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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (28 page)

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—Hasta que me asesines.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Porque Sartori me quiere muerto

—Eres injusto con él —dijo Descansito—. No tengo competencia como asesino. Todo lo que quiere que haga es que te impida hacer tu trabajo hasta después del solsticio de verano. No quiere que hagas de Reconciliador y dejes entrar a sus enemigos en el Quinto. ¿Y quién podría culparle? Tiene intención de construir una Nueva Yzordderrex aquí, para gobernar el Quinto de un polo a otro. ¿Lo sabías?

—Lo mencionó.

—Y cuando esté hecho, estoy seguro de que te abrazará como si fueras un hermano.

—Pero hasta entonces…

—… tengo su permiso para hacer lo que tenga que hacer para evitar que seas el Reconciliador. Y si eso significa volverte loco con recuerdos…

—… lo harás.

—Debo hacerlo, maestro, debo. Soy una criatura muy cumplida.

Sigue hablando, pensó Cortés mientras el ente se deshacía en descripciones poéticas de sus poderes de sumisión. No iría a la puerta, decidió. Lo más probable es que tuviera dos o tres cerrojos. Mejor que se dirigiera a la ventana por la que había entrado. Se tiraría por ella si era necesario. Si se rompía unos cuantos huesos en el proceso, sería un precio pequeño por la huida.

Echó un vistazo a su alrededor con aire casual, como si estuviera decidiendo dónde iba a apoyar la cabeza y ni una sola vez se permitió dirigir la mirada hacia la puerta. La habitación de la ventana abierta se encontraba a unos diez pasos como mucho de donde él se encontraba. Una vez dentro, habría otros diez hasta la ventana. Descansito, mientras tanto, estaba perdido en los recodos de su propia humildad. Ahora era tan buen momento como otro cualquiera.

Fintó hacia las escaleras y luego cambió de dirección y salió disparado hacia la puerta. Había dado tres pasos antes de que la criatura se diera cuenta siquiera de lo que tramaba.

—¡No seas tan estúpido! —le soltó.

Cortés comprendió que había sido conservador en sus cálculos. Atravesaría la puerta en ocho pasos, no diez y cruzaría la habitación en otros seis.

—Te lo advierto —chilló el ente y luego, al darse cuenta que con sus llamamientos no conseguiría nada, actuó.

A menos de un paso de la puerta, Cortés sintió que algo se abría en su cabeza. La grieta por la que dejaba que el pasado se colara como un hilillo, de repente se abrió de par en par. En un paso el riachuelo se convirtió en un arroyo; en dos, en aguas rápidas; en tres, en una inundación. Vio la ventana al otro lado de la habitación, y la calle fuera, pero el diluvio del pasado arrastró la voluntad de alcanzarla.

Había vivido diecinueve vidas entre sus años como Sartori y su época de John
Furia
Zacharias, su inconsciente programado por Pai para facilitarle la salida de una vida y la entrada en una niebla de ausencia que sólo se aclaraba una vez completado el traspaso y se despertaba en una ciudad extraña, con un nombre birlado de una guía de teléfonos o de una conversación. Había dejado dolor tras él, por supuesto, allí por donde había pasado. Aunque siempre había tenido cuidado de separarse de su círculo y cubrir sus huellas cuando partía, su repentina desaparición había provocado sin duda un gran dolor a todos los que le habían tenido afecto. El único que había escapado ileso había sido él. Hasta ahora. Ahora todas estas vidas caían sobre él a la vez y lo alcanzaban las heridas que había evitado con tanta escrupulosidad. Su cabeza se llenó de fragmentos de su pasado, trozos de las diecinueve historias sin terminar que había dejado atrás, todas vividas con la misma gula infantil de sensaciones que había marcado su existencia como John
Furia
Zacharias. En cada una de estas vidas había tenido el consuelo de la adoración. Lo habían amado y tratado como a una celebridad: por su encanto, por su perfil, por su misterio. Pero eso no endulzó el aluvión de recuerdos. Ni tampoco lo salvó del pánico que sintió cuando su yo, el pequeño ser que conocía y comprendía, quedó abrumado por toda aquella profusión de detalles que surgían de las otras historias.

Durante dos siglos jamás había tenido que hacerse las preguntas que afligían de madrugada al resto de las almas una noche u otra. «¿Quién soy? ¿Para qué me han hecho y qué seré cuando muera?».

Ahora tenía demasiadas respuestas y eso era más angustioso que tener muy pocas. Tenía una pequeña tribu de vidas propias que se ponía y quitaba como si fueran máscaras. Tenía propósitos triviales en abundancia. Pero en su recuerdo nunca había habido años suficientes en un momento dado para obligarlo a penetrar en las profundidades del arrepentimiento o del remordimiento y por ello era más pobre. Ni tampoco, por supuesto, había vivido la inminencia de la muerte ni la dura sabiduría del dolor de perder a alguien. El olvido había estado siempre a mano para alisarle el entrecejo y eso había dejado intacto su espíritu.

Tal y como había temido, el asalto de visiones y escenas fue demasiado para él y aunque luchó por aferrarse a algún sentido del hombre que había sido al entrar en la casa, este quedó pronto consumido. A medio camino entre la puerta y la ventana, su deseo de escapar, que se había arraigado en la necesidad de protegerse, se le escapó. La determinación le abandonó el rostro, como si sólo fuera una máscara más. Nada la sustituyó. Se quedó quieto en medio de la habitación como un centinela estoico sin que una sola chispa de su tumulto interno se elevara para alterar la plácida simetría de su rostro.

Las horas nocturnas siguieron avanzando lentamente marcadas por la campana de una torre lejana, pero si él las oyó, no dio ninguna señal de ello. Las primeras luces del día empezaron a arrastrarse con lentitud por la calle Gamut y se deslizaron por la ventana que tan desesperado había estado por alcanzar y fue entonces cuando el mundo que existía en el exterior de su confundida cabeza provocó en él alguna respuesta. Lloró. No por sí mismo sino por la delicadeza de esta luz de color ámbar que caía en blandos charcos sobre el duro suelo. Al verla, concibió la vaga noción de salir a la calle y buscar la fuente de este milagro, pero había alguien en su cabeza y su voz era más fuerte que el lodo de confusión que la inundaba y quería que le contestara a algo antes de permitirle salir a jugar. Era una pregunta bastante sencilla.

—¿Quién eres? —quería saber la voz.

La respuesta era difícil. Tenía muchos nombres en su cabeza, y trozos de vidas que los acompañaban, ¿pero cuál era el suyo? Tendría que revisar muchos fragmentos para poder encontrarle sentido y esa era una tarea demasiado fea para un día como este, cuando había rayos de sol en la ventana que lo invitaban a salir para espiar a su padre del Cielo.

—¿Quién eres? —le preguntó de nuevo la voz y se vio obligado a contarle la sencilla verdad.

—No lo sé.

El interpelante pareció conformarse con eso.

—Entonces puedes irte —dijo—. Pero me gustaría que volvieras de vez en cuando, sólo para verme. ¿Querrás hacerlo?

Dijo que por supuesto que lo haría y la voz respondió que era libre de irse. Tenía las piernas entumecidas y cuando intentó caminar, se cayó y tuvo que arrastrarse hasta el lugar en el que el sol hacía brillar las tablas. Se quedó allí jugando durante un rato y luego, al sentirse más fuerte, trepó por la ventana y salió a la calle.

Si hubiera poseído algún recuerdo contundente de lo ocurrido la noche anterior, se habría dado cuenta, al saltar a la acera, que lo que había supuesto acerca del agente de Sartori había sido cierto y que su jurisdicción sí que se detenía en los límites de la casa. Pero no comprendía nada en absoluto sobre su huida. Había entrado en el número 28 la noche anterior como un hombre resuelto, era el Reconciliador de Imajica que venía a enfrentarse al pasado, a que lo fortaleciera el auto—conocimiento. Salía deshecho por ese mismo conocimiento y permaneció en la calle como un recién salido del manicomio, con los ojos clavados en el sol, ignorando que su arco marcaba el progreso del año hacia el solsticio de verano y por tanto hacia la hora en la que el hombre resuelto que había sido debía actuar… o fracasar para siempre.

Capítulo 9
1

A
unque Jude no había dormido bien después de la visita de Clem (soñó con bombillas que hablaban en un código de parpadeos que era incapaz de descifrar), despertó temprano y antes de las ocho ya había planificado el día. Iría con el coche hasta Highgate, decidió, y trataría de encontrar alguna forma de entrar en la prisión que había bajo la torre, donde languidecía la única mujer que quedaba en el Quinto que podría iluminarla. Ahora sabía más de Celestine que la primera vez que había visitado la torre en Nochevieja. Dowd la había obtenido para el Invisible, o eso afirmaba; la había arrancado de las calles de Londres y la había llevado a las fronteras del Primero. Que hubiera sobrevivido a tales traumas ya era extraordinario. Que pudiera estar cuerda tras todos ellos, después de una violación divina y siglos de encierro era, casi con toda seguridad, esperar demasiado. Pero loca o no, Celestine era una fuente muy necesaria de información y Jude estaba decidida a hacer lo que hiciera falta para poder oír hablar a esa mujer.

La torre era una entidad tan anónima que pasó a su lado antes de darse cuenta.
Dio
media vuelta, aparcó en una calle lateral y se acercó a pie. No había ningún vehículo en la entrada ni señales de vida en ninguna de las ventanas, pero se acercó con paso decidido a la puerta principal y llamó al timbre con la esperanza de que hubiera algún conserje al que pudiera convencer para que la dejara entrar. Utilizaría el nombre de Oscar como referencia, decidió. Aunque sabía que eso era jugar con fuego, no había tiempo para sutilezas. Se cumpliera o no la ambición de Cortés como Reconciliador, los días que tenía por delante estarían cargados de posibilidades. Lo sellado comenzaba a agrietarse, lo callado empezaba a coger aliento para hablar.

La puerta permaneció cerrada aunque llamó al timbre y tocó a la puerta varias veces. Frustrada, decidió rodear el edificio, la ruta más cubierta de púas y aguijones que nunca. La sombra de la torre enfriaba el suelo donde había caído y muerto Clara y la tierra, que estaba mal drenada, hedía a estancamiento. Hasta que llegó allí no se le había ocurrido la idea de encontrar algún fragmento del ojo azul pero quizá había formado parte del orden del día de su inconsciencia desde el principio. Había perdido toda esperanza de encontrar un acceso por este lado del edificio y decidió dedicar su atención a buscar los trozos. Aunque recordaba con viveza lo que había ocurrido aquí, no podía señalar con precisión el lugar en el que los insectos de Dowd habían devorado la piedra así que vagó por allí durante casi una hora entera buscando entre la alta hierba alguna señal. Pero su paciencia se vio recompensada. Mucho más lejos de la torre de lo que habría supuesto encontró lo que habían dejado los devoradores. Era poco más que un guijarro, algo que cualquiera salvo ella habría pasado por alto. Pero para sus ojos aquel color azul era inconfundible y cuando se arrodilló a cogerlo, lo hizo casi con veneración. Parecía un huevo, pensó, yaciendo allí, en un nido de hierba, a la espera de que la calidez de un cuerpo despertara la vida en su interior.

Al levantarse oyó el sonido de las puertas de un coche que se cerraban de golpe al otro lado del inmueble. Con la piedra en la mano volvió a deslizarse por el costado del edificio. Oyó voces en la entrada, hombres y mujeres que intercambiaban palabras de bienvenida. Desde la esquina pudo verlos por un momento. Aquí estaban, la Tabula Rasa. En su imaginación los había elevado al dudoso nivel de Grandes Inquisidores, jueces austeros y despiadados cuya crueldad estaría excavada en sus rostros. Había quizá uno en todo este cuarteto (el más anciano de los hombres) que no habría tenido un aspecto absurdo con una túnica, pero en los rasgos del resto había tal insulsez y tal indolencia en su porte que habrían tenido un aspecto fútil con cualquier atavío salvo el más anónimo. Ninguno parecía demasiado feliz con su carga. A juzgar por sus ojos cargados, el sueño no había entablado amistad con ellos en los últimos tiempos. Y sus costosas ropas (todo de color carbón y negro) tampoco podían ocultar el letargo de sus miembros.

Jude esperó en la esquina hasta que desaparecieron por la puerta principal con la esperanza de que el último la dejara abierta. Pero una vez más estaba cerrada con llave y esta vez descartó la idea de llamar. Si bien con un conserje podría haber entrado mediante halagos o descaro, ningún miembro del cuarteto que había visto le habría perdonado ni un milímetro. Cuando empezaba a alejarse de la puerta, otro coche giró por la carretera y llegó hasta el aparcamiento. Su conductor era un hombre, y el más joven de los recién llegados. Era demasiado tarde para ocultarse así que levantó la mano con gesto alegre y aceleró el paso hasta convertirlo en un elegante trote.

Cuando llegó a la altura del vehículo, éste se detuvo. Jude siguió caminando. Tras superarlo, oyó que la puerta del coche se abría y una voz pastosa y demasiado formal decía:

—¡Eh, oiga! ¿Qué está haciendo?

Judith mantuvo el trote, resistió la tentación de echar a correr aun cuando oyó los pies de él en la gravilla y luego otro altivo grito cuando él comenzó a perseguirla. Hizo caso omiso del hombre hasta que se encontró en el límite de la propiedad y él ya estaba a punto de alcanzarla. Entonces se volvió con una coqueta sonrisa y dijo:

—¿Me ha llamado?

—Esto es propiedad privada —respondió él.

—Lo siento. Debo de tener mal la dirección. Usted no es ginecólogo, ¿verdad? —De dónde surgió semejante invención, Jude no lo sabía pero coloreó las mejillas del joven en apenas un instante—. Necesito ver a un médico lo antes posible.

El hombre sacudió la cabeza con gesto confundido.

—Esto no es el hospital —balbuceó—. Está colina abajo.

Dios bendiga al varón inglés, pensó Jude, que podía quedar reducido casi a la idiotez con la sola mención de algún asunto vaginal.

—¿Está seguro de no ser usted médico? —dijo ella disfrutando de la turbación masculina—. ¿Aunque sea estudiante? A mí no me importa.

El hombre llegó a dar un paso atrás al oír eso, como si ella fuera a caer sobre él y exigir un examen pélvico allí mismo.

—No, yo… lo siento.

—Yo también —dijo ella mientras extendía la mano. El joven estaba demasiado desconcertado para rechazarla y se la estrechó—. Soy la hermana Concupiscencia —dijo ella.

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