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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (13 page)

Angélica gritó de horror, tirando de su falda. Los forzados lanzaron una risotada salvaje.

Un cómitre se precipitó con el látigo en alto e hizo caer una granizada de latigazos sobre la cabeza del miserable. Pero él no soltaba su presa. Bajo su gorro verde de los de «perpetua», unas greñas hirsutas, ocultaban a medias el fulgor de una mirada negra, osada y feroz a la vez, que devoraba a Angélica, una atracción tan intensa que ella se sintió fascinada. Le recorrió un escalofrío, haciéndola palidecer. Su cara quedó exangüe.

Aquella mirada de lobo ávido y burlón no le era desconocida.

Otros dos vigilantes habían saltado entre la chusma; agarraron al hombre, le magullaron la cara a garrotazos, le rompieron los dientes, y le tiraron al fin, cubierto de sangre, sobre su banco.

—¡Disculpad, Monseñor! ¡Disculpad, señora! —repetía el cómitre responsable del turno—. Este es el peor de todos, un cabeza dura, un rebelde. No se sabe nunca lo que nos prepara.

El duque de Vivonne estaba enloquecido de cólera.

—Le ataréis al bauprés durante una hora. Unas cuantas zambullidas en el agua salada le calmarán. —Y rodeó con un brazo el talle de la joven—. Venid, querida. Lo lamento mucho.

—No es nada —dijo ella—. Me ha asustado. Ahora, ya pasó.

Se alejaban. Una llamada ronca salió de la chusma:

—¡Marquesa de los Angeles!

—¿Qué ha dicho? —preguntó Vivonne. Angélica se había vuelto, lívida.

Al ras de la crujía, dos manos cargadas de cadenas se deslizaban como unas garras hacia sus pies. Y en su rostro tumefacto, horrendo, que surgía, ella no vio de pronto más que sus ojos negros, reviviendo desde el fondo del pasado. «¡Nicolás!»
[3]

El almirante de Vivonne la sostuvo hasta el cobijo de la tienda a popa.

—Hubiera yo debido recelar de esos perros. Ciertamente, los hombres no resultan hermosos contemplados desde la crujía de una galera. No es un espectáculo para una señora. Sin embargo, en general, mis bellas amigas son bastante aficionadas a ello. No te hubiera creído tan sensible.

—No es nada —repitió débilmente Angélica.

Tenía ganas de vomitar. Como Flipot hacía un rato, con mezcla de miedo y horror el antiguo gallofo del Patio de los Milagros había reconocido a Nicolás Calembredaine, el ilustre bandido, a quien se creía muerto después de la escaramuza de la feria de Saint-Germain y que, desde hacía cerca de diez años, purgaba sus crímenes en las galeras del rey.

—Querida, mi queridísima, ¿qué os pasa? Parecéis triste.

El duque de Vivonne habíase acercado a ella, aprovechando que estaba sola, en pie, a popa, contemplando el ocaso que se extendía sobre el mar. Parecía tan lejana que se sentía intimidado. Ella se volvió hacia el joven, crispando sus manos sobre los recios hombros.

—Bésame —musitó ella.

Necesitaba el contacto de un hombre sano y potente, para disipar las visiones de miseria y abyección que alucinaban su pensamiento desde hacía unas horas. La llamada obsesionante del batintín de los cómitres, acompasando la boga, caía sobre su corazón como pesadas gotas, despertando en ella el eco de una desesperación, de una fatalidad irremisibles.

—Bésame.

El se apoderó de sus labios y Angélica se entregó con pasión a la busca de su beso. Quería hundirse, olvidar. Y él insistía sin cesar, espoleado por aquella fogosidad que le hacía hervir la sangre. Su mano se deslizó del talle hasta los senos y se estremeció rozando su perfección de la que nunca se saciaba. Ella se adhirió al joven.

—No…, escucha, querida —dijo él desprendiéndose un poco jadeante—. Esta noche es imposible. Tenemos que permanecer todos alerta… La mar está peligrosa.

Ella no insistió y puso su frente contra la charretera dorada que le arañó la piel. Aquel leve dolor le sentó bien.

—¿Peligrosa? —interrogó—. ¿Va a haber borrasca?

—No… Pero los piratas merodean. Hasta que no hayamos pasado Malta, debemos desconfiar. —Y apretó su abrazo—. No sé qué me sucede contigo —dijo él—. Me… me apasionas. Eres tan variable, tan llena de misterio y de sorpresas. Hace un rato te mostrabas radiante, éramos todos como corderos dóciles bajo el poder de tus ojos y de tus sonrisas. Y ahora te noto débil, como abrumada por un peligro que te amenaza y contra el que quisiera defenderte. Es una sensación que no he experimentado nunca, ¿sabes…? Salvo con los niños. ¡Las mujeres son tan redomadas!

Se desprendió suavemente y se alejó de ella para ir a acodarse en la balaustrada. A veces, la espuma de las olas volaba hasta él y le mojaba los labios abrasados por los de Angélica. Los sentía aún sobre los suyos, irradiando su dulzura en él. De nuevo estaba hambriento de saborearlos, de sentirlos entreabrirse, como violentados a su pesar, para ofrecerle el choque de sus dientes lisos, apretados en una risa, barrera opuesta a su impaciencia. Defensa que hacía más voluptuosa la derrota de su bello rostro, echado hacia atrás al fin, con los párpados cerrados, mientras que a su vez ella respondía a la invitación.

¡Una mujer que besaba así…! Una mujer que sabía reír y llorar desde el fondo del corazón, sin comedia. No le desagradaba que fuera sensible, vulnerable. Y, sin embargo, no podía dejar de recordar que ella había hecho doblar el espinazo a la indomable Athénaïs, con armas solapadas y crueles de rivales, que luchan a muerte, sin cuartel. Acababa por no comprender ya. Y le hacía perder la cabeza. Quiso sondearla y dijo suavemente:

—Ya sé por qué estás triste. Desde que te encontré, temo el instante en que me lo digas. Es porque piensas en tu hijo, ¿verdad? En el niño que me habías confiado y que desapareció, ahogado, durante el combate.

Angélica hundió su cara en sus manos.

—Sí, eso es —dijo con voz sofocada—. La visión de este mar azul tan bello que me quitó a mi hijo, me atormenta.

—Una vez más fue a ese maldito Rescator a quien debimos el desastre. Doblábamos el cabo Passero cuando vino sobre nosotros, como águila marina. Nadie le vio acercarse y además utilizaba sólo las velas bajas, lo cual le permitió permanecer largo tiempo desapercibido entre el oleaje, que era muy fuerte aquel día. Cuando señalaron su proximidad era demasiado tarde: su primera andanada de doce cañones nos hundió dos galeras y ya el Rescator enviaba sus jenízaros al abordaje de
La Flamenca
. En este navio era donde iban las gentes de mi casa, y entre ellas el pequeño Cantor… Quizá le invadió el pánico, sobreexcitado por los gritos de los forzados que se debatían encadenados, en la chusma, o por la visión de los moros armados de cimitarras… El escudero Jean Gallet le oyó gritar: «¡Padre mío! ¡Padre mío!» Uno de los soldados de a bordo le cogió en sus brazos para llevárselo…

—¿Y después?

—La galera se partió en dos. Se hundió con rapidez prodigiosa entre las olas. Los propios moros que habían subido a bordo fueron lanzados a la mar. Los piratas los recogieron y nosotros hicimos lo mismo con los nuestros que se aferraban todavía a los restos flotantes. Pero casi todas las gentes de mi casa perecieron: mi limosnero, los cantores de mi capilla, mis cuatro mayordomos… y ese bello niño con voz de ruiseñor.

Un rayo de luna que se deslizaba entre las cortinas iluminó a Angélica y él vio que ella tenía las mejillas húmedas de lágrimas. Se dijo, con pasión, que le agradaba ver llorar así a aquella mujer, con tanto poder sobre el corazón de los hombres. ¿Cuál era su secreto? Recordaba vagamente un escándalo, ya lejano, de la historia de un brujo a quien habían quemado en la Plaza de Giéve.

—¿Quién era su padre, al que tu hijo llamaba? —preguntó él bruscamente.

—Un hombre desaparecido hace mucho tiempo.

—¿Muerto?

—Sin duda.

—Son una cosa extraña, esos presentimientos de última hora. Hasta un niño comprende que va a morir. —Exhaló un largo suspiro—. Le quería yo mucho a aquel pajecillo… ¿No me guardas rencor?

Angélica tuvo un gesto fatalista.

—¿Por qué iba a guardaros rencor, señor de Vivonne? No fue culpa vuestra. Fue culpa de la guerra, de la vida… ¡tan cruel y tan loca!

XI Agitación entre los galeotes.

Los piratas a la vista.

Antes de zarpar de la Spezia, donde la escuadra francesa había sido muy festejada por el duque de Saboya, Angélica creyó notar un aumento de precauciones. El caprichoso almirante de Vivonne sabía, llegada la ocasión, mostrarse como jefe marino previsor y minucioso. Y mientras la segunda galera de su flota aparejaba ya, él se quedó observándola desde el «tabernáculo» de
La Real
.

—Brossardiére, ¡hágala volver inmediatamente!

—Pero, Monseñor, eso hará el efecto más deplorable a estos italianos, que están contemplando nuestra hermosa maniobra.

—Me tienen sin cuidado esos comedores de pasta. Lo que veo y vos no parecéis notar, es que
La Delfina
va demasiado cargada a babor y que, además, su cargamento está estibado demasiado arriba. Apuesto a que su cala está vacía y a la menor turbonada la galera va a escorarse…

El segundo expuso que era a causa de los víveres cargados sobre el puente. Si los ponían en la cala, criarían moho en seguida, la harina sobre todo.

—Prefiero que la harina críe moho, pero que la galera no se escore, como nos ocurrió últimamente en el propio puerto de Marsella.

La Brossardiére hizo ejecutar las órdenes de su jefe. Otra galera.
La Flor de Lis
, salía ya a alta mar.

—Brossardiére, indíqueles que refuercen la boga, en el puesto de en medio.

—Imposible, Almirante: ya sabéis que ahí reman los moros que capturamos en aquel barquito que transportaba plata disimulada.

—Otra vez esos cómplices del Rescator creándonos dificultades. Y son malas cabezas por añadidura. Transmitid que su cómitre les haga administrar doble ración de látigo y que les tengan a pan con moho y agua podrida.

—Ya lo están, Monseñor, y el cirujano dice incluso que hubierais debido desembarcar algunos, que se hallan demasiado débiles.

—Que el cirujano se ocupe de sus asuntos. No desembarcaré jamás a los hombres del Rescator y sabéis muy bien por qué.

Brossardiére asintió. Una vez en tierra, ya fuesen desembarcados moribundos o no, los hombres del Rescator desaparecían como por arte de magia. Aparentemente, tenían cómplices, sin duda, porque su acaudalado amo pagaba una sobreprima especial a los que conseguían libertar a sus hombres, todos marinos escogidos, pero que en el cautiverio mostraban una resistencia pasiva que superaba a la de los otros cautivos.

—…Y ahora, mar adentro —confirmó Vivonne cuando las seis galeras se hubieron alejado del puerto.

—¡Ah, por fin! Desde hace casi diez días que navegamos, he acabado por creer que las galeras sólo podían ir costeando —suspiró Angélica.

—¡Que icen la vela del palo mayor! —ordenó el almirante.

La orden fue transmitida de galera en galera. Los marineros manejaban cordajes y poleas, fueron izadas las antenas que aguantaban las velas enrolladas y éstas se desplegaron hinchándose con la brisa.

Era la primera vez que Angélica se veía en alta mar. Ya a popa, la costa toscana habíase esfumado; no se divisaba más que el mar; el mar por todos lados. Sólo hacia mediodía gritó el contramaestre:

—¡Tierra a la vista!

—Es la isla de Gorgonzola —explicó el duque a Angélica—. Vamos a ver si no cobija piratas.

La flota francesa se alineó en semicírculo, que se fue cerrando para rodear el islote rocoso y árido, erizado de promontorios que serecortaban sobre un cielo azul oscuro. Pero salvo tres barcas de pesca genovesas y dos toscanas que tendían conjuntamente sus redes para la pesca del atún, no se encontraron huellas de piratas. El islote estaba casi desierto. Unas cuantas cabras ramoneaban allí las escasas matas. Vivonne quiso comprarlas, pero el jefe de los pescadores se negó porque eran —según dijo— su única reserva de leche y de queso.

—Diles —ordenó Vivonne a uno de sus suboficiales que hablaba italiano— que nos traigan al menos agua dulce.

—¡Dicen que no hay!

—Coged entonces las cabras.

Los soldados se precipitaron brincando sobre las rocas y abatieron los animales a pistoletazos. Vivonne hizo comparecer al jefe de los pescadores que rechazó el dinero. Con una sospecha, el Almirante hizo que le volviesen los bolsillos y unas monedas de oro y plata rodaron sobre el puente. Fuera de sí, Vivonne mandó que tirasen al hombre al mar. Este volvió a su barca a nado.

—Que nos digan
quién
les ha dado todo este dinero, y les dejaremos unos quesos y unos frascos de vino a cambio de sus cabras. No somos ladrones. Traducídselo.

Los rostros de los pescadores no manifestaron sorpresa ni contrariedad. Le parecieron a Angélica como antiguas tallas de madera ennegrecidas por el humo y tan misteriosos como la Virgen Negra que había visto ella en el pequeño santuario de Nuestra Señora de la Guarda, en Marsella.

—Apuesto a que esos presuntos pescadores no van a la pesca del atún más que para disimular y que están ahí para señalar nuestro paso al enemigo que se enterará así de la marcha de nuestra escuadra.

—Tienen, sin embargo, un aspecto bien inofensivo…

—Los conozco, los conozco —repetía Vivonne, dirigiendo señas amenazadoras a los pescadores impasibles—. Son vigías al servicio de todos los bandidos de estos parajes. Esas monedas de plata y oro delatan al Rescator.

—Veis enemigos por todas partes —dijo Angélica.

—Es mi misión de caza-corsarios.

La Brossardiére se acercó señalando la puesta de sol. No era para que la admirasen sino porque aquel cielo púrpura con largas nubes moradas listadas de oro, no le parecía muy «católico».

—Dentro de dos días nos exponemos a un fuerte viento del sur. Acerquémonos a la costa, es más prudente.

—¡Jamás! —exclamó Vivonne.

La costa pertenecía al duque de Toscana que, aun jurando que mantenía con Francia su buena amistad, cobijaba en Liorna lo mismo ingleses que holandeses, comerciantes o en guerra; pero sobre todo berberiscos. En Liorna estaba el más importante mercado de esclavos, después del de Candía. Si se hacía rumbo allí, habría que efectuar una gran demotración naval o «cerrar los ojos». Y Su Majestad prefería mantener buenas relaciones con los toscanos. Había, pues, que contentarse con la simple policía de las islas.

—Tomaremos de lleno rumbo sur y madame de Plessis comprobará así que una galera no sólo puede navegar en alta mar, sino de noche e incluso a la vela.

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