Este. Medio visible y medio oculto detrás del teatro, se levanta el edificio del Consejo de Ministros, aparente sede del Gobierno, dado que es allí donde se reúnen los ministros. Pero el verdadero gobierno de la URSS no está en manos del Gabinete ministerial, sino del Politburó, grupo reducido y exclusivo que constituye el pináculo del Comité Central del partido comunista de la Unión Soviética, o PCUS.

El tercer edificio es el mayor. Se encuentra en la fachada occidental, inmediatamente detrás de las almenas de la muralla, y domina los Jardines Alexandrovsky. Tiene la forma de un rectángulo estrecho y largo que apunta hacia el Norte. Su extremo sur es el viejo Arsenal, museo de armas antiguas. Pero, precisamente detrás del Arsenal, los muros interiores están bloqueados. Para llegar a la sección superior hay que entrar desde fuera y cruzar una alta verja de hierro forjado que cierra el hueco entre el edificio de los ministerios y el Arsenal. Aquella mañana, los automóviles cruzaron la verja de hierro forjado y se detuvieron delante de la entrada superior del edificio secreto.

El Arsenal superior tiene la forma de un rectángulo hueco; en su interior hay un estrecho patio que se extiende de Norte a Sur y divide el conjunto en dos bloques, todavía más estrechos, de apartamentos y oficinas. Tienen cuatro pisos, incluidos los áticos. A media altura del bloque oriental interior, en el tercer piso, con vista únicamente al patio y resguardada de miradas indiscretas, está la habitación donde se reúne el Politburó todos los jueves por la mañana para regir a más de 250 millones de ciudadanos soviéticos y otros muchos millones de personas que gustan de pensar que viven fuera de los límites del Imperio ruso.

Porque es un imperio. Aunque, en teoría, la República Rusa es una de las quince repúblicas que constituyen la Unión Soviética, en realidad la Rusia de los zares, antigua o moderna, gobierna con mano de hierro a las catorce Repúblicas no rusas. Las tres fuerzas que emplea y necesita Rusia para imponer su régimen son: el Ejército rojo, incluidas, como siempre, la Marina y las Fuerzas Aéreas; el Comité de Seguridad del Estado, o KGB, con sus 100 000 agentes, 300 000 soldados y 600 000 informadores, y la sección de Organizaciones del Partido del Secretariado General del Comité Central que controla los cuadros del partido en todos los lugares de trabajo, de instrucción, de residencia, de estudio y de descanso, desde el Ártico hasta los montes de Persia, y desde las cercanías de Brunswick hasta las costas del mar de Japón. Y esto, sólo dentro del Imperio.

La habitación donde se reúne el Politburó, en el edificio del Arsenal del Kremlin, tiene unos quince metros de largo por siete y medio de ancho, una extensión no demasiado grande en comparación con el poder que encierra. Sus adornos son de pesado mármol, de acuerdo con el gusto de los jefazos del partido, y su mueble principal es una larga mesa cubierta con un tapete verde. La mesa tiene forma de T.

Aquella mañana del 10 de junio había ocurrido algo desacostumbrado: los asistentes no habían recibido la orden del día, sino solamente una citación. Y ahora, al colocarse alrededor de la mesa para ocupar sus sitios, comprendieron, con el agudo olfato colectivo que advierte del peligro, que algo muy importante les había traído a este pináculo del poder.

Sentado detrás del centro del brazo de la T, en su sillón acostumbrado, estaba el jefe de todos ellos: Maxim Rudin. Aparentemente, su superioridad residía en su título de presidente de la URSS. Pero nada, salvo el tiempo atmosférico, es en Rusia lo que parece. Su verdadero poder derivaba de su título de secretario general del partido comunista de la Unión Soviética. Como tal, era también presidente del Comité Central y presidente del Politburó.

A sus sesenta y un años era duro, reflexivo y enormemente astuto; de no haber sido por esto último, jamás se habría sentado en el sillón que ocuparon antaño Stalin (que raras veces convocaba reuniones del Politburó), Malenkov, Kruschev y Breznev. A derecha e izquierda de él se sentaban cuatro secretarios de su propia secretaría personal, hombres de una fidelidad a toda prueba. Detrás, en cada rincón de la pared norte de la cámara, había una mesita. A una de ellas se sentaban dos taquígrafos, un hombre y una mujer, que anotaban taquigráficamente cuanto se decía. En la otra, para mayor comprobación, dos hombres se hallaban inclinados sobre los discos lentamente giratorios de un magnetófono. Había otro magnetófono, adicional, para los momentos en que se cambiaban los discos del primero.

El Politburó se componía de trece miembros, y los otros doce se sentaban, seis a cada lado, a lo largo del palo de la T, delante de sendos blocs, botellas de agua y ceniceros. En el extremo de esta parte de la mesa había un sillón aislado. Los hombres del Politburó comprobaron su número, para asegurarse de que no faltaba nadie. Pues el asiento vacío era el «sillón penal», ocupado solamente por el hombre que hacía su última aparición en aquella sala, el hombre que tendría que escuchar las acusaciones de sus ex colegas, abocado a la desgracia y la ruina, y antaño, hacía mucho tiempo, a la muerte junto a la pared negra» de la Lubianka. Quiere la costumbre que el condenado no se entere de su situación hasta que, al entrar, encuentra ocupados todos los asientos menos aquel sillón. Pero esta mañana permaneció vacío. Y todos los miembros estaban presentes.

Rudin se echó atrás y observó a los doce entre sus párpados entornados, mientras el humo de su eterno cigarrillo flotaba delante de su cara. Todavía usaba los viejos papyross rusos, con tabaco hasta la mitad y formada la otra mitad por un tubito de cartón con dos filtros para purificar el humo. Había ordenado a sus ayudantes que le pasasen un cigarrillo tras otro, y a sus médicos, que callasen.

A su izquierda, en la parte larga de la mesa, estaba Vassili Petrov, de cuarenta y nueve años, protegido de Rudin y muy joven para el puesto que ocupaba; además, era jefe de la sección de Organizaciones del Partido del Secretariado General del Comité Central. Podía contar con él en el problema con que se enfrentaba. Al lado de Petrov estaba el veterano ministro de Asuntos Exteriores, Dmitri Rykov, que seguía allí porque no tenía otro sitio adonde ir. Después de él estaba Yuri Ivanenko, delgado y despiadado a sus cincuenta y tres años, destacando de los otros por su elegante traje a la medida, confeccionado en Londres, como si hiciese gala de su refinamiento ante un grupo de hombres que odiaban todo lo que olía a occidental. Elegido por Rudin como jefe de la KGB, Ivanenko le apoyaría simplemente porque la oposición vendría de sectores que le odiaban a él y que querían destruirle.

Al otro lado de la mesa se sentaba Yefrem Vishnayev, también joven para su puesto, como la mitad del Politburó después de la época de Breznev. A sus cincuenta y cinco años, era el teórico del partido, enjuto, ascético, severo, azote de los disidentes y desviacionistas, guardián de la pureza marxista y consumido por un patológico odio al Occidente capitalista. Rudin sabía que la oposición vendría de aquí. Al lado de Vishnayev estaba el mariscal Nikolai Kerensky, de sesenta y tres años, ministro de Defensa y jefe del Ejército rojo. Se inclinaría del lado marcado por los intereses del Ejército.

Quedaban siete más, entre ellos, Komarov, responsable de la agricultura y que estaba muy pálido, porque sólo él, Rudine Ivanenko, tenían idea de lo que se avecinaba. El jefe de la KGB no revelaba la menor emoción; los otros, no sabían nada.

Todo empezó cuando Rudin ordenó con un ademán a uno de los guardias pretorianos del Kremlin situados junto a la puerta del fondo de la estancia, que hiciese pasar a la persona que, temblando de miedo, esperaba en el exterior.

—Camaradas, permítanme que les presente al profesor Iván Ivanovich Yakolev —gruñó Rudin, mientras el hombre avanzaba temeroso hasta la punta de la mesa y permanecía en pie, esperando y sosteniendo en la mano un informe mojado de sudor—. El profesor es nuestro primer agrónomo y especialista en cereales del Ministerio de Agricultura, además de miembro de la Academia de Ciencia. Tiene que someter un informe a nuestra consideración. Adelante, profesor.

Rudin, que había leído ya el informe varios días antes en la soledad de su despacho, se reclinó en su sillón y miró al techo por encima de la cabeza del hombre. Ivanenko encendió cuidadosamente un cigarrillo occidental con filtro. Komarov se enjugó la frente y observó sus manos. El profesor carraspeó.

—Camaradas... —empezó a decir, en tono vacilante.

Nadie negó que fuesen camaradas. En vista de lo cual, el científico respiró profundamente, contempló sus papeles y empezó a leer su informe.

—En los meses de diciembre y enero próximo pasados, nuestros satélites de previsión meteorológica remota anunciaron un invierno y un principio de primavera desacostumbradamente húmedos. Como consecuencia de ello, y de acuerdo con la práctica científica habitual, el Ministerio de Agricultura decidió que la simiente de cereales para la siembra de primavera fuese protegida con sustancias profilácticas, a fin de impedir las infecciones fungosas que probablemente se habrían producido a causa de la humedad. Esto se había hecho muchas veces en ocasiones anteriores.

»Las sustancias elegidas tenían un doble objeto: impedir el ataque de los hongos contra las semillas en germinación, mediante un compuesto orgánico mercurial, y combatir a los pájaros con un pesticida llamado "Lindane". El comité científico acordó, dado que la URSS necesitaría producir al menos ciento cuarenta millones de toneladas de trigo de primavera después de los daños causados por las desastrosas heladas de invierno, que habría que sembrar seis millones doscientas cincuenta mil toneladas de simiente.

Ahora, todos le miraban fijamente y permanecían inmóviles. Los miembros del Politburó podían oler el peligro desde un kilómetro de distancia. Sólo Komarov, como responsable de la agricultura, miraba fijamente la mesa, con aire de desconsuelo. Varios pares de ojos se volvieron a él, presintiendo sangre. El profesor tragó saliva y prosiguió:

—A razón de sesenta gramos de sustancia orgánica mercurial por tonelada de grano, se necesitaban trescientas cincuenta toneladas de tal producto. Y sólo había setenta toneladas en almacén. En vista de lo cual, se ordenó inmediatamente a la fábrica de este compuesto en Kuibyshev que iniciase en seguida la producción de las doscientas ochenta toneladas requeridas.

—¿Sólo hay una de esas fábricas? —preguntó Petrov.

—Sí, camarada, el tonelaje requerido no justifica un mayor número de fábricas. La fábrica de Kuibyshev es un complejo importante, que elabora muchos insecticidas, herbicidas, abonos, etc. La producción de doscientas ochenta toneladas de aquella sustancia química podría hacerse en menos de cuarenta horas.

—Continúe —ordenó Rudin.

—Debido a una confusión en las comunicaciones, la fábrica era entonces objeto de las operaciones anuales de reparación y mantenimiento, y el tiempo apremiaba, habida cuenta de que tenía que distribuirse la sustancia a las ciento veintisiete estaciones de preparación de simientes desparramadas en toda la Unión, tratar el grano y devolver éste a las miles de explotaciones agrícolas colectivas y del Estado, en tiempo oportuno para la siembra. Por esto, un enérgico y joven funcionario, que tiene también mando en el partido, fue enviado desde Moscú para acelerar las operaciones. Según parece, éste ordenó a los trabajadores que interrumpiesen lo que estaban haciendo y pusiesen de nuevo la fábrica en condiciones de funcionamiento.

—¿Fracasó en su empeño? —gruñó el mariscal Kerensky.

—No, camarada mariscal. La fábrica empezó a funcionar de nuevo, aunque los encargados del mantenimiento no habían completado su trabajo. Pero algo funcionó mal. Una válvula del depósito. El «Lindane» es un producto químico muy fuerte, y su dosificación, en relación con el compuesto orgánico mercurial, debe ser estrictamente regulada.

»La válvula del depósito de "Lindane", aunque el panel de control registraba que estaba abierta en un tercio de su capacidad, estaba en realidad abierta totalmente. Esto afectó a las doscientas ochenta toneladas de sustancia.

—¿Qué nos dice del control de calidad? —preguntó uno de los miembros, que había nacido en una granja.

El profesor volvió a tragar saliva y lamentó no poder marcharse sin más al destierro en Siberia, poniendo fin a aquella tortura.

—Hubo una conjunción de coincidencias y errores —confesó el profesor—. El jefe químico analista y de control de calidad estaba de vacaciones en Sochi durante el cierre de la fábrica. Fue llamado por cable. Pero, debido a la niebla en la zona de Kuibyshev, tuvo que alterar la ruta y terminar el viaje en tren. Cuando llegó, la producción había terminado.

—¿No se comprobó el producto? —preguntó Petrov, con incredulidad.

El profesor pareció más atribulado que nunca.

—El químico insistió en hacer las pruebas de control de calidad. El joven funcionario de Moscú quería que toda la producción fuese enviada inmediatamente. Surgió una discusión. En definitiva, llegaron a un compromiso. El químico quería comprobar un fardo de producto de cada diez, o sea, veintiocho en total, El funcionario insistía en que se comprobase sólo uno. Aquí se produjo el tercer error.

»Los nuevos fardos se habían almacenado junto con la reserva de setenta toneladas que quedó el año pasado. En el almacén, uno de los cargadores, al recibir la orden de enviar un solo fardo al laboratorio para su comprobación, eligió uno de los antiguos. Las pruebas demostraron que el producto era perfecto, y se despachó toda la consignación.

Aquí terminó su informe. Nada más tenía que decir. Podría haber tratado de explicar que una coincidencia de tres errores, un mal funcionamiento mecánico, un criterio equivocado de dos hombres acuciados por la prisa, y un descuido de un mozo de almacén, había producido la catástrofe. Pero esto no era cosa suya, y no pretendía presentar torpes excusas en favor de los otros. El silencio que reinó en la sala no podía ser más amenazador.

Vishnayev lo rompió, con helada claridad.

—¿Cuál es el efecto de una dosis excesiva de «Lindane» en el compuesto orgánico mercurial? —preguntó.

—Camarada, produce un efecto tóxico contra la semilla que germina en el suelo, en vez de protegerla. Los brotes, en el caso de que lleguen a salir, crecen mezquinos, claros y con manchas de color castaño. Virtualmente, las espigas afectadas no producen grano alguno.

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