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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (22 page)

BOOK: Indomable Angelica
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XVIII Como se doma una esclava.

—¿Me dejáis entrar? —bisbiseó el viejo, asomando su cara ennegrecida de «pinio» por la rendija.

—Claro —respondió Angélica procurando taparse—. Es una suerte que ese bestia no me haya encerrado con llave:

—¡Hum! —dijo Savary, echando un vistazo sobre el elocuente desorden del camarote. Sentóse al pie de la litera, con los ojos púdicamente bajos—. ¡Ay, señora! Debo confesar que desde que estoy en este barco no me siento muy orgulloso de pertenecer al género masculino. Os pido perdón por ello.

—No es culpa vuestra, maese Savary.

Angélica, con mano enérgica, secó sus mejillas mojadas y alzó la cabeza.

—Es culpa mía. Me habían prevenido lo suficiente. Ahora, la suerte está echada y no se puede volver atrás… Después de todo no me he muerto. Vos tampoco, y esto es lo esencial… ¿Cómo está el pobre Pannassave?

—Mal. Delira con la fiebre.

—¿Y vos? ¿No os exponéis a algún grave castigo viniendo a visitarme?

—El látigo, los palos, y permanecer atado por los pulgares a las vergas inferiores, de acuerdo con las distracciones de nuestro distinguido marqués.

Angélica se estremeció.

—¡Ese hombre es terrible, Savary! Es capaz de todo.

—Es un fumador de hachís —dijo el viejo boticario pensativo—. Lo he notado en seguida viendo su mirada, a veces alucinada. Esa planta de Arabia provoca en los que la emplean verdaderas crisis de locura. Nuestra situación es crítica…

Se frotó las manos descarnadas y blancas. Angélica pensó, con el corazón oprimido, que aquel viejecillo en andrajos, con sus cabellos encanecidos que se agitaban en torno a su cadavérico rostro azul y verde, era todo lo que le quedaba como sostén. En voz baja, maese Savary comenzó a decirle que no perdiese el valor. Pasados unos días, podrían evadirse.

—¡Evadirnos! ¡Oh!, ¿creéis que eso es posible, maese Savary? Pero cómo…

—¡Chist! No es, en efecto, empresa fácil, pero esta vez nos ayudará el hecho de que Pannassave pertenece a los hombres del Rescator. Ya lo habíais sospechado, por lo demás. Es uno de los múltiples navegantes, pescadores y mercaderes que le ayudan en su tráfico. Pues bien, Pannassave me lo ha explicado bien. En su cofradía, el más humilde transportista de «pinio», ya sea musulmán o cristiano, está seguro de no pudrirse nunca en las calas de los mercaderes de esclavos. Se asegura por todas partes complicidades para salvar a sus hombres. Por eso son muchos los que trabajan para él. —Savary se inclinó y su voz fue un soplo—. Aquí mismo, en este barco, tiene cómplices. Uno de los salvoconductos misteriosos que el marsellés llevaba en su saquito encerado entre un pabellón de los caballeros de Malta y un emblema del duque de Toscana, le servirá de señal dereconocimiento para obtener la ayuda de los centinelas que le custodian.

—¿Creéis realmente que los centinelas de este atroz Escrainville podrán servir de cómplices? Se exponen a morir…

—¡…o a hacer fortuna! En la cofradía de los traficantes de plata los cómplices de una evasión perciben sumas fabulosas, según parece. Así lo tiene decidido el amo oculto, ese Rescator que hemos tenido ya el peligroso honor de conocer. Se ignora si el tal Rescator es de Berbería, turco o español, si es cristiano o renegado o simplemente de origen musulmán: pero hay una cosa cierta, y es que no está ligado a los mercaderes corsarios del Mediterráneo, blancos o negros, todos vendedores de esclavos. Él obtiene su fabulosa riqueza de su comercio ilícito de plata. Esto enfurece a los otros, que no comprenden el secreto de un pirata que puede tener gran éxito en sus negocios sin dedicarse al tráfico de carne humana. Tiene también en su contra tanto a los venecianos, los genoveses y los caballeros de Malta como a los argelinos de Mezzo Morte o a los turcos mercaderes de Beirut. Pero es poderoso, porque cuantos trabajan para él se encuentran bien bajo su mando. Pannassave, por ejemplo, que ha conseguido salvar una parte de su cargamento, cobrará lo suficiente para adquirir un barco tan hermoso por lo menos, como
La Linda
. Sin embargo, hay que esperar a que nuestro pobre marsellés se reponga de su herida para intentar la aventura.

—Con tal de que no tarde mucho. ¡Oh!, maese Savary, ¿cómo agradeceros el que no me abandonéis, cuando ya no puedo prestaros ninguna ayuda?

—¿Podría yo olvidar, señora, todo lo que hicisteis, y con qué gentileza, por proporcionarme mi agua mineral, mi «mumie» que el embajador persa traía de regalo a nuestro rey Luis XIV? Habéis hecho mucho por la causa de la ciencia que es mi única razón de vivir. Pero, más aún que por el servicio que hicisteis, lo que os agradezco es, señora, vuestra consideración a la ciencia. Una mujer que tiene tal respeto por la ciencia y por los trabajos oscuros de los sabios, no merece desaparecer en el laberinto de un harén para servir de juguete a unos musulmanes lascivos. Yo pondré todos los medios posibles para evitaros semejante destino.

—¿Queréis decir que es ése el destino que me reserva el marqués de Escrainville?

—No me sorprendería mucho.

—¡No es posible! Es un sucio aventurero, ciertamente, pero es francés como nosotros y su familia es de rancia nobleza. No puede ocurrírsele un plan tan monstruoso.

—Es un hombre que ha vivido siempre en las colonias de Levante, señora. Su atuendo es el de un gentilhombre francés. Su alma —si la tiene— es oriental. También esto es difícil de eludir —dijo Savary con breve risa—. En oriente se respira el desprecio a la mujer con el olor del café. Escrainville intentará venderos, o conservaros para él.

—Ninguna de esas perspectivas me entusiasma, lo confieso.

—Es inútil que os preocupéis. Cuando lleguemos a Mesina, el mercado de esclavos más próximo, espero que Pannassave estará curado y podremos hacer nuestros planes.

Gracias a la visita de su viejo amigo, Angélica afrontó el día siguiente con valor renovado. Tuvo la sorpresa, al despertarse, de encontrar encima del cofre su traje gris lavado, seco y hasta planchado y en un rincón sus botas bien cepilladas. Se vistió, esforzándose en pensar en Savary y en sus promesas y en olvidar la escena atroz de la víspera. Quiso persuadirse de que no tenía gravedad y de que si aparecía demasiado postrada, esto la haría caer definitivamente bajo la férula del corsario a quien le complacía torturar; y que lo mejor era tomar las cosas con aparente indiferencia. Como el sol empezaba a caldear su camarote, salió al puente, feliz al encontrarlo desierto… Se había prometido permanecer quieta, evitando hacerse notar.

Pero aquella vez, fueron unos gritos de niños los que la arrancaron de su ensueño. Hay cosas que una mujer que es madre no puede soportar sin que se despierte en ella un instinto primitivo ciego de defensa. Son los gritos de llamada o de terror de un niño en peligro. Oyendo aquella vocecita, delirante de miedo, que taladraba el aire sofocante por encima de ella, Angélica sintió un violento escalofrío por todo su espinazo. Dio unos pasos, vacilando aún. Le pareció que a aquellos sollozos aterrorizados se mezclaban risas de hombre feroz y, bruscamente, se precipitó, subió la escalera de la toldilla de donde procedía el tumulto.

Se quedó paralizada un instante antes de comprender el sentido del espectáculo que tenía bajo sus ojos. Un marinero, junto a la batayola, mantenía suspendido sobre el vacío a un niño de tres o cuatro años, que lanzaba alaridos. Hubiera bastado que aquel hombre soltase el cuello de la camisita para que el chiquillo se hundiera ocho toesas más abajo, en el mar.

El marqués d'Escrainville, con una sonrisa en los labios, contemplaba aquel espectáculo rodeado de algunos individuos de la tripulación que parecían, como él, divertirse prodigiosamente. A unos pasos, una mujer de ojos enloquecidos, mantenida por otros dos marineros, forcejeaba en silencio. Escrainville se dirigió a ella en una lengua que Angélica desconocía, el griego sin duda.

La mujer se arrastró hacia él de rodillas. Llegada a los pies del corsario ella inclinó la cabeza y tuvo luego una súbita vacilación.

El marqués lanzó una orden.

El hombre soltó al pequeño y luego le asió de nuevo con la otra mano, mientras el niño aullaba:

—¡Mamá!

Atroces estremecimientos sacudieron a la mujer. Se inclinó más y puso su lengua sobre las botas del pirata. Los hombres gritaron de alegría. El marinero arrojó al niño al suelo como si fuera un vulgar gatito. Y mientras la madre le cogía salvajemente, Escrainville reía sin poderse contener.

—¡Este es mi mayor placer! ¡Una mujer que me lame las botas! ¡Ja! ¡Ja…!

Todo lo que había en Angélica de orgullo, de conciencia de su dignidad de mujer, se rebeló. Cruzó la pasarela, fue hasta el marqués d'Escrainville y le abofeteó con todas sus fuerzas.

—¡Cómo! —dijo él, llevándose la mano a la mejilla. Miraba, sin poder creerlo, la silueta surgida repentinamente de un joven paje de ojos centelleantes.

—Sois el ser más abyecto, el más vil, el más repugnante que he visto jamás —dijo ella con los dientes apretados.

Una oleada de sangre subió al rostro del corsario. Levantó su látigo de mango corto que no abandonaba nunca y azotó a la insolente. Angélica se había protegido con los brazos. Alzó la cabeza, escupió a Escrainville. Él recibió el salivazo en plena cara.

Los hombres enmudecieron. No se atrevían a moverse, aterrorizados y confusos a la vez, ante la insólita humillación de su jefe. ¡Dejarse tratar así por una esclava, delante de su tripulación…!

Lentamente, el marqués d'Escrainville sacó su pañuelo y se enjugó la mejilla. Estaba ahora lívido, y la huella de los dedos de Angélica y de su dentellada de la víspera, resaltaban en rayas rojas.

—¡Ah! La señora marquesa vuelve a levantar la cabeza —dijo con voz sorda y como sofocada de rabia—. El pequeño trato de anoche, ¿no ha bastado para apaciguar sus arrebatos guerreros? Por fortuna tengo reservados otros medios. —Volviéndose hacia sus hombres, rugió—: ¿Qué esperáis vosotros para atraparla? Bajadla a la cala.

Angélica, sólidamente apresada, fue empujada por las escalas de madera que se adentraban hacia las profundidades del navio. El marqués d'Escrainville les seguía. Después de haber recorrido un pasillo oscuro se detuvieron ante una puerta.

—¡Abre! —dijo el jefe al marinero que vigilaba en las tinieblas, junto a una mortecina vela.

El hombre cogió su manojo de llaves y descorrió varios cerrojos.

La cala baja, en donde había una luz turbia, que entraba por una sola tronera estaba atravesada por los cimientos del palo mayor. Aquel pilar central servía de soporte a numerosos anillos de los que partían cadenas. Alrededor, sobre unas talanqueras, unos hombres tumbados se levantaron a medias.

—Quítales las cadenas —dijo el marqués al carcelero.

—¿A todos?

—Sí.

—Son peligrosos, ¿sabéis?

—¡Lo cual no me disgusta…! Haz lo que te digo. Y, después, que se pongan en corro frente a mí.

El carcelero hizo girar sus llaves en la cerradura que retenía un aro de hierro en torno al tobillo de cada prisionero. Estos se levantaron, con miradas aviesas. Sus caras hirsutas, sus frentes estrechas bajo el gorro de lana o el pañuelo anudado de los filibusteros, no eran para tranquilizar. Había entre ellos franceses, italianos, árabes y también un negro enorme, con el pecho tatuado de signos bárbaros.

El marqués d'Escrainville los contempló largo rato; luego, sus labios se distendieron en una sonrisa cruel. Se volvió hacia Angélica.

—Según parece, un solo hombre no consigue domarte, ¿verdad? Pero varios, ¿quién sabe? Mírales bien. ¿No resultan preciosos…? Son las cabezas más tercas de mi navio. Me veo obligado a ponerles las cadenas de cuando en cuando para recordarles la disciplina. La mayoría de los que están aquí no han tenido derecho a las delicias de una escala desde hace varios meses. No dudo que tu visita les encantará.

La empujó bruscamente hacia ellos y su rubia cabellera, en la penumbra pútrida del calabozo, hizo el efecto de una aparición.

—¡Madona mía! —masculló uno de los prisioneros—. ¡Es para vosotros!

—¿Una mujer?

—Sí. Haced con ella lo que se os antoje.

Salió y Angélica oyó girar las llaves en las cerraduras. Los hombres la contemplaban, inmóviles y como pasmados.

—¿No es una mujer?

—Sí.

Bruscamente, dos manazas apresaron a la joven. El negro había llegado a paso de lobo detrás de ella y le aplastaba los senos. Ella gritó forcejeando, horrorizada de aquellas dos garras negras sobre su cuerpo. La risa cavernosa del negro estalló como una fanfarria. Los otros se acercaron de un ágil salto.

—Es realmente una mujer. No hay duda.

Bajo el toque obsceno, Angélica se retorció, lanzó un pie hacia delante. Su bota alcanzó una cara reidora. Un hombre aulló cogiéndose la nariz. Ahora sentía ella por todas partes el apresamiento de las manos que la paralizaban. Le abrían los brazos en cruz, le ataban cuerdas alrededor de las muñecas. Un trapo sucio se hundió como una mordaza en su boca.

De pronto, el torbellino brutal cesó como por encanto, mientras que unos vigorosos latigazos restallaban como mosquetazos en la cala. Angélica se encontró un poco despeinada y arrugada, pero indemne, ante el segundo, Coriano, que hacía remolinar su látigo, obligando a aquellos brutos a retroceder.

—¡Vuelve a ponerles los hierros y muévete! —aulló largando un puntapié al carcelero para que se diera prisa en su faena.

Y como los prisioneros no parecían decididos a entrar en razón y gruñían, el segundo sacó su larga pistola y disparó contra el grupo. Un hombre se desplomó lanzando mugidos. El marqués d'Escrainville apareció en el umbral.

—¿Por qué te mezlas tú en esto, Coriano? He sido yo quien los he mandado soltar.

El segundo giró sobre sí mismo con una viveza que no se hubiera esperado en aquel grueso tarro de tabaco.

—¿Estáis loco, no? —rugió—. ¿Les habéis entregado esta mujer?

—Yo soy el único juez de los castigos que impongo a los esclavos indómitos.

Coriano pareció un negro jabalí que va a acometer.

—¿Estáis loco, no? —repitió—. ¡Una mujer que vale oro, a estos estercoleros, a estos verracos, a estos desechos de la humanidad! ¿No os basta que nos hayan capturado nuestro segundo bergantín los caballeros de Malta en la costa de Túnez…? ¿No os basta que hayamos perdido todo el cargamento, más de 6 000 piastras de municiones y pacotillas…? ¿No os basta saber que la tripulación no ha cobrado su parte de botín desde hace seis meses…? Que se trabaje de prestado a la semana como unos miserables, con las menudencias de las islas y de las costas de África. ¿No…? Es preciso, además, que malogréis la suerte que nos ha traído esta mujer a nuestras redes… ¡Una mujer así! Rubia, blanca, con unos ojos como aguamarinas, bien formada, ni muy alta, ni muy baja… Ni demasiado verde ni demasiado madura… Lo preciso justamente… Que ha tenido los suficientes truhanes para enseñarle la ciencia del amor, sin ajarla… ¿Es que no sabéis que las «vírgenes» han bajado de cotización en el mercado…? Que este género es precisamente el que piden en Constantinopla… ¡Y lo habíais arrojado como pasto a esos salvajes…! ¿No habéis visto sus hocicos? ¿No…? Hay entre ellos, moros… Una vez desencadenados ¡habría que recurrir a las granadas para hacerles soltar la presa…! ¿No os acordáis ya del estado en que quedó la pequeña italiana que ofrecisteis «a la cala» el pasado año…? ¡No hubo más remedio que tirarla al mar por la borda…! —Coriano se detuvo para respirar un poco—. Creedme, patrón —continuó más tranquilo—, en el mercado de Candía, se la disputarán. Hembras como ésta, ya puede uno dar tres veces la vuelta al mundo sin atraparlas nunca. —Se puso a contar con sus dedos—. Primero: es francesa. El artículo es muy buscado, pero escaso. Segundo: tiene educación, eso se ve en sus modales. Tercero: tiene carácter, lo cual descansa un poco de las medusas orientales. Cuarto: es rubia…

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