Se arrojó de cabeza en el destino absurdo y dramático presagiado con harta frecuencia a las viajeras imprudentes de la época. La ratonera se había cerrado. La trampilla con deliciosos arabescos de hierro forjado había vuelto a caer. Como otras muchas veces en que su carácter impulsivo la había arrastrado a situaciones sin salida, ella volvió su cólera contra sí misma; y el pensar lo que diría Madame de Montespan si llegase a saber la suerte de su rival la quemó como un hierro candente. «Madame de Plessis-Belliére… ¿No lo sabéis? ¡Ja, ja, ja! ¡Capturada por los berberiscos…! ¡Ja, ja, ja! Dicen que el gran almirante de Argel la ha ofrecido como presente al Sultán de Marruecos. ¡Ja, ja! ¡Qué chusco! ¡Pobre mujer…!» La risa burlona de la bella Athénais resonó en sus oídos.
Angélica se levantó, buscando algo que romper. No había nada. Estaba en una celda desnuda que el enjalbegado habría hecho monástica a no ser por la suntuosidad del diván, repleto de cojines en donde la habían arrojado como un bulto. No había ventanas, y como única abertura ¡aquella maldita verja de hierro forjado! Angélica se lanzó contra la verja para sacudirla. Tuvo la sorpresa de sentir que cedía al primer intento. Vacilando al principio y luego rápidamente se adentró por la galería que se abría ante ella. Se alzó la oscura silueta de un eunuco, salió de la sombra y la siguió. Otro, con su alabarda, se hallaba en lo alto de una escalera. Adelantó el brazo para cortarle el paso. Angélica se sentía con la fuerza de un torrente. Apartó a aquel individuo de un empellón. Él la asió de la muñeca. Recobró toda la habilidad de la dueña de «La Máscara Roja» que ponía a los borrachos en la puerta. Abofeteó al guardián, le cogió por el cuello y le derribó. Los dos eunucos se pusieron a chillar como monos, mientras que Angélica se precipitaba escaleras abajo, para tropezar con otros tres negros aullando a su vez y contra los que forcejeó en vano. Sus voces de falsete se cruzaban encima de ella. Se resistió como una tigresa, pero pronto quedó inmovilizada.
Un gordinflón rechoncho, blandiendo unas disciplinas con nudos, se acercó. Osmán Ferradji a quien habían ido a buscar con toda urgencia la calmó con una seña. No llevaba el gran manto ni el turbante de gala, sino sólo una especie de chaleco de raso carmesí sin mangas y largo pantalón bombacho sostenido por un cinturón de metal precioso. Su turbante, coronado por un penacho, se ceñía a su finacabeza. En aquel atavío íntimo se notaba mejor la ambigüedad de su sexo. Sus brazos lisos y torneados, guarnecidos de brazaletes y sus manos ensortijadas hubieran podido pertenecer a una bellísima negra. Fijó una mirada serena en Angélica desgreñada y dijo en francés, con su voz armoniosa.
—¿Queréis tomar té, o jarabe de limón? ¿Queréis que os traigan unas broquetas de cordero asado? ¿O un picadillo de pichón con canela? ¿O unos cucuruchos de pasta de almendras? ¡Debéis tener hambre y sed!
—Quiero el aire libre —gritó Angélica—. Quiero ver el cielo, quiero salir de esta prisión.
—¿Nada más que eso? —dijo suavemente el Gran Eunuco—. Dignaos seguirme, os lo ruego.
Aunque el ofrecimiento era generoso, no por ello los guardianes soltaron a la joven que había llegado a ser su terror desde que al evadirse había provocado la ejecución de cinco de ellos.
Tuvo que volver a subir la estrecha escalera y, luego, otra. Y de pronto se encontró sobre un tejado que era terraza al mismo tiempo, desplegándose sobre ella toda la inmensa bóveda estrellada del cielo. La claridad lunar impregnaba la fresca bruma que el mar axhalaba y que se hacía de un azul claro envolviéndolo todo, dando aspecto vaporoso hasta a la enorme cúpula de una cercana mezquita. Y su alto minarete parecía transparente, permeable a los rayos de la luna. Hasta tal punto resultaba agrandado, inconsistente y ligero, que daba vértigo contemplarlo en aquella niebla de luz azul. Bogaban ladridos de perros por intermitencias en el silencio, llevados sobre la densa tibieza de la noche con el suspiro del oleaje. Los gritos de la taberna del presidio no llegaban hasta aquel barrio circundado de hermosos jardines donde los aristócratas argelinos tenían su serrallo. Era el silencio nocturno de las noches musulmanas, tan apasionadas y fértiles como el día o quizá más todavía, porque en la noche es cuando se traman las intrigas, se realizan las conspiraciones, los mudos estrangulan y las mujeres prisioneras tienen derecho a ir a soñar ante la inmensidad del mundo prohibido. Sus formas blancas se adivinaban en las terrazas, tendidas sobre los cojines o moviéndose en lento pasear. Llevaban al fin el rostro descubierto, y gozaban de la brisa y la sal venidas del mar. Al murmullo de las olas respondía el murmullo de sus voces parloteando con risas discretas, en tintineo de cubiletes de plata y un olor fresco a té con yerba-buena y golosinas.
De cuando en cuando uno de los eunucos guardianes se levantaba y hacía su ronda, siguiendo el reborde estrecho de los tejados y los patios de las casas. Caminaban, negros y lentos sobre el cielo lunar, con mirada recelosa, escudriñando la sima de las callejas donde podía ocultarse el amante audaz, pero mostrándose indulgentes con las risas y los saludos entre aquella vecindad.
Los guardianes habían soltado a Angélica. Ella se volvió y divisó el mar, inmensa extensión de amatista surcada de plata. Era difícil imaginar que al otro lado de aquella costa mágica existían las riberas europeas con sus altas casas de piedras morenas o grises, abiertas con mil ojos curiosos, pero cerradas hacia el cielo. Angélica se sentó al borde de la muralla. En aquella terraza donde se encontraba había también otras mujeres, sentadas sobre almohadones, pero permanecían silenciosas, y hasta las sirvientas que les escanciaban el té y pasaban las bandejas de pasteles parecían tímidas, pues eran todas esclavas adquiridas por el Gran Eunuco u ofrecidas por Mezzo-Morte, y no se conocían aún.
Osmán Ferradji observaba a Angélica con gran atención. Dijo como en una súbita inspiración:
—¿Queréis café turco?
Las aletas de la nariz de Angélica vibraron. ¡Se dio cuenta de que lo que más le faltaba desde que estaba en Argel era el café turco!
Sin esperar su aprobación, Osmán Ferradji dio una palmada y unas breves órdenes. En unos instantes desenrollaron una alfombra, amontonaron almohadones y trajeron una mesita baja; y el vapor oloroso del café negro se elevó. Osmán Ferradji hizo seña a las sirvientas de que se apartasen. Sentado sobre la alfombra, con sus largas piernas cruzadas, quería servir él mismo a la cautiva francesa. Le ofreció el azúcar y le propuso la pimienta molida y el licor de albaricoque, pero ella los rechazó. Bebió el café apenas azucarado. Sus ojos se cerraron bajo el efecto de una violenta nostalgia. «El olor del café me recuerda Candía… y la sala de ventas donde su perfume se mezclaba con tanta intensidad al humo del tabaco… y yo quisiera volver a Candía, a aquel momento en que una mano me hizo alzar la cabeza… el café olía bien. Yo era feliz en Candía…»
Bebió tres sorbos y, al fin, se echó a llorar, con la garganta agitada por vehementes sollozos que intentaba en vano contener. No hubiera querido mostrar aquella flaqueza, aquella derrota ante los ojos del Gran Eunuco, tanto más cuanto que lo absurdo de su sentimiento se le aparecía con entera claridad. En Candía, no fue más que una desdichada esclava tratada brutalmente, puesta en venta en el «batistan». Pero en Candía, le ¡quedaba aún la esperanza, una meta! Tenía allí también a su viejo amigo, el mañoso Savary para alentarla, conducirla, guiarla; para llevarle cartas que firmar por las rejas de su mazmorra subterránea, o hacerle señas cabalísticas bajo sus andrajos de mendigo. ¿Dónde estaría el pobre Savary? ¿Quizá le habían sacado los ojos para que hiciese girar la noria en lugar del asno? ¿O le habrían arrojado al mar o a los perros…? ¡Eran muy capaces!
—No comprendo —dijo la voz suave de Osmán Ferradji— que vos lloréis, ni que gritéis y os sobresaltéis así…
—¡Ah, sí! —dijo Angélica entre dos sollozos—. ¡No comprendéis que una mujer a quien separan de los suyos y a la que encarcelan pueda llorar! No soy la única. Escuchad a esa otra que grita abajo.
—Pero vos no sois lo mismo.
Levantó la mano, abriendo en abanico sus largos dedos ensortijados de uñas rojas y contó.
—La mujer que ha vuelto loco al marqués d'Escrainville, el Terror del Mediterráneo, que ha impulsado a Don José de Almada, el comerciante más sensato que yo conozco, a subir hasta 25 000 piastras en una subasta que a él no le afectaba, la que ha huido del invencible Rescator, la que ha hablado de frente a Mezzo-Morte en un tono injurioso que ni siquiera sus enemigos habrían osado emplear. Y añadiré más: ¡la primera mujer que se haya fugado de manos del Gran Eunuco Osmán Ferradji! Es esta una gran referencia. Cuando se es así, ¡no se llora ni se sufren ataques de nervios…!
Angélica buscó su pañuelo y se bebió de un sorbo la taza de café que se enfriaba. La lista de hazañas suyas que Osmán Ferradji le dedicaba no dejaba de impresionarla sobre sus propios recursos y despertaba su combatividad. Pensó: «¿Por qué, después de todo, no sería yo la primera mujer que consigue escaparse de un harén?»
Sus ojos verdes se posaron sobre el Gran Eunuco frente a ella. Volvía a tener aquel sentimiento de simpatía y de deferencia que él le había inspirado espontáneamente cuando estuvo sentada a su lado, el día del suplicio del caballero alemán. Iluminado por la luna, aquel rostro parecía de un bronce delicado, de sombras llenas y demasiado cinceladas para un hombre: aunque sus cejas bajas le daban un aire de seriedad severa cuando no sonreía.
Pero el Gran Eunuco sonrió. Pensaba que los ojos verdes de aquella mujer podían parecerse a los de una pantera. Era ella de la misma raza y su llanto no significaba más que el despecho por haberse dejado vencer. Él sabría cautivar su ambición.
—No —dijo él, moviendo la cabeza—, mientras yo esté vivo ¡no os escaparéis! ¿Queréis pistachos? Vienen de Constantinopla. ¿Están siquiera sabrosos?
Angélica mordisqueó uno y dijo que los había comido mejores.
—¿Dónde? —dijo Osmán Ferradji, súbitamente ansioso—. ¿Recordáis el nombre y la dirección del vendedor?
Y añadió que una de sus preocupaciones era satisfacer la afición a las golosinas de los centenares de mujeres de Muley Ismael. Esperaban el oro y el moro de su viaje a Argel, adonde había ido para aprovisionarse nuevamente de vinos griegos de Malvasía y de bombones orientales. Los harenes de Muley Ismael eran los mejor surtidos de Berbería, gracias a sus cuidados. Cuando ella estuviera en Mequinez, ya vería… Angélica se irguió, afiladas las uñas.
—No iré jamás a Mequinez. Quiero mi libertad.
—¿Qué haríais con ella?
Era una pregunta con tan suave asombro, que la rebeldía de Angélica se deshinchó como vejiga pinchada. Hubiera podido gritar que deseaba volver a los suyos, ver de nuevo su país, pero de pronto no sabía ya, y su existencia se le aparecía como una irrisión. No tenía ya lazos con nadie, aparte de sus dos jóvenes hijos, ¿y no los habría arrastrado a ellos también en la confusión de sus proyectos insensatos?
—Aquí o allá —murmuró la voz del Gran Eunuco—, donde Alá quiera que estemos, gocemos de los sabores de la vida. Las mujeres tienen gran facultad de adaptación. Tenéis miedo de nuestra piel negra o morena e ignoráis nuestra lengua. Pero ¿qué hay en nuestras costumbres que pueda causaros tanto espanto?
—¿Creéis que un breve espectáculo como la ejecución del caballero de Malta a la que asistimos el otro día, me predispone a encontrar agradables las costumbres musulmanas?
Osmán Ferradji pareció sinceramente sorprendido.
—¿No hay en vuestro país ejecuciones en las que tiran de un hombre cuatro caballos? Los franceses con quienes he hablado me lo han relatado.
—Es exacto —convino Angélica—. Pero… no sucede todos los días. Ese suplicio sólo se aplica a los regicidas.
—El del caballero de Malta era también un raro acontecimiento. Haberle tratado así es reconocer la valentía de un enemigo, el miedo que inspira y el mal que ha infligido. Era un gran honor para él. Tenéis miedo, señora, porque queréis ignorar como todos los Cristianos lo que es el Islam. Ellos se imaginan que somos salvajes. Ya veréis nuestras ciudades del Magreb, del país del poniente supremo. Marruecos que es rosado como un fuego al pie de las montañas del Atlas donde la nieve centellea como puntas de diamante. Fez, cuyo nombre quiere decir oro, y Mequinez, capital del Sultán, que parece edificada con marfil. Nuestras ciudades son más bellas y ricas que las vuestras.
—No sabéis lo que decís. No podéis comparar París con ese revoltijo de cubos blancos…
Hizo un gesto hacia Argel dormida a sus pies y se calló. Era un mundo inimaginable, fuera del tiempo, como un sueño. Allá, a sus pies, una ciudad levantada por la magia de la luna, como translúcida porcelana, a orillas de un mar de amatista; un sueño, y bajo los oropeles chillones de la ciudad de los piratas, la revelación del alma pausada y meditabunda del Islam.
—No estáis hecha para el miedo —decía Osmán Ferradji, moviendo la cabeza—. Sed dócil y no se os hará daño alguno. Os dejaré tiempo para habituaros a nuestras costumbres islámicas.
—No sé si me acostumbraré nunca a este desprecio que tenéis por la vida humana.
—La vida humana ¿merece tanta inquietud? Es cierto, en efecto, que los Cristianos tienen un miedo espantoso a la muerte y a la tortura. Vuestro culto parece prepararos mal para soportar la visión de Dios.
—Mezzo-Morte me dijo ya algo parecido.
—No es más que un renegado, un «turco de profesión» —dijo el Gran Eunuco sin ocultar su desdén— pero quiero creer que no le atrajo hacia nosotros solamente el afán de lucro y ambición, sino también esta libertad de creencia que da el gozo de vivir y el gozo de morir y no el miedo a lo uno y a lo otro, como entre vosotros, los Cristianos.
—Es, en efecto, lamentable que no hayáis podido haceros morabito, Osman bey. Predicáis bien ¿Creéis que conseguiréis convertirme?
—No tendréis elección. Os haréis al fin musulmana al ser una de las mujeres de nuestro gran señor Muley Ismael.
Angélica apretó los labios para no responder. Pensó con irreverencia: «¡Contad con ello!» El ogro marroquí que le reservaban en calidad de dueño estaba lejos, ¡afortunadamente! De allí a entonces, tendría que hallar la posibilidad de escaparse. Y la encontraría. ¡Osmán Ferradji había hecho bien en darle café…!: