Read Imajica (Vol. 2): La Reconciliación Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (23 page)

Había otras señales algo más desagradables de su ausencia en el baño, donde la ropa que había dejado a secar antes de su partida había criado una pelusa verde, y en la nevera, cuyas estanterías estaban salpicadas de lo que parecía una especie de crisálidas que apestaban a putrefacción. Pero antes de que pudiese empezar de verdad a limpiar todo aquello, necesitaba tener luz en la casa y para eso iba a hacer falta un poco de politiqueo. No era la primera vez que le cortaban el gas, el teléfono y la electricidad, malas rachas entre falsificaciones y protectoras en las que se había quedado sin fondos. Pero tenía bien ensayado el discursito que lograba que lo volvieran a conectar todo y esa tenía que ser su primera prioridad.

Se vistió con la ropa más limpia que encontró y bajó a presentarse ante la venerable pero un poco chiflada señora Erskine, que ocupaba el apartamento del piso bajo. Era ella la que le había abierto la puerta el día anterior y le había comentado con su inocencia habitual que parecía que lo habían medio matado a patadas, a lo que él había respondido que asiera como se sentía. La buena señora no hizo preguntas sobre su ausencia, cosa que no le sorprendió dado que su ocupación del estudio había sido siempre esporádica, pero sí que le preguntó si iba a quedarse un tiempo esta vez. Cortés le contestó que eso creía y ella le respondió que se alegraba de oírlo porque durante estos meses de verano la gente siempre se volvía loca y desde la muerte del señor Erskine a ella le entraba miedo de vez en cuando.

La anciana hizo un poco de té mientras él se valía del teléfono para llamar a los servicios que había perdido. Fue frustrante. Había perdido el don de embrujar a las mujeres con las que hablaba para que le hicieran algún favor. En lugar de un intercambio de halagos, a Cortés le sirvieron una ensalada fría de oficiosidad y condescendencia. Tenía facturas sin pagar, le dijeron y no le volverían a conectar el suministro hasta que se realizara el pago. Comió algunas tostadas que le había preparado la señora Erskine, se tornó varias tazas de té y luego bajó al sótano y le dejó una nota al conserje para decirle que volvía a ocupar su domicilio y si por favor podría conectarle el agua caliente.

Hecho eso, subió de nuevo a su estudio y echó los cerrojos tras él. Había decidido que con una conversación al día tenía suficiente. Cerró las persianas de las ventanas y encendió dos velas. Soltaron un poco de humo cuando empezaron a arder las mechas pero su luz era más cálida que el resplandor del sol y con ella empezó a revisar la nevada de correo que se había reunido detrás de la puerta. Había facturas en abundancia, por supuesto, impresas en papeles de colores cada vez más airados, además de la inevitable propaganda. Había muy pocas cartas personales pero entre ellas se encontraban dos que lo hicieron detenerse. Ambas eran de Vanessa, cuyo consejo de que se rebanase la embustera garganta había encontrado un eco tan doloroso en la exhortación de Atanasio en la Mácula. Ahora le escribía que lo echaba de menos y que no pasaba un día sin que pensara en él. La segunda misiva era incluso más directa. Quería que volviera a su vida. Si quería enredarse con otras mujeres, ella aprendería a adaptarse. ¿No querría al menos ponerse en contacto con ella? La vida era demasiado corta para guardar rencor, por ambas partes.

Lo alentaron un tanto las súplicas de su antigua amiga e incluso más una carta de Klein, garabateada con tinta roja sobre un papel de color rosa. Los matices levemente amanerados de Chester se elevaron de la página cuando Cortés la examinó.

«Mi querido Espurio», había escrito Klein. «¿De quién es el corazón que estás rompiendo y en dónde? Decenas de mujeres desesperadas sollozan en estos momentos en mi regazo, rogándome que te perdone tus pecados y te invite a volver al seno de la familia. Entre ellas, la deliciosa Vanessa. Por el amor de Dios, ven a casa e impide que tenga que seducirla. Tengo la ingle húmeda por ti».

Así que Vanessa había acudido a Klein: auténtica desesperación. Aunque su ex sólo había visto a Chester una vez, que Cortés recordara, con posterioridad había manifestado que lo odiaba. Cortés guardó las tres cartas aunque no tenía ninguna intención de prestar atención a sus llamamientos. Sólo había un reencuentro que esperaba con impaciencia y era con la casa de Clerkenwell. Sin embargo, era incapaz de enfrentarse a la idea de aventurarse a salir a plena luz del día. Las calles estarían demasiado iluminadas y llenas de gente, esperaría hasta que cayera la oscuridad, cuando pudiera cruzar la ciudad como el ser invisible que aspiraba a ser. Aplicó una cerilla al resto de las cartas y contempló cómo ardían. Luego volvió a la cama y durmió durante toda la tarde para prepararse para los asuntos de esa noche.

2

Esperó hasta que aparecieron las primeras estrellas en un cielo de un elegiaco color azul antes de subir las persianas. La calle estaba tranquila pero dado que carecía de dinero para coger un taxi, sabía que tendría que rozarse con muchas personas antes de llegar a Clerkenwell. En una tarde tan agradable como esta, Edgeware Road estaría atestada y habría toda una multitud en el metro. Lo mejor que podía hacer para llegar a su destino sin que lo miraran era vestirse de la forma más insulsa posible. Se tomó un poco de tiempo para rebuscar entre su mermado guardarropa algo que lo convirtiese en alguien casi invisible. Una vez vestido, bajó a pie hasta Marble Arch y entró en el metro. Sólo había cinco estaciones hasta Chancery Lane, que lo dejaría en los límites de Clerkenwell pero después de dos tuvo que bajarse, jadeaba y sudaba como si tuviera claustrofobia. Maldijo la nueva debilidad que había encontrado en su interior y se sentó en la estación durante media hora mientras iban pasando más trenes, incapaz de encontrar el valor para subirse. ¡Qué ironía! Ya ves, el antiguo viajero por los paisajes más agrestes de Imajica era ahora incapaz de viajar tres kilómetros en metro sin sufrir un ataque de pánico. Esperó hasta que amainaron sus temblores y apareció un tren menos atestado. Entonces volvió a subir y se sentó cerca de la puerta con la cabeza en las manos hasta que terminó el viaje.

Para cuando salió a la superficie en Chancery Lane, el cielo se había oscurecido y él se quedó varios minutos en High Holborn, la cabeza tirada hacia atrás, empapándose del cielo. Sólo cuando dejaron de temblarle las piernas, comenzó a subir por Gray's Inn Road hacia las inmediaciones de la calle Gamut. Hacía ya mucho tiempo que casi todas las propiedades de las calles principales se habían destinado a uso comercial pero había una red de calles y plazas tras la barricada de edificios de oficinas ahora oscurecidos, que, protegidos quizá por el mecenazgo de la mala fama, no habían tocado los promotores inmobiliarios. Muchas de estas calles eran estrechas y laberínticas, con las farolas apagadas y las señales desaparecidas, como si a lo largo de las generaciones todos les hubieran vuelto la espalda. Pero a él no le hacían falta señales ni lámparas, sus pies habían recorrido aquellos caminos incontables veces. Aquí estaba la plaza Shiverick, con su pequeño parque cubierto de malas hierbas y las calles Flaxen, Almoth y Sterne. Y en medio de todas ellas, envuelta en el anonimato, su destino.

Vio la esquina de la calle Gamut a veinte metros de él y ralentizó el paso para deleitarse con el momento del reencuentro. Innumerables recuerdos lo esperaban allí, el místico entre ellos. Pero no todo sería tan dulce ni tan grato. Tendría que ingerirlos con cuidado, como un comensal con el estómago delicado que se acerca a una mesa suntuosa. La moderación era la respuesta. En cuanto sintiera un exceso, se retiraría y volvería al estudio para digerir lo que había aprendido y que eso lo fortaleciera. Sólo entonces volvería a servirse por segunda vez. El proceso llevaría tiempo, lo sabía y el tiempo era esencial. Pero también lo era su cordura. ¿De qué serviría como Reconciliador si se ahogaba con su pasado?

Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, llegó a la esquina y tras doblarla, por fin posó los ojos en la calle sagrada. Quizá, durante sus años de olvido, se había paseado por estas calles apartadas sin ser consciente de nada y había tenido ante sus ojos este mismo paisaje. Pero lo dudaba. Lo más probable es que sus ojos estuvieran viendo la calle Gamut por primera vez en dos siglos. Apenas había cambiado, protegida de los urbanistas y las hordas que los acompañan blandiendo martillos por lances cuyos artífices según los rumores seguían allí. Un follaje descuidado abrumaba los árboles plantados a lo largo de la acera pero el olor acre de su sabia era aún fuerte, el aire protegido de los humos de Holborn y Cray's Inn Road por la confusión de calles que había en medio. ¿Era él o el árbol que había en el exterior del número 28 estaba especialmente lozano, alimentado quizá por una filtración de magia procedente de los escalones de la casa del maestro?

Se encaminó hacia ellos, árbol y escalones, los recuerdos ya volvían con toda su fuerza. Oyó a los niños cantando tras él la canción que tanto lo había atormentado cuando el Autarca le había dicho quién era. «Sartori», había dicho, y esta cancioncilla sin encanto alguno, entonada por voces agudas, había acudido tras el nombre. Entonces la había odiado. La melodía era banal y la letra una tontería. Pero ahora recordó cómo la había oído por vez primera, cuando caminaba por esta misma acera con los niños desfilando por la orilla contraria y lo halagado que se había sentido al ver que era lo bastante famoso para haber llegado a los labios de niños que jamás aprenderían a leer o escribir y que ni siquiera, con toda probabilidad, alcanzarían la pubertad. Todo Londres sabía quién era él y le gustaba su fama. Hablaban de él en la corte, le dijo Roxborough y debería esperar pronto una invitación. Personas que no habían llegado a tocarle ni una manga afirmaban tener una estrecha conexión con él.

Pero todavía existían aquellos, gracias a Dios, que se mantenían a una exquisita distancia y una de esas almas había vivido, recordó, en la casa de enfrente: una ninfa llamada Allegra a la que le gustaba sentarse en su tocador, cerca de la ventana, con el canesú medio desatado, sabía que tenía un admirador en el maestro que vivía al otro lado de la calle. Tenía un perrito de pelo rizado y a veces, por la tarde, oía su voz aguda llamando al afortunado chucho a su regazo, donde lo dejaba acurrucarse. Una tarde, a pocos pasos de donde se hallaba ahora, se había encontrado a la chica con su madre, le había hecho un montón de carantoñas al perro y había sufrido que le pasara la lengüita por la boca sólo para disfrutar del olor del sexo de la joven que se le había quedado prendido en el pelo. ¿Qué había sido de aquella niña? ¿Había muerto virgen o había crecido y engordado preguntándose por el hombre que había sido su más ardiente admirador?

Levantó los ojos hacia la ventana donde se había sentado Allegra. Ya no ardía ninguna luz en ella. La casa, como casi todos estos edificios, estaba a oscuras. Con un suspiro volvió los ojos hacia el número 28 y, tras cruzar la calle, se acercó a la puerta. Estaba cerrada con llave, por supuesto, pero alguien había roto una de las ventanas inferiores en algún momento y nunca la habían reparado. Metió la mano por el vidrio destrozado y le quitó el cerrojo, luego subió la ventana y se deslizó en el interior. Poco a poco, se recordó, ve poco a poco. Mantén el flujo bajo control.

Estaba oscuro pero él había venido preparado para esa eventualidad con velas y cerillas. La llama vaciló al principio y la habitación se meció ante su indecisión pero gradualmente se afianzó y Cortés sintió una sensación que no se esperaba y que se hinchaba como la luz: orgullo. En su época, esta, su casa, había sido un lugar de grandes almas y grandes ambiciones donde se habían prohibido todos los debates banales. Si querías hablar de política o de chismes, te ibas al café; si querías comerciar, a la Bolsa. Aquí, sólo milagros. Aquí, sólo la elevación del espíritu. Y sí, amor, si era pertinente (como tantas veces lo era); y en ocasiones derramamiento de sangre. Pero nunca lo prosaico, nunca lo trivial. Aquí el hombre que traía el cuento más extraño era el más bienvenido. Aquí cada exceso se celebraba si traía consigo visiones y cada visión se analizaba en busca de los indicios que contenía sobre la naturaleza de lo Imperecedero.

Levantó la vela y sujetándola en alto empezó a caminar por la casa. Las habitaciones (había muchas) estaban en ruinas, las tablas crujían bajo sus pies, debilitadas por la podredumbre y los gusanos, las paredes dibujaban el mapa de continentes de humedad. Pero el presente no insistió durante mucho tiempo. Para cuando llegó al pie de las escaleras, la memoria estaba encendiendo luces por todas partes y su luminosidad se derramaba por la puerta del comedor y por las habitaciones de arriba. Era una luz generosa que vestía paredes desnudas, extendía opulentas alfombras bajo los pies y colocaba elegantes muebles sobre ellas. Aunque los polemistas que aquí habitaban quizá aspiraran a ser espíritus puros, no eran reacios a confortar la carne mientras tenían que sufrir su maldición. ¿Quién habría imaginado, al ver la modesta fachada de la casa desde la calle, que el interior estaría tan bien amueblado y ornamentado con tanta elegancia? Y tras ver aparecer estas glorias, oyó las voces de los que se habían regodeado con ese lujo. Carcajadas primero, luego la vociferante discusión de alguien en lo alto de las escaleras. Todavía no podía ver a los polemistas (quizá su mente, a la que había ordenado cautela, estaba conteniendo el torrente) pero podía ponerles nombre a ambos, aun sin verlos. Uno era Horace Tyrwhitt, el otro Isaac Abelove. ¿Y las carcajadas? Ese era Joshua Godolphin, por supuesto. Tenía una risa como la risa del Demonio, gruesa y gutural.

—Adelante, entonces —le dijo Cortés en voz alta a los recuerdos—. Estoy listo para ver vuestros rostros.

Y mientras hablaban, aparecieron: Tyrwhitt en las escaleras, ataviado con demasiada elegancia y demasiados polvos, como siempre, y manteniéndose alejado de Abelove por si acaso se escapaba la urraca que mecía su perseguidor.

—Trae mala suerte —protestaba Tyrwhitt—. ¡Los pájaros en la casa traen mala suerte!

—La suerte es para los pescadores y los jugadores —replicó Abelove.

—Uno de estos días vas a decir una frase que merezca la pena recordar — respondió Tyrwhitt—. Tú sólo saca a esa cosa de aquí antes de que le retuerza el pescuezo. —Se volvió hacia Cortés—. Díselo, Sartori.

Cortés se sobresaltó al ver que los ojos del recuerdo se clavaban con tanta precisión en él.

—No hace ningún daño —se encontró contestando—. Es una de las criaturas de Dios.

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