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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (26 page)

Pero mientras el hombre que recordaba estas escenas entendía cómo se había producido todo esto, para el maestro Sartori, que aún ignoraba la existencia del otro yo que había creado en el útero del círculo duplicador, aquello seguía siendo un misterio insondable.

—Yo no te di tal orden —le dijo a Lucius.

—Lo entiendo —respondió el joven—. Tenéis que echarme a mí la culpa. Por eso los maestros necesitan discípulos. Os rogué que me dierais esa responsabilidad y me alegro de haberla tenido incluso si he fracasado —dijo y tras sacar un cuchillo, se lo puso al lado del corazón en el espacio de un trueno. Cuando la punta empezó a sacar las primeras gotas de sangre, el maestro cogió la mano del joven y tras arrancar la hoja de sus dedos, la tiró por las escaleras.

—¿Quién te dio permiso para hacer eso? —le dijo a Lucius—. ¿Creí que querías ser un discípulo?

—Y así era —dijo el muchacho.

—Y ahora ya te has desenamorado. Ves la humillación y no quieres tener nada más que ver con este asunto.

—¡No! —protestó Lucius—. Aún deseo ser sabio. Pero esta noche he fracasado.

—¡Todos hemos fracasado esta noche! —dijo el maestro. Cogió al tembloroso muchacho y le habló en voz baja—. No sé cómo se produjo esta tragedia —le dijo—. Pero huelo algo más que tu mierda en el aire. Aquí había alguna conspiración, tramada contra nuestras más elevadas ambiciones y quizá, si no me hubiera cegado mi propia gloria, la habría visto. La culpa no es tuya, Lucius. Y acabar con tu vida no nos devolverá a Abelove, a Esther ni a ninguno de los otros. Escúchame.

—Os estoy escuchando.

—¿Todavía quieres ser mi discípulo?

—Por supuesto.

—¿Obedecerás ahora mis instrucciones, al pie de la letra?

—Lo que sea. Sólo decidme lo que necesitáis de mí.

—Coge mis libros, todo lo que te puedas llevar y vete tan lejos de aquí como seas capaz. Al otro extremo de Imajica si sabes cómo hacerlo. A algún lugar donde no te encuentren Roxborough y sus perros. Se aproxima un invierno duro para los hombres como nosotros, nos va a asesinar a todos salvo a los más inteligentes. Pero tú puedes ser inteligente, ¿no es así?

—Sí.

—Lo sabía. —El maestro sonrió—. Debes estudiar en secreto, Lucius, y debes aprender a vivir fuera del tiempo. De ese modo, los años no te consumirán y cuando Roxborough haya muerto, tú podrás intentarlo de nuevo.

—¿Dónde estaréis vos, maestro?

—Olvidado si tengo suerte. Pero nunca perdonado, creo. Eso sería esperar demasiado. No estés tan abatido, Lucius. Tengo que saber que queda alguna esperanza y a ti te dejo encargado de conservarla por mí.

—Es un honor para mí, maestro.

Al oír la respuesta, a Cortés lo acarició de nuevo el
déjà vu
que había sentido por primera vez cuando se había encontrado con Lucius fuera del comedor. Pero el roce fue muy ligero y pasó antes de que pudiera encontrarle sentido.

—Recuerda, Lucius, que todo lo que aprendas ya forma parte de ti, incluso la propia Divinidad. No estudies nada salvo con el conocimiento de que tú ya lo sabías. No adores nada salvo para adorar a tu propio ser. Y no temas nada… —Aquí el maestro se detuvo y se estremeció, como si tuviera un presentimiento—. No temas nada salvo con la certeza de que tú eres el creador de tu enemigo y su única esperanza de curación. Pues todo lo que hace el mal lo hace sumido en el dolor. ¿Recordarás todas esas cosas?

El muchacho no parecía muy seguro.

—Lo mejor que pueda —dijo.

—Eso tendrá que bastar —dijo el maestro—. Ahora… sal de aquí antes de que vengan los ejecutores de las purgas.

Soltó los hombros del muchacho y Cobbitt se retiró por las escaleras, de espaldas, como un plebeyo ante el rey; sólo se volvió y se alejó cuando llegó al pie de la escalera.

Ya tenían la tormenta encima y una vez desaparecido el muchacho y con él el hedor a alcantarilla, el olor a electricidad era fuerte. La vela que sostenía Cortés parpadeaba y por un instante, pensó que se iba a apagar, comunicando con eso el fin de estos recuerdos, al menos por esta noche. Pero aún quedaba algo más.

—Has sido muy amable con él —oyó que decía Pai'oh'pah y se volvió para ver al místico de pie, en lo alto de las escaleras. Se había despojado de las ropas manchadas con su acostumbrada meticulosidad, pero la sencilla camisa y los pantalones que lucía eran todas las galas que necesitaba para tener un aspecto perfecto. No había rostro en Imajica más hermoso que este, pensó Cortés, ni forma más elegante, y las escenas de terror y recriminación que había traído la tormenta consigo carecían de importancia cuando se sumergía en la visión de la criatura. Pero el maestro que había sido todavía no había cometido el error de perder este milagro y, al ver al místico, estaba más preocupado porque se hubieran descubierto sus engaños.

—¿Estabas aquí cuando vino Godolphin? —preguntó.

—Sí.

—¿Entonces sabes lo de Judith?

—Puedo adivinarlo.

—Te lo oculté porque sabía que no lo aprobarías.

—No soy yo el que debe aprobarlo o lo contrario. No soy tu esposa para que hayas de temer mi censura.

—Y sin embargo la temo. Y pensé, bueno, una vez que se hubiera realizado la Reconciliación esto parecería un pequeño capricho y dirías que me lo merecía después de lo que había logrado. Ahora parece un crimen y ojalá pudiera deshacerlo.

—¿Eso es lo que deseas? ¿De verdad? —dijo el místico.

El maestro levantó los ojos.

—No, no es lo que deseo —dijo, y su tono era el de un hombre sorprendido por una revelación. Empezó a subir las escaleras—. Supongo que debo creer lo que le dije a Godolphin, que ella es nuestra…

—Victoria —le apuntó Pai mientras se hacía a un lado para dejar que el invocador entrara en la sala de meditación. Estaba, como siempre, desnuda—. ¿Quieres que te deje sólo? —preguntó Pai.

—No —se apresuró a decir el maestro. Luego, en voz más baja—: Por favor. No.

Se acercó a la ventana ante la que se había colocado tantas veladas para contemplar a la ninfa Allegra durante su aseo. Las ramas del árbol a través del que la había espiado se agitaban y golpeaban contra los cristales hasta convertirse en astillas y pulpa.

—¿Puedes hacerme olvidar, Pai'oh'pah? Existen esos lances, ¿no es cierto?

—Por supuesto. ¿Pero es eso lo que quieres?

—No, lo que quiero de verdad es la muerte pero le tengo demasiado miedo en este momento. Así que… tendrá que ser el olvido.

—El verdadero maestro abraza el dolor y lo incluye en su experiencia.

—Entonces no soy un verdadero maestro —replicó—. No tengo el valor necesario para serlo. Hazme olvidar, místico. Sepárame para siempre de lo que he hecho y de lo que soy. Haz un lance que se convierta en un río entre mi ser y este momento, para que nunca sienta la tentación de cruzarlo.

—¿Cómo vivirás?

El maestro le dio unas cuantas vueltas.

—En incrementos —respondió al fin—. Cada parte ignorará la parte anterior. Bueno. ¿Puedes hacer eso por mí?

—Desde luego.

—Es lo que yo hice por la mujer que hice para Godolphin. Cada diez años empezará a deshacer su vida y a desaparecer. Entonces inventará otra y la vivirá sin saber jamás lo que dejó atrás.

Al escucharse a sí mismo tramar la vida que había vivido, Cortés oyó una perversa satisfacción en su voz. Se había condenado a doscientos años de tiempo perdido, pero sabía lo que estaba haciendo. Había hecho exactamente lo mismo por la segunda Judith y había considerado cada una de las consecuencias en su nombre. No era sólo cobardía lo que le hizo rechazar estos recuerdos. Era como si quisiera vengarse de sí mismo por fracasar, quería desterrar su futuro al mismo limbo que había fabricado para su criatura.

—Tendré placeres, Pai —dijo—. Vagaré por el mundo y disfrutaré todos los momentos. Lo único que no tendré será su suma.

—¿Y qué pasa conmigo?

—Después de esto, eres libre de irte —dijo.

—¿Para hacer qué? ¿Para ser qué?

—Puta o asesino, me da igual —dijo el maestro.

El comentario se había lanzado de pasada, desde luego su intención no había sido darle una orden al místico. ¿Pero era acaso obligación de un esclavo distinguir entre un mandato dado por darlo y uno que debía seguir a ciegas? No, la obligación de un esclavo era obedecer, sobre todo si el dictado procedía, como lo hacía, de unos labios amados. Y así, con un comentario hecho de paso, el amo había limitado la vida de su sirviente durante dos siglos y lo había empujado a realizar actos que sin duda la criatura había abominado.

Cortés vio las lágrimas que brillaban en los ojos del místico y sintió su sufrimiento como un martillo que le golpeara el corazón. Se odió entonces, por su arrogancia y descuido, por no ver el daño que le estaba haciendo a una criatura que sólo quería amarlo y estar cerca de él. Y ansió más que nunca reencontrarse otra vez con Pai, para poder rogarle su perdón por tanta crueldad.

—Hazme olvidar —dijo de nuevo—. Quiero poner fin a todo esto.

El místico estaba hablando, vio Cortés, aunque los ensalmos a los que daban forma sus labios se pronunciaban en una voz que él no podía oír. Pero el aliento que los portaba hizo que la llama que había posado en el suelo parpadeara y cuando el místico instruyó a su amo en el olvido, los recuerdos se apagaron con la llama.

Cortés revolvió en busca de la caja de cerillas y encendió una, luego utilizó su luz para encontrar la mecha humeante y la volvió a prender. Pero la noche de la tormenta había vuelto a la historia y Pai'oh'pah, el hermoso, obediente y cariñoso Pai'oh'pah se había ido con ella. Cortés se sentó delante de la vela y esperó, si preguntaba si aun había de llegar alguna coda. Pero la casa estaba muerta, desde el sótano a las vigas del techo.

—Bueno —dijo para sí—. ¿Y ahora qué, maestro?

Fue su estómago el que le dio la respuesta al lanzar un pequeño rugido propio.

—¿Quieres comida? —le preguntó y la víscera borbotó a modo de respuesta—. Yo también —dijo.

Se levantó y comenzó a bajar las escaleras preparándose para el regreso a la modernidad. Pero al llegar al final oyó que algo arañaba las maderas desnudas. Levantó la vela y también la voz.

—¿Quién anda ahí?

Ni la luz ni su interpelación le proporcionaron respuesta alguna. Pero el sonido continuó y otros se unieron, ninguno de ellos agradable: un gemido profundo, agónico; un sonido húmedo, arrastrado; una respiración sibilante. ¿Qué melodrama quería representar su mente, se preguntó, para tener necesidad de mecanismos tan manidos? Quizá le habrían inspirado miedo en otro tiempo, pero no ahora. Había visto demasiados horrores cara a cara para que las imitaciones le produjeran escalofríos.

—¿De qué va esto? —le preguntó a las sombras y le sorprendió un tanto que respondieran a su pregunta.

—Hace mucho tiempo que te esperamos —le dijo una voz sibilante.

—A veces pensamos que nunca volverías a casa —dijo otra. Había una feminidad aflautada en su tono.

Cortés dio un paso hacia la mujer y el borde del alcance de la vela tocó lo que parecía el dobladillo de una falda escarlata, que algo arrebató a sus ojos a toda prisa. Allí donde antes estaba, en las tablas desnudas brillaba la sangre fresca. Cortés no siguió avanzando sino que escuchó por si de las sombras salía otra declaración. No tardó en oírse. No de labios de la mujer, esta vez, sino del asmático.

—La culpa fue tuya —dijo—. Pero el dolor lo hemos sufrido nosotros. Durante todos estos años, esperándote.

Aunque corrompida por los tormentos, la voz le resultaba conocida. Había escuchado su tono cantarín en esta misma casa.

—¿Eres Abelove? —dijo.

—¿Recuerdas a la urraca? —dijo el hombre confirmando así su identidad—. Cuántas veces he pensado: Fue error mío, por meter el pájaro en la casa. Tyrwhitt no quiso tener nada que ver y sobrevivió, ¿no es así? Murió en plena chochez. Y Roxborough, y Godolphin, y tú. Todos vivisteis y moristeis intactos. Pero yo, yo me quedé aquí sufriendo, estrellándome contra el cristal pero nunca con la fuerza suficiente para acabar. —El ser gimió y aunque su reproche era tan absurdo como lo había sido la primera vez que lo pronunció, esta vez Cortés se estremeció—. No estoy sólo, por supuesto —dijo Abelove—. Esther está aquí. Y Flores. Y Byam-Shaw. Y el cuñado de Bloxham, ¿lo recuerdas? Así que tendrás compañía de sobra.

—No me voy a quedar —dijo Cortés.

—Oh, pero sí que te quedas —dijo Esther—. Es lo menos que puedes hacer.

—Apaga la vela —dijo Abelove—. Ahórrate el dolor de vernos. Te sacaremos los ojos y puedes vivir ciego con nosotros.

—No haré semejante cosa —dijo Cortés al tiempo que levantaba la luz para que arrojara una red más amplia.

Aparecieron en el extremo más alejado, sus vísceras reflejaban los destellos. Lo que había confundido con la falda de Esther era una cola de tejido, medio desollado desde la cadera hasta el muslo. La joven lo inmovilizaba y se rodeaba con él con la intención de ocultarle las ingles. Aquel decoro era absurdo pero quizá era que su reputación de mujeriego había crecido de tal modo a lo largo de los años que ella creía que podría excitarse al verla, incluso en su atroz estado. Pero aún no había visto lo peor. En Byam-Shaw apenas se podía reconocer a un ser humano y daba la impresión que al cuñado de Bloxham lo habían masticado unos tigres. Pero cualquiera que fuera su estado, estaban listos para la venganza, no había duda de eso. A una orden de Abelove, comenzaron a acercarse a él.

—Ya os han herido suficiente —dijo Cortés—. No quiero heriros más. Os aconsejo que me dejéis pasar.

—¿Dejarte pasar para hacer qué? —respondió Abelove, sus terribles heridas más claras con cada paso que daba. El cuero cabelludo había desaparecido y uno de los ojos le colgaba de la mejilla. Cuando levantó el brazo para lanzarle a Cortés la siguiente acusación, lo señaló con el dedo meñique, que era el único que le quedaba en esa mano—. Quieres intentarlo de nuevo, ¿verdad? ¡No lo niegues! ¡Tienes la vieja ambición metida en la cabeza!

—Moristeis por la Reconciliación —dijo Cortés—. ¿No queréis ver cómo se logra?

—¡Es una abominación! —respondió Abelove—. Nunca debió ocurrir. Morimos demostrándolo. Haces de nuestro sacrificio algo inútil si lo intentas y vuelves a fracasar.

—No fracasaré —dijo Cortés.

—No, no lo harás —contestó Esther al tiempo que dejaba caer la falda para desenrollar un garrote de sus tripas.

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