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Authors: David Simon

Homicidio (49 page)

—Y este es el agradecimiento que recibo —dice Brown, todavía metiéndose con el inspector veterano.

—¿Qué quieres que haga, que te dé un beso? —dice Worden, respondiendo finalmente—. Ni siquiera me trajiste de ajo.

Brown pone los ojos en blanco.
Bagels
de ajo. Siempre los malditos
bagels
de ajo. Se supone que son mejores para la tensión sanguínea del Gran Hombre, y cuando Brown se los trae de cebolla o de sésamo durante los turnos diarios del fin de semana, se lo reprocha durante siglos. Despues de la imagen de Waltemeyer encerrado en una sala de interrogatorio grande con seis estibadores griegos borrachos, la segunda fantasía favorita de Brown lo coloca en el jardín de la casa de Worden a las cinco de la mañana de un sábado para lanzar setenta
bagels
de ajo contra las ventanas del dormitorio principal.

—No tenían de ajo —dice Brown—. Les pregunté.

Worden le mira con desprecio. Es la misma expresión que tiene en aquella fotografía de la escena del crimen en Cherry Hill, la que Brown liberó para su colección personal, la que dice:

—Brown, pedazo de mierda, cómo puedes creer que esas latas de cerveza tienen algo que ver con tu escena del crimen.

Un día puede que Worden se jubile y Dave Brown se convierta en el siguiente hombre fuerte de la brigada de McLarney. Pero, hasta entonces, la vida del hombre más joven está atrapada en el infierno que Worden escoja.

Para Worden, sin embargo, el infierno es enteramente algo creado por su propia imaginación. Ha amado mucho este trabajo, quizá demasiado, y ahora, finalmente, parece que se le acaba el tiempo. Que le resulte difícil aceptarlo es comprensible; durante veinticinco años había venido cada día a trabajar armado con la seguridad de que fuera cual fuera el puesto que le asignara el departamento, él destacaría. Siempre había sido así, empezando por todos aquellos años en el Noroeste, una estancia prolongada que hacía que trabajar en ese distrito le resultase totalmente natural. ¡Diablos!, todavía no puede trabajar un homicidio allí sin realizar algún tipo de conexión con lugares y gentes que conoció entonces. Desde el principio no le había gustado mucho escribir informes, pero ¡maldita sea! si había alguien que supiera leer la calle mejor que él. No pasaba nada en su zona de patrulla sin que él se enterase: su memoria para caras, direcciones e incidentes que otros policías habían olvidado era simplemente asombrosa. A diferencia de todos los demás inspectores de la unidad, Worden nunca llevaba una libreta a sus escenas del crimen, por el solo hecho de que lo recuerda todo; un chiste clásico de la unidad era que Worden necesitaba sólo una cerilla para anotar todos los detalles de tres homicidios y un tiroteo con implicación policial. En el estrado, los abogados pedían muchas veces ver las notas de Worden y luego se mostraban incrédulos cuando les decía que él no tomaba notas.

—Simplemente me acuerdo de las cosas —le dijo a un abogado defensor—. Haga su pregunta.

En las noches de poco trabajo, Worden sacaba un Cavalier y conducía por una zona de tráfico de droga o iba al centro, al Meat Rack, la zona alrededor del número 800 de la avenida Park, donde los chaperos solían venderse frente a los bares gais. Cada uno de esos paseos le servía para sumar cuatro o cinco caras más a su banco de datos, otras cuatro o cinco víctimas o victimarios que un día podían acabar en el expediente de un caso. No era exactamente memoria fotográfica, pero estaba muy cerca de serlo, y cuando Worden al final trajo esa capacidad a la central, a la vieja unidad de busca y captura, a todo el mundo le quedó claro que no iba a volver a vestirse de paisano en el Noroeste. El hombre había nacido para ser un investigador.

No fue sólo su extraordinaria memoria lo que hizo que perdurara en el DIC, a pesar de que se trataba de una ventaja formidable cuando se trataba de localizar a un fugado de la prisión o de relacionar una serie de robos en la ciudad y el condado, o de recordar qué asesinatos se habían cometido con una automática del calibre .380. Pero la memoria de elefante era una parte esencial del modo en que Worden entendía el trabajo policial, basado en la claridad de pensamiento y propósito, en su insistencia en tratar con la gente directamente, y en su exigencia, de una forma tranquila y formidable, de que ellos hicieran lo mismo.

Worden había tomado parte en muchas batallas, pero su tamaño nunca lo había impulsado a comportarse con violencia, y su arma —que continuamente amenazaba con empeñar— había sido prácticamente irrelevante en su trabajo. Sus bravuconadas, sus pullas en la sala de la brigada, formaban, como todo lo demás, parte de su pose, y todos —de Brown a McLarney— lo sabían.

Era tan grande que podía resultar muy intimidante, y, por supuesto, Worden se aprovecha a veces de ese hecho. Pero en última instancia trabajaba utilizando el cerebro, con un proceso mental fluido y refinado. En una escena del crimen no sólo absorbía las pruebas físicas, sino todo y a todos los que estaban en la periferia. Muchas veces Rick James podía estar haciendo el trabajo sucio en una escena del crimen y de repente levantar la vista y ver a Worden en pie a una manzana de distancia, una masa blanca en un océano de rostros negros. Y maldita sea si no regresaba siempre con alguna información nueva sobre el muerto. Cualquier otro inspector se encontraría con miradas hostiles y quizá con insultos, pero Worden de algún modo conseguía que los chicos que trabajaban las esquinas fueran más allá de eso, lograba que entendieran que él estaba allí para hacer justicia. Si tenían algún respeto por la víctima, si alguna vez habían pensado en decir algo que quizá a un inspector de policía le gustara oír casualmente al pasar por allí, aquella era su oportunidad.

Parte del efecto lo producía la forma de ser brusca y paternalista de Worden. Aquellos ojos azules, aquellos carrillos, aquel pelo blanco y ralo. Worden tenía el aspecto del padre a quien ningún hombre podría soportar perder el respeto. Durante las entrevistas y los interrogatorios hablaba suave y lentamente, con una mirada que hace que mentirle parezca un pecado imperdonable. Eso funciona tanto con blancos como con negros, con hombres o mujeres, con homosexuales o heterosexuales; Worden tiene una credibilidad que de alguna forma trasciende los excesos de su profesión. En la calle, gente que desprecia a todos los demás representantes de la ley ha firmado una paz por separado con Donald Worden.

Una vez, cuando ya estaba en la central, investigando robos con Ron Grady, la madre de un chico que habían arrestado amenazaba con ponerles una denuncia por brutalidad policial ante la división de asuntos internos. Grady, le dijeron a la mujer, había dado una paliza al chico en el calabozo del distrito.

—Grady no pegó a su hijo —le dijo Worden a la madre—. Fui yo.

—Está bien, señor Donald —declaró la mujer—. Si fue usted, me quedo tranquila, porque entonces es que se lo merecía.

Pero rara vez golpeaba a nadie. Pocas veces le hacía falta. A diferencia de la mayoría de los policías de su generación —y también de muchos agentes jóvenes—, no era racista, a pesar de que cualquier chico nacido y educado en el enclave de clase trabajadora blanca que era Hampden tenía múltiples oportunidades de adquirir ese defecto. Tampoco el Departamento de Policía de Baltimore era el entorno más tolerante en el que madurar; había policías veinte años más jóvenes que él que reaccionaban a lo que veían en las calles retirándose en una caverna psicológica desde la que maldecían a todos los negros y liberales maricones por haber jodido el país. Y, sin embargo, con nada más que el diploma de haber terminado el instituto y su educación en la marina, Worden creció con el trabajo. Su madre había tenido algo que ver con ello; no era el tipo de mujer que fuera a llevar prejuicios a su hogar. Su larga temporada con Grady como compañero también tuvo efectos benéficos; no podía, por un lado, respetar y querer a un inspector negro y luego ir soltando palabras como
negrata
o
moreno
y pretender que no significaban nada.

Esa sensibilidad era otro de sus puntos fuertes. Worden era uno de los pocos inspectores blancos de homicidios que podían sentarse a una mesa frente a un chico negro de quince años y dejar claro, sin nada más que una mirada y una o dos palabras, que empezaban con una página en blanco. El respeto generaba respeto, y el desprecio, desprecio. Cualquiera que tuviera ojos para ver podía comprobar que el trato que se ofrecía era justo.

Fue Worden, por ejemplo, quien se ganó la confianza de la comunidad gay cuando una serie de asesinatos de homosexuales empezaron a sucederse en el barrio de Mount Vernon, en el centro de la ciudad. El departamento en general seguía siendo ignorado por muchos miembros de la comunidad gay debido a un largo historial de acoso, tanto real como imaginado. Pero Worden podía entrar en cualquier club de la avenida Park, mostrarle a un camarero una serie de fotos de identificación y conseguir algunas respuestas sinceras. Su palabra era aceptada como moneda de curso legal y su trabajo no era ni juzgar ni amenazar. No necesitaba que nadie saliera de ningún armario ni que se escribiera ningún informe oficial de delitos. Sólo necesitaba saber si el tipo de la foto era el mismo que estaba trabajando de chapero frente a los bares, el mismo que ha estado pegando y robando a los hombres que contrataban sus servicios. Cuando los asesinatos de Mount Vernon se solucionaron, Worden se llevó a toda su brigada a un bar gay del bulevar Washington, donde invitó a una ronda a todos los clientes del local y luego, para delicia de los demás inspectores, bebieron gratis durante el resto de la noche.

Incluso en la unidad de homicidios, donde se asumía que todo el mundo tenía cierto grado de talento e inteligencia, se reconocía que Worden era un elemento especialmente valioso, un policía entre policías, un investigador nato. Durante sus tres años en homicidios había trabajado los turnos de noche y turnos dobles con hombres más jóvenes. Les mostraba lo que veinticinco años de experiencia pueden enseñar y, al mismo tiempo, aprendía los nuevos trucos que el trabajo de homicidios podía enseñarle. Worden parecía indestructible si no infalible. Hasta el caso de la calle Monroe, había parecido que el hombre iba a poder seguir contestando llamadas durante toda su vida.

John Scott, muerto en un callejón con un puñado de hombres del Oeste en pie junto a su cuerpo, fue, simplemente, el que no pudo resolver. Más allá del coste emocional de investigar a otros policías, de ver cómo otros policías te mentían como cualquier otro gilipollas de la calle, la investigación de la calle Monroe se había convertido para Worden en lo que el asesinato de Latonya Wallace era para Pellegrini. Un hombre que resuelve diez asesinatos consecutivos empieza a creer que puede evitar el abismo para siempre. Luego viene la bola roja, el caso que no sale bien, y ese mismo hombre empieza a preguntarse a qué conduce todo aquello —todos los expedientes de los casos, todos los informes, todas las heridas en todos los hombres muertos de todas las escenas del crimen—, tantos crímenes que los nombres y rostros pierden su significado hasta que aquellos privados de libertad y aquellos privados de la vida se funden en una misma imagen triste y gris.

Sólo eso sería motivo más que suficiente para que Worden se retirase pero había también otros. Por un lado, ya no tenía una familia,e mantener. Sus hijos habían crecido y su esposa estaba acostumbrada a una separación que ya duraba diez años. Habían llegado a un punto de equilibrio: Worden nunca había pedido el divorcio y sabía que su esposa tampoco lo pediría nunca. En lo referente a sus propias finanzas Worden tenía garantizada una pensión del 60 por ciento tan pronto como rellenara los papeles de la jubilación, así que en realidad trabajaba por menos de la mitad de lo que cobraba. En los días en que tenía fiesta ganaba más dinero entregando pieles a clientes para que las guardaran durante el verano, o trabajaba en la casa que había comprado en Brooklyn Park. Se le daba bien trabajar con las manos y utilizar herramientas, y ciertamente podía ganar bastante dinero haciendo reparaciones. Nada menos que una figura tan destacada de la unidad de homicidios como Jay Landsman estaba ganando miles de dólares con una empresa que dirigía en su tiempo libre; el chiste era que Landsman podía resolver el asesinato de tu madre en una semana… o en cuatro días si además te ponía un nuevo suelo de madera a la terraza del patio trasero.

En el otro platillo de la balanza había dos buenas razones para quedarse. En primer lugar estaba Diane, la secretaria pelirroja de la sección de investigaciones especiales que trabajaba pasillo abajo, quien por su valiente intento de domesticar a Worden se había ganado el cariño y la admiración de toda la unidad de homicidios. Lo cierto es que Worden estaba enganchado; el anillo de oro con la inscripción «D&D» que llevaba en su mano izquierda lo decía a las claras. Pero incluso si se casaran mañana —y Worden todavía estaba haciéndose a la idea de embarcarse en algo permanente—, Diana no podía pedir la pensión completa si no se quedaba en el departamento al menos un año más. Y siendo un policía de cuarenta y nueve años con hipertensión, Worden tenía que pensar en ese tipo de cosas.

Desde un punto de vista menos práctico, estaba también la pequeña y clara vocecita que desde el fondo de su cabeza le decía que estaba hecho para este trabajo y ningún otro, la voz que le decía que todavía se lo pasaba en grande trabajando. En el fondo de su corazón, Worden quería de verdad seguir oyendo esa voz.

Hacía una semana Waltemeyer había sacado un asesinato de 1975 de los archivos, un robo a un bar de Highlandtown en el que se había emitido una orden de arresto, pero nunca se había encontrado al sospechoso. ¿Quién hubiera dicho que iban a pasar trece años antes de el sospechoso finalmente apareciera en Salt Lake City y le contara a un amigo que había cometido un crimen que creía que todo el mundo había olvidado? ¿Quién hubiera pensado que el expediente todavía contendría una fotografía de una rueda de sospechosos de 1975, una fila con cinco inspectores en pie hombro con hombro con el sospechoso? Y fíjate en la cara de ese tipo grandote, ese rubio con profundos ojos azules, el que está mirando a la cámara, esforzándose por parecer más un delincuente que un inspector de robos? Donald Worden tenía treinta y seis años cuando se hizo esa fotografía, más duro, delgado vestido con unos llamativos pantalones a cuadros y una americana de poliéster que delataban a un inspector prometedor de la policía de Baltimore de una época ya pasada.

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