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Authors: David Simon

Homicidio (52 page)

Así que, sobre todo, Nolan era un superviviente, orgulloso de rango y de su posición en la unidad de homicidios. En consecuencia tomaba los aspectos burocráticos y de supervisión de su trabajo muy seriamente. No le gustaba que Landsman, McLarney o D'Addario se interesaran tan poco por los rituales del cargo. Las reuniones de supervisores de turno empezaban inevitablemente con Nolan proponiendo nuevas ideas para mejorar el funcionamiento del turno; algunas buenas, otras malas, pero todas relacionadas con un proceso de control más formal. Las reuniones duraban muy poco, por lo general: Landsman contestaba a la intervención de Nolan recomendándole tratamiento psicológico o que redujera su consumo de marihuana. Luego McLarney bromeaba sobre algo completamente alejado del asunto que tenían entre manos, y para decepción de Nolan, D'Addario daba por terminada la sesión. Básicamente, Landsman y McLarney preferían trabajar en los casos; Nolan disfrutaba con sus funciones de supervisor.

Por lo tanto, el movimiento táctico de D'Addario hacia una mayor supervisión y control de lo que sucedía en su unidad era correcto, desde el punto de vista de Nolan, pero llegaba tarde. Pensaba que el teniente debía ejercer mayor control sobre sus inspectores jefe, y estos a su vez tenían que disciplinar más a sus hombres. Nolan opinaba que D'Addario no sólo había delegado muchas responsabilidades en sus inspectores, sino que estos también habían aflojado las riendas.

Y sin embargo los inspectores de Nolan —Garvey, Edgerton, Kincaid, McAllister y Bowman— operaban con tanta o más libertad que los hombres de las demás brigadas. Nolan llevaba con mano férrea la documentación, los temas administrativos y los problemas de personal. Pero el objetivo principal de la unidad de homicidios era resolver asesinatos, y en lo que a eso se refería, la cadena de mando significaba lo mismo para Nolan y su brigada que para los demás. Los inspectores de Nolan llevaban sus casos a su ritmo y a su manera, y Nolan jamás les exigía nada más. La personalidad de Edgerton requería que así fuera, pero incluso un investigador más metódico, como Garvey, entregaría doce casos resueltos al año bajo la presión de un inspector jefe minucioso e insistente. Sin él, entregaría una docena exacta.

—No querría trabajar para ningún otro inspector jefe de por aquí —confesaba Garvey, explicándole la dinámica de la brigada a otro inspector—. Lo que pasa es que de vez en cuando, tienes que darle dos hostias a Roger para que vuelva a la tierra.

Los inspectores toleraban los recortes de las horas extras y los cambios en la distribución de turnos porque ellos también comprendían que D'Addario estaba en un aprieto. Y cuando D'Addario empezó a perseguir a los inspectores, a comprobar los expedientes y a pedirles que rellenaran más papeleo, nadie se lo tomó a pecho. Con el turno de medianoche a medio gas, Rick Requer lo resumió perfectamente:

—Si no fuera por Dee —le dijo a otros dos inspectores—, no nos tragaríamos tanta mierda así como así.

Y siguieron tragando durante todo el mes de abril, y hasta que llegó mayo, mientras D'Addario intentaba llevar lo mejor posible su nuera faceta de tocahuevos. El papeleo adicional y los cambios en los horarios eran puramente cosméticos y se podrían sobrellevar hasta que el teniente capeara el temporal. En cuanto a las horas extra, el dinero volvería a entrar en junio, con el nuevo año fiscal. Los hombres maldecían y gruñían, pero bailaban al son de la música de D'Addario. Y lo que era más importante, siguieron haciendo lo único que era verdaderamente esencial para el futuro de su teniente: resolver casos.

Ceruti contribuyó a la mejoría con el caso de una paliza mortal en el suroeste, y Waltemeyer cerró un tiroteo en una casa de la calle North Wolfe, cerca del Hospital Hopkins. En el turno de Stanton, Tomlin acudió a una pelea de navajas que terminó con la detención de un cadete de la policía recién licenciado, un chico que tenía que presentarse en la academia en un mes.

—¿Creen que debería llamar a la oficina de personal y contárselo? —preguntó el tipo después de confesar.

—Quizá sea buena idea —le dijo Tomlin—. Aunque estoy seguro de que ya se enterarán.

Garvey y Kincaid llevaron otro caso, en la avenida Harlem, donde Dios los bendijo con testigos y un sospechoso que aún merodeaba por la escena del crimen. Cuando llegaron al hospital para comprobar cuál era el estado de la víctima, los dos inspectores contemplaron cómo los cirujanos le abrían el pecho al muchacho para hacerle un masaje a corazón abierto, en un esfuerzo desesperado por salvarle la vida. La derivación del electrocardiograma era irregular y la sangre manaba de su cavidad torácica al suelo de la sala de urgencias. No jodas, pensaron los inspectores, que estaban bastante familiarizados con los matices médicos de la muerte violenta. Un cirujano que abre el pecho está tirando su último par de dados; cualquier policía sabe que el 97 por ciento de las veces falla. La Regla Seis mandaba, y Garvey regresó a la oficina incapaz de disimular su asombro.

—Eh, Donald —gritó Garvey, saltando entre las mesas y acompañando a Kincaid hasta su escritorio— ¡Va a palmarla! ¡Va a palmarla y sabemos quién lo hizo!

—Eres un hijo de puta frío como un pedazo de hielo —dijo Nolan sacudiendo la cabeza y riéndose. Luego se dio la vuelta y caminó con paso alegre hasta su propio despacho.

Una semana más tarde, Waltemeyer y un asistente del fiscal fueron a Salt Lake City, donde un destacado pilar de la comunidad había confesado a un amigo íntimo que le buscaban por asesinato en Baltimore trece años atrás. Daniel Eugene Binick, de cuarenta y un años, llevaba una docena de años en Utah, casado la mayor parte del tiempo y era psicólogo que llevaba adictos en tratamiento. Vivía con otro nombre. Y aunque su fotografía aún estaba en el póster de «Buscados por Homicidio» que colgaba en la oficina principal de la unidad, era la imagen de un hombre más joven y desafiante. El Daniel Binick de 1975 tenía pelo largo y grasiento, un bigote espeso y antecedentes penales más que respetables. En la versión de los años 80 llevaba el pelo corto, y era el presidente de su sección local de Alcohólicos Anónimos. Incluso después de una semana de investigación, Waltemeyer sólo descubrió un testigo vivo del atraco al bar y del subsiguiente tiroteo. Pero bastaba con uno, y un caso resuelto que olía como un caso resuelto era igual de dulce.

A principios del mes de mayo, el porcentaje de casos resueltos ya había subido a un satisfactorio 60 por ciento. Igualmente, las horas extras y las pagas adicionales estarían firmemente ancladas en una cifra lo suficientemente discreta como para que los jefes se dieran cuenta. Si bien no estaba blindado, la posición de D'Addario se había estabilizado, o así se lo parecía a sus hombres.

Durante un breve encuentro en la oficina de homicidios, Landsman deja traslucir que los ánimos del turno están mejor arriesgándose a contar un chiste a costa del teniente. Algo que un mes antes ni se le habría ocurrido.

Más adelante, una tarde, D'Addario, Landsman y McLarney están frente al televisor. El teniente y McLarney comprueban la lista de turnos, y Landsman está absorbiendo los misterios ginecológicos de una revista erótica. El coronel Lanham se presenta de repente en la sección, y los tres supervisores le ven llegar con el rabillo del ojo.

Landsman espera unos buenos tres segundos antes de pasarle la revista, con la página central abierta, a D'Addario:

—Aquí tiene su revista, teniente —dice—. Gracias por dejármela.

D'Addario, sin levantar la vista, tiende la mano y la coge.

—Jodido Jay —dice McLarney, sacudiendo la cabeza.

Hasta el coronel se ríe.

LUNES 9 DE MAYO

Harry Edgerton necesita un asesinato.

Necesita un asesinato hoy.

Edgerton necesita un cuerpo humano, cualquiera, tieso y rígido y sin un ápice de vida en sus venas. Necesita un cuerpo que caiga en los limites de la ciudad de Baltimore. Necesita ese cuerpo tiroteado, apuñalado, apaleado, apalizado o inoperativo por otros motivos causados por la mano del hombre. Necesita un informe de homicidios en veinticuatro horas, con su nombre al pie y una cinta de color marrón que declare que Harry Edgerton es el inspector principal del caso. ¿Que Bowman lleva un aviso de tiroteo en la zona noreste? Dile que se agarre a esa escena del crimen, porque Harry Edgerton, su amigo y salvador personal, ya se ha subido al Cavalier y acelera por Harford Road. ¿Que la policía del condado tiene entre manos un asesinato en Woodlawn? Pues arrastra lo que quede del pobre desgraciado y cruza la frontera estatal, para que Edgerton se haga con él. ¿Una muerte dudosa en un apartamento sin entrada violenta? No hay problema. Dale a Edge una oportunidad y se encargará de que la autopsia de la mañana siguiente diga asesinato.

—Si no pillo uno pronto —dice Edgerton, saltándose de madrugada el semáforo en rojo de Frederick Road—, tendré que matar a alguien yo mismo.

Su nombre lleva dos semanas colgado en el tablero; y también en las listas de la brigada donde consta el inspector que debería ocuparse de la siguiente llamada. Las notas diarias son otra señal del cambio de actitud de D'Addario: toma nota de los inspectores que tienen menos casos resueltos y los designa como candidatos para el siguiente aviso. Y eso quiere decir, especialmente, que será Edgerton. Sólo ha llevado dos homicidios ese año: el ritmo del veterano no sólo es una cuestión candente en el seno de la brigada, sino también un tema peliagudo para D'Addario. Durante las últimas dos semanas, cada uno de los destinos empieza y termina con el nombre de Edgerton. Es la broma diaria en la sala del café:

—¿A quién le toca hoy?

—A Harry.

—¡Joder! Le va a tocar a Harry hasta octubre.

Hace días que Edgerton salta de los tiroteos a las peleas, a las muertes por sobredosis, esperando fervientemente que uno de los fiambres —cualquiera— se convierta en un asesinato.

Y de momento no pasa nada. Hay días en que, después de tres o cuatro llamadas, de ir de una punta a otra de la ciudad y echarle un vistazo a los cuerpos, otros inspectores levantan el auricular y les tocan masacres con el nombre y apellido del asesino. Si Edgerton se ocupa de un tiroteo, seguro que la víctima sobrevive. Llega para hacerse cargo de una supuesta paliza, y los enfermeros decretan que se trata de una sobredosis y que los hematomas que presenta la víctima se deben a las heridas que se hizo al caer desmayado al suelo. Edgerton se presenta en la escena de una muerte inesperada y puedes apostar tu último dólar a que será un jubilado de ochenta y ocho años con una enfermedad cardiaca. Todo esto no significa nada para D'Addario. Edgerton estará en el turno hasta que consiga un asesinato, repite el teniente. Y si tiene que estar el resto de su carrera ahí, pues no pasa nada.

Eso le convierte en un inspector de homicidios bastante irritable. Después de todo, es molesto que le tomen por el bicho raro del turno y el retrasado de la brigada. Incluso que Kincaid y Bowman y Dios sabe quién más sigan quejándose de cómo se reparte la carga de trabajo. Edgerton puede con eso y más. Pero adiós a una vida normal si va a tener que ir corriendo detrás de cada llamada durante todos los días de lo que empieza a parecer el resto de su vida.

Una semana atrás ya saltaba a la vista que Edgerton necesitaba un cadáver. Fue cuando se puso a maldecir a una víctima de sobredosis en los bloques Murphy Homes, pidiéndole al fiambre que cooperara y que fuera un poco más considerado.

—Degenerado hijo de puta —exclamó Edgerton frente al muerto mientras dos agentes uniformados le miraban incrédulos—. ¿Dónde demonios te has pinchado? No tengo todo el día, no puedo mirarte los brazos con lupa. Joder, ¿dónde estará esa jodida pinchada fresca?

No era sólo que fuera desalentador no encontrar la marca de la jeringuilla: es que llevaba decepción tras decepción, después de cada llamada que había cogido esa noche. Y en ese momento, de pie frente a un muerto más, en la escalera del bloque de Murphy Homes, a Edgerton le resultó de lo más frustrante que el tipo sólo se hubiera matado a golpe de chute de heroína. Joder, se lamentó en silencio, ¿era mucho pedir que fuera un asesinato? Esto era Baltimore, por el amor de Dios. Y aquí había un cadáver, en la escalera de un asqueroso bloque llamado George B. Murphy. ¿Qué sitio mejor para morir como un perro, descerebrado por una arma de gran calibre? ¿Qué hace este desgraciado con una jeringuilla en la mano izquierda, mirándole desde la acera con una mueca ridícula en la cara?

—¿Así que zurdo, además? —dice Edgerton, comprobando el brazo derecho—. ¿Dónde te la metiste, jodido?

El muerto sigue sonriéndole.

—¿Por qué me haces esto? —le pregunta Edgerton al cadáver.

Una semana más tarde, Edgerton sigue siendo el inspector favorito de los turnos de D'Addario, y corretea por el suroeste de Baltimore para atender otro aviso que, si su mala suerte sigue igual, no será más que un rasguño. No habrá escena del crimen, ni sospechoso, ni muerto en el cruce de Hollins con Payson. Edgerton se imagina, en lugar del cadáver, a un chaval de dieciocho años, sentado en una camilla en la sala de urgencias de Bon Secours, totalmente despierto y consciente. Hablando por los codos y con un brazo vendado.


El Supremo
[6]
tendrá que darme un respiro —dice, haciendo eses entre los dos carriles en una avenida Frederick que está vacía—. No puedo comprar un asesinato.

Frena de golpe en la señal de la calle Monroe y luego se dirige hacia Payson. Las luces azules del coche patrulla le reciben, pero Edgerton se fija inmediatamente en que no hay coche de bomberos. Ni un cuerpo en el pavimento. Si alguna vez hubo una ambulancia, se dice Edgerton, hace tiempo que se fue.

El inspector registra su hora de llegada y cierra la puerta de un portazo al salir. Un agente de uniforme, un jovencito blanco, se acerca con una mirada de preocupación en su rostro.

—¿Está vivo, verdad? —dice Edgerton.

—¿Quién? ¿La víctima?

No, piensa Edgerton, Elvis el Jodido Rey Presley. Pues claro que la víctima. El inspector asiente.

—No creo —dice el agente—. No por mucho tiempo. Tenía mala pinta cuando se lo llevó la ambulancia.

El inspector sacude la cabeza. El chico no sabe lo que le espera. Ya lo sabía, querría decirle Edgerton, porque yo no llevo asesinatos, sino una centralita de llamadas.

—Pero tenemos un testigo.

Un testigo. Entonces seguro que no es un asesinato.

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