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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (18 page)

BOOK: Indomable Angelica
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XIV Los saqueadores de restos de un naufragio

Después de una larga marcha siguiendo la costa desierta divisaron al fin la torre negra de un castillo, que se alzaba como un promontorio sobre el mar.

—¡Alabado sea Dios! —murmuró el teniente de Millerand—. Vamos a poder pedir hospitalidad al señor de ese feudo.

El joven oficial ya no podía más. Tenía tras él una noche agotadora, que pasó nadando en el agua helada durante horas mortales, luchando contra el sueño, los calambres y el desaliento. Al amanecer, vislumbró por fin la costa a la que pudo arribar. Cuando volvió en sí, buscó unos cuantos mariscos para saciarse. Luego, emprendió la marcha a fin de alcanzar las tierras interiores y buscar en ellas ayuda. Entonces oyó unos gritos de mujer y acudió hacia el lugar donde Angélica luchaba contra Nicolás.

Soliviantado de cólera a la vista del criminal, cabecilla de la rebelión que había costado la vida a sus camaradas, el señor de Millerand tuvo el suficiente vigor para vengarse de aquél, pero había recibido algunos malos golpes durante el combate y se sentía agotado.

Angélica no se hallaba en mejor estado. La sed los devoraba. La vista del castillo los serenó y apresuraron el paso. Ya la comarca selvática y deshabitada parecía animarse. Vieron en una playa, a lo lejos, unas siluetas humanas y, a la vuelta de un sendero apareció un rebaño de cabras, paciendo apaciblemente la hierba corta.

El teniente de Millerand las contempló. Bruscamente sus cejas se fruncieron y arrastró a Angélica tras de una roca, haciéndole seña de que se tendiese en tierra.

—¿Qué sucede?

—No lo sé… Pero esas cabras me han parecido sospechosas.

—¿Qué tienen?

—No me extrañaría saber que ciertas noches de tempestad las pasean por la costa, con una linterna al cuello.

—¿Qué queréis decir?

Puso él un dedo sobre sus labios, luego trepó hacia el borde del acantilado y después de haber observado un momento, le hizo señas de que se reuniese con él.

—No me había equivocado —musitó—. Mirad.

Debajo de ellos abríase una amplia cala, dominada por la masa sombría del castillo. Los restos de un navio destrozado flotaban allí entre las rocas, emergiendo en aquella hora. Mástiles, remos, velas, trozos de balaustre dorado, barricas que rodaban en la resaca, tablas, entrechocaban batidos por las olas; y, por todas partes, entre dos aguas, veíanse flotar unos cuerpos. Otros cadáveres, lanzados contra las rocas, reflejaban en el agua tranquila de las pozas, su infamante librea roja. En la playa, entre los chillidos agudos y los torbellinos de las aves marinas atraídas allí, hombres y mujeres iban y venían, armados de bicheros, para recoger todo lo que flotaba. Otros, en las rocas, registraban a los ahogados. Y unas barquitas se adentraban con otros en el mar para llegar hasta el abultado casco deshecho, clavado a la entrada de la caleta, en las rocas agudas.

—Son raqueros, saqueadores de restos de naufragios —murmuró el oficial—. Atan linternas al pescuezo de sus cabras, por la noche. Los navios desorientados creen ver brillar las luces de un puerto y ponen rumbo en esa dirección, y se estrellan contra las rocas.

—Los galeotes divisaban luces esta noche y querían maniobrar para encontrar allí refugio.

—Y lo han pagado. Pero, ¿qué dirá el señor de Vivonne al enterarse de la pérdida de su galera almirante? ¡Pobre
Real
!

—¿Qué vamos a hacer?

La aparición silenciosa a espaldas de ellos, de una decena de hombres de tez muy morena, dispensó al teniente de responder.

Los raqueros les ataron las manos a la espalda y los condujeron hasta el signore Paolo di Visconti, quien, desde su atalaya de piedra volcánica, reinaba en la comarca. Era un genovés, de contextura atlética, con una musculatura que parecía iba a hacer estallar su casaca de raso. Su sonrisa deslumbradora y mirada feroz, revelaban una mentalidad de bandido. Por lo demás, no era más que eso, sobre su roca solitaria, entre sus pocos vasallos corsos, hoscos y salvajes.

Se regocijó grandemente a la vista de los dos prisioneros que le traían. El botín de una vieja galera y de algunos míseros forzados le había parecido escaso.

—¡Un oficial de Su Majestad el Rey de Francia! —exclamó, pronunciando mal el francés—. Me figuro que tendréis una familia que os quiere mucho signore, una familia con mucho dinero. ¡Dios mío! ¡Qué bello
ragazzo
…! —exclamó pasando por la barbilla de Angélica una mano tan cargada de sortijas como mugrienta.

El teniente de Millerand presentó, muy tieso:

—Madame de Plessis-Belliére.

—¡Era una mujer! ¡Per la Madona! ¡Ma guarda que carina! Qué bella
ragazza
! Me gustan mucho los jóvenes, pero io me digo ¡una mujer, es más raro…!

El teniente de Millerand supo por él que la tempestad los había arrastrado hacia las costas de Córcega, isla salvaje y desheredada, por entonces bajo la férula de Genova. En consideración a sus títulos, el italiano quiso invitarles a comer. Su hospitalidad ofrecía una curiosa mezcolanza de lujo y rusticidad. Los manteles de encaje que cubrían las mesas eran puras maravillas; pero allí no había tenedores, y tan sólo, esparcidas sobre la mesa, algunas cucharas de estaño para servirse. Tuvieron que comer con los dedos en una vajilla de plata con la marca de un famoso orfebre de Venecia.

El duque de Visconti hizo servir a los dos náufragos, desfallecidos, un cochinillo colocado sobre un lecho de castañas e hinojo. Luego, los sirvientes trajeron una abultada marmita llena de una sopa dorada con azafrán en donde se mezclaban macarrones y queso cocido.

Pese a sus inquietudes, Angélica devoró. El genovés le dirigía miradas incendiarias, sirviéndole en una gran copa de dorada plata labrada como un cáliz, rondas de un vino negro y espiritoso que no tardó en hacerle arder las mejillas. Saciada, lanzaba miradas de pánico al teniente de Millerand.

El comprendió su significado e intervino en su auxilio.

—Madame de Plessis está muy fatigada. ¿No podría reposar un poco en un sitio tranquilo?

—¿Fatigada? ¿La signora es vuestra
carissima
, signore?

El joven enrojeció hasta la raíz de sus cabellos.

—No.

—¡Ah, io lo celebro! Respiro —exclamó el genovés, poniendo su diestra en abanico sobre su corazón—. No hubiera yo querido causarle una pena. Ma… Así todo va bien. Se volvió hacia Angélica.

—¿Fatigada, signora? lo comprendo. ¡Lo no soy un bruto…! lo voy a conduciros a vuestro… ma, en francés creo que se dice:
appartement
.

En lo más alto de la torre, una estancia atravesada por corrientes de aire, ofrecía un lecho con sábanas agujereadas y colcha de brocado. Alrededor había espejos venecianos, relojes franceses, armas turcas. Angélica pensó que aquello parecía el depósito de objetos de los ladrones de la Torre de Nesle.

La criadita corsa insistía para que tomase ella un baño y se pusiera un vestido bastante lindo que sacó de un cofre donde estaba guardado con otros muchos, robados sin duda de los baúles de viajeras demasiado atrevidas. Angélica accedió a meterse en la tina de agua caliente, donde estiró sus miembros derrengados, escocidos por el sol y el agua del mar. Pero se apresuró a ponerse de nuevo sus prendas personales, aunque estuvieran arrugadas, desgarradas y sucias. Comprobó que el oro seguía en su cinturón. Aquella ropa de hombre y aquel oro le proporcionaban cierta defensa.

Le pareció que el lecho se bamboleaba en todos sentidos como en plena tempestad, soliviantando sus nervios fatigados. Los rostros de Nicolás, de los forzados, del signore Paolo, danzaban la ronda, gesticulando en torno a ella. Se sumió en un sueño afanoso.

Unos golpes dados en el grueso batiente con refuerzos de hierro que servía de puerta, la despertaron. Una voz sorda llamaba:

—¡Señora! ¡Señora…! ¡Soy yo! ¡Abridme, señora marquesa…!

Se apretó las sienes con las manos. Un viento glacial silbaba en la estancia.

—¡Soy yo, Flipot!

—¡Ah, estás ahí! —dijo ella.

Se, levantó, vacilante. Fue a descorrer los cerrojos y vio en el umbral a su criadito, que se alumbraba con una lamparilla de aceite.

—¿Cómo estáis, señora marquesa? —preguntó él, con su más amplia sonrisa.

—Pero… —murmuró Angélica—. Pero cómo… —Recobraba poco a poco la memoria—. Pero, Flipot —exclamó, asombrada—, ¿de dónde sales?

—De la flota, como vos, señora marquesa. —Angélica le cogió de los hombros y le besó—. ¡Pequeño, qué contenta estoy! Creí que te habían matado los galeotes o que habías desaparecido en el naufragio.

—No. En la galera, Calembredaine me reconoció. «Es de los nuestros», dijo. Le pedí que perdonasen al viejo boticario que no podía hacerles daño. Nos encerraron a los dos en una despensa. Después, el señor Savary se las compuso para hacer saltar la cerradura. Era de noche, en plena tempestad. Los forzados aullaban. Los que no estaban encadenados se agarraban a donde podían. Cuando comprendimos que no estabais a bordo, el señor Savary y yo nos las arreglamos para echar el esquife al mar. ¡Aquí, entre nosotros, ese viejo es un famoso marino! Lo cual no impidió que nos pescasen los salvajes del señor Paolo. Pero, en fin, estábamos enteros y, a pesar de todo, nos dieron algo de comer. Cuando hemos sabido que os habíais salvado también, nos ha dado mucha alegría.

—En efecto, algo es estar vivo, pero no por eso resulta menos fastidiosa la situación, mi pobre Flipot. Hemos caído en manos de unos famosos bandidos.

—Por eso he venido a buscaros. Hay una barca que va a hacerse a la mar. Sí, un mercader que el señor Paolo había desvalijado y que intenta largarse callandito. Accede a esperarnos todavía una hora, pero hay que darse prisa.

Angélica no tuvo necesidad de reflexionar mucho tiempo antes de adoptar la decisión. Todo cuanto poseía lo llevaba encima. Lanzó una mirada a su alrededor, pensó que uno de los puñales que habían dejado allí podría serle útil y se lo guardó en la manga.

—¿Podremos salir del castillo? —musitó ella.

—Vamos a intentarlo. Las gentes de aquí han bebido para festejar el naufragio de la galera. Han encontrado unas cuantas barricas a bordo. ¡Se han puesto como cerdos!

—¿Y el signore Paolo?

—No le hemos visto. Tal vez ronca también en un rincón.

La joven pensó en el teniente de Millerand. Pero Flipot la informó que habían encerrado al oficial en un sólido calabozo. Había que abandonarle a su triste suerte. Bajaron una tras otro interminables escaleras de caracol en donde el viento apagaba la llama de las lámparas y hacía vacilar la de las antorchas sostenidas en anillos de hierro. En la última sala el genovés deambulaba, ligeramente vacilante. Los vio y su sonrisa fue de mal augurio.

—¡Oh, signora! ¿Che cosa c'é? ¿Queréis hacerme compañía? Ma, esto me hace feliz.

Angélica tenía que bajar todavía algunos escalones. De un vistazo se dio cuenta de la situación.

Encima del signore Paolo di Visconti, había una tabla tosca que sostenía cuatro gruesas velas de sebo. Aquella lámpara rudimentaria colgaba de la bóveda por una cuerda que, pasando por una polea, estaba atada a un gancho de hierro, sobre el muro de la escalera.

Sacar el puñal y cortar la cuerda al alcance de su mano, sólo requirió tres segundos para Angélica. Nunca supo si había caído el aparato sobre la cabeza del genovés, porque las luces se apagaron antes de llegar al suelo.

Oyeron su rugido dominando el estruendo, y comprendieron que aún no estando muerto, había quedado en mal estado. Aprovechando el desorden y la oscuridad, Angélica y Flipot consiguieron dar con la puerta. Cruzaron fácilmente el patio. El edificio estaba medio en ruinas. Los dos fugitivos se creyeron aún dentro del recinto, pero Flipot reconoció el sendero que conducía al lugar de la cita.

En el cielo nocturno rápidas nubes velaban y descubrían la luna redonda.

—Es por aquí —dijo Flipot.

Oíase el mar pulverizando sin cesar la arena de una reducida playa. Se deslizaron entre los matorrales y llegaron a una pequeña ensenada donde unas siluetas esperaban junto a una barca.

—¿Sois vos la que queréis que os coman los peces en la costa de Córcega o de Cerdeña? —preguntó una voz con acento marsellés.

—Sí, soy yo —respondió Angélica—. Tened, esto, para recompensaros.

—Ya veremos más tarde. Embarcad.

A unos pasos, maese Savary, parecido a un «djinn», el espíritu benéfico o maléfico de los árabes, lanzaba en la sombra imprecaciones a la noche y al viento.

—Vuestra codicia os traerá la desgracia, especie de Moloch insaciable, de pulpo gigante, de sanguijuela inmunda chupando la fortuna de los otros. Os he ofrecido todo cuanto tenía ¡y os negáis a llevarme!

—Yo pago por este señor —dijo Angélica.

—Habrá demasiada gente a bordo —refunfuñó el patrón.

Luego, fue a colocarse en la barra, simulando no ver al viejo que subía a bordo con su saco, su sombrilla y su bombona. La luna, fiel desde la antigüedad en aquellas orillas a los contrabandistas y fugitivos, estuvo oculta largo rato. La barca tuvo tiempo de pasar las rocas donde vigilaban los centinelas del genovés, sin exponerse a ser descubierta. Cuando la luz plateada reapareció, la hoguera encendida en lo alto del torreón estaba ya lejana. El provenzal lanzó un hondo suspiro.

—¡Bien! —dijo—. Ahora ya se va a poder cantar. Coge la barra, Mutcho.

Extrajo de un cofre una guitarra, cuyas cuerdas pulsó sabiamente. Y muy pronto su voz profunda se elevó en la noche mediterránea.

XV Melchor Pannassave y su “Linda”

—Entonces, ¿sois vos la dama de Marsella, la que quería visitar el harén del Gran Turco? Pues bien, ¡podéis decir que tenéis ideas fijas! ¡No me habéis engañado, vaya!

A la luz del sol, Angélica reconoció no sin sorpresa, en el patrón de la barca
La Linda
, a aquel marsellés que no hacía mucho le había puesto vivamente en guardia contra los peligros de los viajes. Se llamaba Melchor Pannassave. Era un cuarentón, alegre y tostado del sol, bajo su gorro rojo y blanco a lo napolitano. Llevaba un pantalón negro, sostenido en la cintura por amplia faja, enrollada en varias vueltas. Mordisqueó largo rato su pipa con sonrisa burlona antes de decir, como conclusión, volviéndose hacia su marinero.

—Ya puedes decir que cuando la mujer quiere algo… ni el buen Dios puede oponerse a ello.

El marinero, un viejecillo desdentado, seco como un sarmiento y que parecía tan taciturno como charlatán era su patrón, aprobó con un salivazo.

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