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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (43 page)

Angélica estaba demasiado cansada para mostrar su repulsión. Mezzo-Morte la envolvió en una mirada insistente. Ella le había ofendido mortalmente hacía un rato, y él no era hombre que perdonase.

—Sois orgullosa —dijo—. Odio el orgullo en las mujeres, como lo odio en los cristianos. No son dignos de él. —Bruscamente, rompió a reír de nuevo, con una risa feroz, interminable.

—¿Por qué os reís? —preguntó Angélica.

—Porque sois orgullosa, arrogante, y porque sólo yo sé lo que os va a pasar. Es lo que me hace reír tanto, ¿comprendéis?

—Confieso que no.

—¿Qué importa? Pronto lo comprenderéis.

XXXVII El suplicio del caballero de Malta, descuartizado por cuatro galeras

Aquella noche, Angélica durmió a bordo de una galera de Mezzo-Morte, anclada en el puerto. Fátima-Myrella se presentó para servirla. Angélica le regaló uno de sus brazaletes, pidiéndole que pasara la noche junto a ella. Se sentía alucinada por la presencia irritada y celosa de los barbilindos con turbantes amarillos que custodiaban el navio. La vieja se instaló sobre una estera, atravesada ante la puerta. Angélica durmió como un tronco, molida de cansancio.

Al día siguiente, la vieja tuvo que ir a tierra y no volvió hasta la noche, muy excitada. La ciudad estaba en pleno regocijo. Aquella mañana habían visto aparecer una veintena de barcos redondos que se creían perdidos bajo las olas para siempre. Era lo que quedaba de la enorme flota que había partido de Argel dos años antes para una expedición hacia el gran mar; al que se llega pasando bajo el fuego de los españoles, entre Gibraltar y Ceuta. En las lejanías del inmenso Océano, los berberiscos se habían hundido y he aquí que volvían, con los ojos llenos de extrañas visiones, de un país de brumas sobre montañas de hielo. Describían el mundo inmóvil y helado donde, en el curso de una noche interminable, se ven girar tres soles entre halos de azul y rosa. Muchos navios habían naufragado en aquellas tempestades demoníacas donde todos los espíritus de los vientos se juntaban para aplastar los barcos como si fueran nueces. Sin embargo, los que se habían salvado, traían 800 esclavos; toda la colonia islandesa instalada allí lejos por el rey de Dinamarca.

Todo Argel desfilaba para contemplar aquellas criaturas del Septentrión, blancas como la nieve y de cabellos rubios como la luna. Las mujeres, desnudas, amontonadas en el muelle, con sus cabelleras irreales destacando sobre el azul del mar, parecían sirenas exiliadas. Pero la vieja provenzal movía la cabeza: eran chatas —decía—, sin cejas ni pestañas, de ojos pitarrosos e incapaces de soportar el fulgor del sol africano; y el viaje espantoso que acababan de pasar, las había reducido al estado de esqueletos. Pasado el primer movimiento de curiosidad no las venderían a cien patagones por cabeza
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. No se podía imaginar a ninguno de aquellos buenos musulmanes, algo supersticiosos, metiendo gustosos en su lecho a una de aquellas larvas frías y aleladas. Lo que los hombres del Islam necesitaban eran mujeres de buenas carnes, de sangre caliente, músculos flexibles y temperamento ansioso y jamás fatigado del quehacer del amor; lo que ella misma, Fátima, había sido en su juventud. Y Alá podía atestiguar que su marido tenía tanto que hacer para satisfacerla que no sentía deseos de ir tras otras concubinas. Ella conocía a los varones del Islam. Estaban ávidos de mujeres blancas y rubias, pero no demasiado blancas ni demasiado rubias. Angélica respondía perfectamente a su ideal. Por eso, sin duda, había gozado ella de un trato especial; lo que había estado a punto de provocar un motín entre el Diván turco y la Taiffe argelina. Pero la llegada de los intrépidos navegantes de Islandia desvió la atención. La vieja Fátima se preguntaba a qué alto personaje la reservaba Mezzo-Morte.

—No me venderá porque he de pagar rescate —afirmó Angélica.

—Una cosa no quita la otra —dijo sentenciosamente la vieja renegada.

Argel se preparaba para una gran fiesta al día siguiente. ¿Acaso podría asistir ella, la cautiva de honor? Angélica se impacientaba porque no había vuelto a ver al gran almirante de Argel y hubiese querido saber algún detalle sobre su propio destino.

En el navio-palacio, estaba en realidad más aislada y custodiada que en una prisión de tierra. Mezzo-Morte habíase jactado de que aquel navio era de concepción personal, teniendo de la galeota veneciana su nutrido armamento y potente artillería, de la galera antigua sus ochos pares de remos y del jabeque argelino la línea ensanchada y baja sobre el agua, pese a sus dos mástiles. Más que un palacio flotante era un navio de guerra muy potente, complementado por un falucho de práctica. Los dos barcos llevaban noche y día una guardia doble de feroces cadetes jenízaros con turbantes amarillos. Se hallaban en estado permanente de alerta y preparados para aparejar en unos minutos, en caso de levantamiento de la ciudad; una rebelión servil era siempre previsible con sus 30 000 esclavos cristianos, así como un golpe de mano de la Taiffe, sindicato de los reis argelinos, el día en que el Gran Almirante dejase de agradarles. Cabía también una sublevación de los jenízaros turcos, fuerza de ocupación, pues aquellos terribles «joldaks» habían asesinado en muchas ocasiones al Dey, al Pachá o al reis-almirante en plaza, para obtener aumento de soldada o derecho al reparto de las presas. Mezzo-Morte reinaba sobre un volcán, y lo sabía.

Por eso precisamente reinaba. Porque lo tenía todo previsto. La dársena construida por el célebre Barbarroja en el siglo XVI que protegía el puerto, estaba minada por su cuenta y, en caso de gran alarma, los vigías a sus órdenes tenían la misión de volarla, mientras Mezzo-Morte aparejaría hacia otro destino, cargando con sus riquezas. El otro brazo de la tenaza cerrada sobre Angélica era la península de la Marina, con sus murallas atestadas de cañones y numerosa guarnición: península montañosa formando una sola fortaleza, en la que aquella mañana reinaba gran actividad.

Hileras de esclavos acompañados por «chaouchs» arrastraban hacia allí vigas, mástiles y tablas y montaban una especie de tribuna como para presenciar, desde lo alto de las murallas, unas regatas a celebrar en la dársena misma del puerto de Argel.

En su prisión flotante Angélica observó también cierta agitación, preludio de la fiesta. Todos los cadetes se habían puesto el traje de gala: turbante de seda color amarillo, pantalón bombacho del mismo color, veste verde, babuchas rojas y puñales o sables en lugar del cuchillo ordinario. Los de más edad iban armados de mosquetes con culata incrustada de oro y plata.

Entre algunos de los jóvenes guerreros se cambiaban dicharachos, señalando dos pequeños pontones que acababan de anclar en medio de la dársena, y sobre cada uno de los cuales un mástil se unía al otro por larga pértiga. Aquello representaba la armazón de un porche o de un arco de triunfo flotante, bajo el que podrían pasar tres barcas de frente, aunque no un falucho. Angélica se preguntaba a quién irían a recibir con tan modesto equipo. Las miradas de los jóvenes cadetes no le parecían tranquilizadoras. Finalmente, vio llegar a su vieja esclava que subió alegremente la escala del portalón. Sus ojos chispeaban de excitación por encima de su «haik» negro. Como ella había adivinado, la «cautiva de honor» iba a ser también llevada al espectáculo. Por lo demás, todos los cautivos estaban invitados e incluso llegarían a sacar los de la prisión subterránea o mazmorra, algunos de los cuales volverían a ver la luz del sol por primera vez desde hacía años.

Seguían dos esclavas, llevando un abultado paquete. Angélica descubrió en él sus vestidos comprados en Malta y otros aún más bellos, procedentes de diversas rapiñas en el mar.

No tardó en hallarse en buen sitio sobre uno de los estrados cubiertos de tapices que ella viera levantar, aquella mañana, en lo alto de la fortaleza, y al lado de un gigantesco negro, vestido como un rey; verdadero mago de viñeta iluminada. Una larga toga de pelo de camello, tejida y bordada con dibujos geométricos de intensos tonos predominando el rojo, el verde y el negro sobre trama blanca, se envolvía en pliegues a la antigua sobre sus anchos hombros. Aquel extraño manto, una maravilla de gusto y sobriedad se abría sobre un caftán rojo abrochado con múltiples botoncitos hasta el cuello y bordado también con arabescos en oro. El color hacía parecer más oscuro el negro aterciopelado del rostro, enmarcado apretadamente por un turbante de seda blanca cuyos pliegues pasaban bajo la barbilla antes de alzarse en alto tocado ceñido por una banda de tisú de oro que le daba aspecto de diadema. A la mirada de Angélica, hipnotizada por aquella suntuosa proximidad, el negro respondió levantándose y haciendo un profundo saludo. Tenía la nariz aguileña de los semitas, y las mejillas ligeramente hundidas sobre el delicado cráneo.

—Admiráis mi manto, según veo —dijo.

Angélica tuvo un sobresalto, sorprendida al oír hablar un francés vacilante; pero su voz agradable, de inflexiones algo agudas, le causó una impresión tranquilizadora.

—Sí —dijo ella tímidamente—. Se parece al estandarte de los Cruzados.

El rostro docto del corpulento negro se contrajo y una sonrisa distendió su boca sinuosa. Se acuclilló de nuevo, con las piernas cruzadas a la turca, sobre los almohadones y comenzó con gesto afable:

—Hace mucho tiempo que no he hablado francés y me disculparéis, noble dama. Exactamente desde la desgraciada muerte de mi profesor, un jesuíta de gran renombre y gran ciencia que Alá puso en mi camino para bien de mi espíritu… Nosotros preferimos los cristianos franceses a los españoles fanáticos. Su espíritu está más cerca de la sonriente sabiduría que quiere Alá… ¿Un estandarte de los Cruzados, decís, al hablar de mi pobre chilaba? Me la tejió mi venerada madre en el Alto Nilo, en el Sudán. Puso el primer hilo ocho días después de mi nacimiento, comenzando así el manto que debía yo llevar en la edad viril. Y estos dibujos son los que todas las mujeres sudanesas ejecutan desde los tiempos más remotos. Vuestros Cruzados los han copiado, en efecto, en los estandartes, seducidos por su gran belleza. Angélica inclinó la cabeza.

No estaba en condiciones de entablar polémica sobre el origen de los tapices occidentales y orientales, pero la personalidad del Negro la atraía. No era especialmente bello, ni feo. Su mirada era franca y dulce, impregnada sobre todo de profunda sabiduría y de una especie de benevolencia no desprovista de humor. No quiso desagradarle y se limitó a felicitarle por su manera de hablar el francés.

—Siempre me ha complacido conversar con los franceses —afirmó él—. Son agradables y sin arrogancia, pero cometen el gran error de ser cristianos.

Angélica respondió que los Cristianos estaban persuadidos de que los paganos, judíos y musulmanes, cometían el gran error de no ser cristianos; pero que ella, siendo mujer, sabía que la cuestión religiosa no era de su incumbencia.

El Mago aprobó tal prueba de modestia. La ciencia de Dios no es un terreno en el que los espíritus frágiles de las mujeres pueden arriesgarse desacertadamente.

—Hubiera deseado ser sacerdote —confesó él—, pero Alá ha decidido otra cosa. Y ha puesto en mi mano un rebaño menos fácil de conducir que las ovejas que yo guardaba en mi niñez.

—¿Erais pastor?

—Sí, bella Firuzé.

Angélica se estremeció. ¿Poseía el Negro el don de la doble vista? ¿Cómo había adivinado que un príncipe persa la había llamado en otro tiempo Firuzé, es decir turquesa? Aquel recuerdo, al despertarle el de Versalles y el de los celos que el Rey sintió por causa del ministro del Shah de Persia, hizo medir a Angélica el abismo que la separaba de una existencia tan cercana aún. Entre los esclavos que se agrupaban allá lejos, en los muelles de Argel, ¿cuántos podían hacer la misma comparación?

La multitud blanca y roja, punteada por la negrura de los rostros, subía y se henchía como la marea, en tufarada ardiente, precedida de la lívida hilera de los cautivos en sus oropeles, algunos de los cuales arrastraban cadenas. Los tejados de las casas estaban ocupados, al igual que las aberturas de las almenas de la fortaleza.

Se hizo el silencio. Un grueso personaje moro, suntuosamente vestido, tomaba asiento sobre las gradas después de haber salido dificultosamente de una silla de manos. Le escoltaban dos hombres, cubiertos simplemente con un sudario rojo y llevando por todo adorno un largo cordón negro en bandolera.

—Es Su Excelencia el Dey de Argel —dijo el Negro inclinándose familiarmente hacia Angélica—. Es pariente del Sultán de Constantinopla y goza del insigne honor de tener en su guardia dos «mudos del Serrallo», de la famosa cohorte de los estranguladores.

—¿Por qué estranguladores? ¿Qué hacen?

—Estrangulan —dijo el negro con leve sonrisa—, pues ésta es su razón de ser.

—¿Quienes son sus víctimas?

—Nadie lo sabe porque son mudos. Les arrancaron la lengua. Son servidores útiles. Mi amo también los tiene. Angélica pensó que debía ser un alto diplomático berberisco, quizás un embajador de aquel Sudán al que el negro había aludido. El Dey le hizo un profundo saludo, y Mezzo-Morte lo mismo, llevándose la mano al turbante cuando apareció, precediendo al Pachá Sali Hassan, a quien su indolencia hacía rabiar ostensivamente.

Los tres dueños de Argel se instalaron entre las compañías de joldaks con vestes y turbantes escarlatas, las milicias de la ciudad y los chaouchs de Argel con sus oficiales. Tomaban asiento a su vez, los grandes burgueses, honrados mercaderes de esclavos, los más reputados reis.

Un súbito clamor corrió como un huracán. Las miradas se volvieron hacia el fondo de la bahía, donde asomaba una escolta de jinetes turcos precedida de un grupo de guardias también turcos que parecían cargadores, con el torso y piernas desnudos y los cráneos afeitados cubiertos con un gorro rojo. Encuadraban a un prisionero cristiano, desnudo y cargado de cadenas.

Un violento estremecimiento sacudió a Angélica mientras la invadía horrible inquietud. A pesar de la distancia estaba segura de reconocer en aquel infeliz encadenado, al caballero de Nesselhood, almirante de la Religión.

Un caique junto al muelle se tragó al prisionero, a sus cuatro carceleros, a los hombres de la escolta y a otros dos galeotes, cargados de rollos de cuerda. El caique bogó hacia los dos pontones situados en el centro de la rada, donde desembarcaron sus ocupantes.

Simultáneamente, cuatro galeras salieron de las filas de la flota anclada a lo largo de los muelles y dársena, deslizándose lentamente sobre las olas, y se acercaron a los pontones, como escualos que acechan la presa. Entonces recordó Angélica las palabras que el caballero germánico había lanzado un día: «Mezzo-Morte ha jurado hacerme descuartizar por cuatro galeras», y también: «Acordaos, Hermano, de que la verdadera muerte de un caballero es el martirio». Aquellas palabras adquirían pronto un significado deslumbrador. Y también las de Mezzo-Morte: «Pronto os enseñaré cómo trato a mis enemigos».

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