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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (9 page)

Quedaban otros cuatro, todos ellos rusos: Komarov, de Agricultura, sumamente inquieto; Stepanov, jefe de los sindicatos; Shushkin, responsable de las relaciones con los partidos comunistas extranjeros de todo el mundo, y Petryanov, a quien incumbían las responsabilidades especiales de la economía y del Plan industrial.

—Camaradas —comenzó Rudin, pausadamente—, todos ustedes han podido estudiar detenidamente el informe Yakolev. Todos han visto también el informe separado del camarada Komarov, en el sentido de que, en septiembre y octubre próximos, nuestra cosecha total de grano será deficitaria en una cifra próxima a los ciento cuarenta millones de toneladas. Consideremos primero lo primero. ¿Puede la Unión Soviética sobrevivir un año, con sólo cien millones de toneladas de cereal?

La discusión duró una hora. Fue áspera y enconada, pero la conclusión fue virtualmente unánime. Tal escasez de grano causaría privaciones como no se habían visto desde la Segunda Guerra Mundial. Si el Estado compraba un mínimo irreductible destinado a hacer pan para las ciudades, el campo se quedaría con poco más que nada. La obligada matanza del ganado, al cubrirse los pastos de nieve invernal y no poder suplirlos con forrajes o cereales, dejaría sin reses a la Unión Soviética. Sería necesaria toda una generación para rehacer los ganados. Y, si se dejaba un mínimo de grano en el campo, las ciudades se morirían de hambre.

Por fin, Rudin interrumpió la discusión.

—Muy bien —dijo—. Si tenemos que aceptar el hambre, de momento por falta de cereales y después, y como consecuencia, por falta de carne, ¿cuál será la consecuencia, en términos de disciplina nacional?

Petrov rompió el silencio que siguió. Admitió que había una ola de inquietud creciente entre las grandes masas del pueblo, evidenciada por una reciente erupción de pequeños disturbios y de dimisiones en las filas del partido, de todo lo cual había sido informado el Comité Central por los millones de resortes de la máquina del partido. Ante una verdadera epidemia de hambre, muchos mandos del partido harían causa común con el proletariado.

Los no rusos asintieron con la cabeza. En sus Repúblicas, el dominio del centro era siempre menor que dentro de la propia Rusia.

—Podríamos estrujar a los seis satélites del Este de Europa —sugirió Petryanov, sin molestarse siquiera en llamar camaradas fraternales a los europeos del Este.

—Polonia y Rumania se rebelarían con violencia desde el primer momento —replicó Shushkin, el hombre enlace con la Europa Oriental—. Y probablemente Hungría haría lo mismo.

—El Ejército rojo podría con ellos —gruñó el mariscal Kerensky.

—No con los tres a un tiempo, en el momento actual —replicó Rudin.

—En todo caso, esto sólo supondría la adquisición de un total de diez millones de toneladas —dijo Komarov—. No sería bastante.

—¿Camarada Stepanov? —inquirió Rudin.

El jefe de los sindicatos controlados por el Estado escogió cuidadosamente sus palabras.

—En el supuesto de una auténtica plaga de hambre en este invierno, que se prolongase en la primavera y el verano —dijo, observando su lápiz—; sería imposible garantizar que no se produjesen desórdenes, tal vez en gran escala.

Ivanenko, sentado en silencio, contemplando el largo cigarrillo occidental con filtro, que sostenía entre los dedos índice y pulgar, olía más que fumaba. Había olido el miedo muchas veces; al proceder a detenciones, durante los interrogatorios, en las incidencias de su oficio. Y lo olía ahora. El y los hombres que le rodeaban eran poderosos, privilegiados, y estaban protegidos. Pero conocía bien a todos; tenía sus fichas. Y él, que no conocía el miedo personalmente, porque las almas muertas no lo conocen, sabía también que todos ellos temían algo más que la propia guerra. Si el proletariado soviético, que sufría desde hacía tiempo y era paciente y gregario frente a las privaciones, enloquecía un día...

Todas las miradas estaban fijas en él. Los «desórdenes» públicos y su represión eran de su incumbencia.

—Yo podría —anunció, serenamente— hacer frente a un Novocherkassk. —Todos los de la mesa contuvieron el aliento—. Podría hacer frente a diez casos como aquél, e incluso a veinte. Pero todos los recursos de la KGB no podrían con cincuenta.

La mención de Novocherkassk hizo brotar un espectro del papel de la pared, tal como él había presumido. El 2 de junio de 1962, hacía casi exactamente veinte años, se habían producido grandes algaradas de los obreros en la ciudad industrial de Novocherkassk. Pero veinte años no habían borrado el recuerdo.

Todo había empezado cuando, por una estúpida coincidencia, un Ministerio había elevado los precios de la carne y de la mantequilla, mientras otro había rebajado en un treinta por ciento los salarios de la gigantesca fábrica de locomotoras NEVZ. En las algaradas resultantes, los enardecidos obreros se adueñaron de la ciudad durante tres días, fenómeno inaudito en la Unión Soviética. Como inaudito fue que abuchearan a los jefes locales del partido, temblorosos y atrincherados en su propio Cuartel General; increpasen a todo un general soviético; cargasen contra las filas de los soldados armados y lanzasen pellas de barro contra los tanques, hasta que las mirillas quedaron obstruidas y los tanques tuvieron que detenerse.

La reacción de Moscú fue contundente. Todas las vías férreas, todas las carreteras, todos los teléfonos, todos los medios de comunicación de Novocherkassk fueron bloqueados. Se hizo un vacío alrededor de la ciudad, para que no se filtrase la menor noticia procedente de ella. Y fueron enviadas dos divisiones de tropas especiales de la KGB para sofocar la rebelión y aplastar a los alborotadores. Ochenta y seis paisanos murieron en las calles, y más de trescientos resultaron heridos. Ninguno de ellos volvió a casa, y nadie fue enterrado públicamente en la localidad. No sólo los heridos, sino todos los miembros de todas las familias en que había habido algún muerto o herido, incluidas las mujeres y los niños, fueron deportados a los campos de Gulag, para que no pudiesen preguntar por sus parientes y mantener vivo el recuerdo de aquella acción. Se borraron todos los rastros, pero dos decenios más tarde el asunto se recordaba todavía muy bien dentro del Kremlin.

Cuando Ivanenko soltó su bomba, volvió a hacerse el silencio alrededor de la mesa. Rudin lo rompió:

—Entonces, la conclusión parece inevitable. Tendremos que comprar en el extranjero, como nunca lo habíamos hecho. Camarada Komarov, ¿cuál es el mínimo que tendríamos que comprar en el extranjero, para evitar el desastre?

—Secretario general, si dejarnos en el campo el mínimo irreducible, y empleamos hasta el último grano de nuestros treinta millones de toneladas de reserva nacional, necesitaremos cincuenta y cinco millones de toneladas de grano del exterior. Esto equivaldría a todo el excedente de los Estados Unidos y el Canadá, en un año de cosecha excepcional —respondió Komarov.

—Jamás nos lo venderían —gritó Kerensky.

—Ellos no son tontos, camarada mariscal —terció Ivanenko, sin levantar la voz—. Sus satélites «Cóndor» les habrán informado ya de que algo anda mal en nuestro trigo de primavera. Pero no pueden saber lo que es, ni la importancia del daño. Todavía no pueden saberlo, pero, en otoño, se habrán formado ya una idea. Y son codiciosos, terriblemente codiciosos cuando se trata de dinero. Yo puedo elevar los niveles de producción de las minas de oro de Siberia y Kolyma, enviar allí más mano de obra de los campos de Mordovia. Podemos conseguir el dinero necesario para la compra.

—Estoy de acuerdo con usted en un punto —dijo Rudin—, pero no en el otro, camarada Ivanenko. Ellos pueden tener el trigo y nosotros podemos tener el oro, pero existe la posibilidad, solamente la posibilidad, de que esta vez exijan concesiones.

Todos se pusieron rígidos al oír la palabra «concesiones».

—¿Qué clase de concesiones? —preguntó, receloso, el mariscal Kerensky.

—Nunca se sabe hasta que se empieza a negociar —respondió Rudin—, pero es una posibilidad que hemos de tener en cuenta. Pueden exigir concesiones en el terreno militar...

—¡Nunca! —gritó Kerensky, poniéndose en pie, con el rostro congestionado.

—Nuestras opciones son bastante limitadas —replicó Rudin—. Creo que estamos de acuerdo en que no puede consentirse que el hambre haga presa en toda la nación. Retrasaría en un decenio, o tal vez más, el progreso de la Unión Soviética y, por ende, la implantación del marxismo-leninismo en todo el mundo. Necesitamos el trigo: no hay alternativa. Si los imperialistas ponen condiciones en el campo militar, tendremos que aceptar un retroceso de dos o tres años; pero sólo para avanzar más de prisa después de nuestra recuperación.

Hubo un murmullo general de asentimiento. Rudin estaba a punto de dominar la situación. Entonces atacó Vishnayev. Se levantó despacio, al menguar el rumor.

—Camaradas —dijo, con melosa moderación—, nos enfrentamos con unos problemas anormales y de incalculables consecuencias. Yo opino que es prematuro establecer una conclusión definitiva. Propongo un aplazamiento de quince días, para que todos podamos reflexionar sobre lo que se ha dicho y sugerido.

Su truco dio resultado. Había ganado tiempo, justificando los secretos temores de Rudin. Los reunidos acordaron, por diez votos contra tres, suspender la sesión sin resolver definitivamente.

Yuri Ivanenko había llegado a la planta baja y estaba a punto de subir al automóvil que le esperaba, cuando sintió que le tocaban en un codo. Un alto comandante de la guardia del Kremlin, con bien cortado uniforme, estaba de pie a su lado.

—El camarada secretario general desearía decirle unas palabras en sus habitaciones particulares, camarada presidente —dijo, sin levantar la voz.

Sin añadir palabra, dio media vuelta y se encaminó al pasillo que conducía al interior del edificio, alejándose de la puerta principal. Ivanenko le siguió. Y mientras seguía al comandante de ajustada guerrera, pantalón castaño claro y relucientes botas, se le ocurrió pensar que, si alguno de los hombres del Politburó tenía que sentarse un día en el «sillón penal», la subsiguiente detención sería realizada por sus propias tropas especiales de la KGB, llamadas guardia de frontera, con sus brillantes charreteras y franjas verdes en las gorras, y la insignia de la espada y el escudo de la KGB en el pico de aquellas.

Pero si era él, Ivanenko, el detenido, la misión no se confiaría a la KGB, como no habían confiado a ésta, casi treinta años atrás, la detención de Lavrenti Beria. Serían esos elegantes y desdeñosos guardianes distinguidos del Kremlin, pretorianos de la sede del poder supremo, quienes harían el trabajo. Quizá sería el arrogante comandante que le precedía ahora, y lo haría sin el menor escrúpulo de conciencia.

Tomaron un ascensor privado, subieron de nuevo al tercer piso, e Ivanenko fue introducido en el apartamento particular de Maxim Rudin.

Stalin había resuelto vivir encerrado en el corazón del Kremlin; pero Malenkov y Kruschev habían rechazado esta costumbre, prefiriendo alojarse, con la mayoría de sus compinches, en lujosos apartamentos de un complejo vulgar (visto desde el exterior) de casas de apartamentos, en el extremo de la Kutuzovsky Prospekt. Pero al morir, hacía dos años, la esposa de Rudin, éste había regresado al Kremlin.

Era un apartamento relativamente modesto para el más poderoso de los hombres: seis habitaciones, destinadas a cocina completa, cuarto de baño jaspeado, despacho particular, salón, comedor y dormitorio. Rudin vivía solo, comía con frugalidad, se privaba de la mayor parte de los lujos y era atendido por una vieja mujer de limpieza y el omnipresente Misha, tosco pero cauteloso ex-soldado, que no hablaba nunca y nunca se encontraba lejos. Cuando Ivanenko entró en el despacho, a un mudo ademán de Misha, se encontró con que Maxim Rudin y Vassili Petrov estaban ya allí. Rudin le indicó un sillón desocupado y dijo, sin preámbulos:

—Les he llamado a los dos porque amenaza tormenta y todos lo sabemos —tronó—. Yo soy viejo y fumo demasiado. Hace dos semanas fui a ver a los matasanos de Kuntsevo. Hicieron algunas pruebas. Y ahora quieren que vuelva.

Petrov lanzó una aguda mirada a Ivanenko. El jefe de la KGB permanecía impasible. Estaba enterado de la visita a la superexclusiva clínica de los bosques del sudoeste de Moscú; uno de sus médicos le informaba de todo.

—La cuestión de la sucesión pende en el aire, y todos lo sabemos —siguió diciendo Rudin—. Y también sabemos, o deberíamos saber, que Vishnayev ambiciona el cargo.

Rudin se volvió a Ivanenko.

—Si lo consigue, Yuri Alexandrovich, y es lo bastante joven para ello, usted habrá terminado. Él no aprobó jamás que un profesional estuviese al frente de la KGB. Pondría a su favorito, Krivoi, en su lugar.

Ivanenko cruzó las manos y miró a Rudin. Tres años antes, Rudin había roto la larga tradición de la Rusia soviética de imponer a un miembro destacado del partido como presidente y jefe de la KGB. Shelepin, Semichastny y Andropov habían sido hombres del partido, colocados al frente de la KGB desde fuera del servicio. Sólo el profesional Iván Serov había estado a punto de llegar a la cima en medio de una oleada de sangre. Entonces, Rudin había elegido a Ivanenko, entre los principales lugartenientes de Andropov, y le había nombrado nuevo jefe.

Y no era esto lo único que rompía la tradición. Ivanenko era joven para el cargo de policía y jefe de espías más poderoso del mundo. A este respecto, había servido como agente en Washington hacía veinte años, circunstancia que siempre provocaba recelos entre los xenófobos del Politburó. En su vida privada, le gustaba la elegancia occidental, y se decía, aunque nadie se atrevía a mencionarlo, que tenía ciertas reservas privadas sobre el dogma. Esto, al menos para Vishnayev, era absolutamente imperdonable.

—Si él ocupa el cargo, ahora o más adelante, también usted se verá en apuros, Vassili Alexeievich —dijo Rudin a Petrov.

Cuando hablaba en privado con sus protegidos, condescendía a llamarles por sus nombres patronímicos; pero nunca lo hacía en sesiones públicas.

Petrov asintió con la cabeza, indicando que había comprendido. Él y Anatoly Krivoi habían trabajado juntos en la sección de Organizaciones del Partido del Secretariado General del Comité Central. Krivoi era más viejo y más antiguo en la sección. Había esperado ocupar la jefatura, pero cuando ésta quedó vacante, Rudin había preferido a Petrov para desempeñar un cargo que, tarde o temprano, llevaba aneja la suprema distinción de un asiento en el Politburó. Krivoi, muy contrariado, había aceptado el ofrecimiento de Vishnayev y asumido el puesto de jefe de personal y brazo derecho del teórico del partido. Pero seguía ambicionando el cargo de Petrov.

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