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Authors: David Simon

Homicidio (50 page)

Waltemeyer, por supuesto, paseó la fotografía por la oficina de la brigada como si hubiera desenterrado los restos momificados de algún rey antiguo. No, le dijo Worden, no quiero quedármela como un maldito recuerdo.

Lo único que le salvó ese día fue el teléfono y un apuñalamiento en el oeste de la ciudad. Worden, como un bombero veterano, salía zumbando en cuanto sonaba la sirena. Cogió la tarjeta con la dirección y la hora en que el operador le había asignado el caso, y estaba a mitad de camino de los ascensores antes de que ningún otro inspector pudiera ni siquiera plantearse contestar a la llamada.

Como era apropiado para ese momento, el compañero que le acompañó en la llamada fue Kincaid, otro veterano de veinte años, y juntos trabajaron la escena del crimen en Franklintown Road. Era un apuñalamiento doméstico claro. El cuchillo estaba en el patio delantero y había un reguero de sangre que llevaba hacia la casa. En el suelo del salón, inmerso en un lago de tres metros de ancho de sangre rojo púrpura estaba el teléfono que el marido había utilizado para pedir ayuda.

—¡Por Dios!, Donald —dijo Worden—. El tipo debe de haber cortado una vena.

—Oh, sí —dijo Kincaid—. Ha tenido que ser eso.

Fuera, en los escalones de entrada, el primer agente que ha llegado está escribiendo los detalles para su informe con la indiferencia que podía esperarse. Pero cuando llegó a la secuencia identificadora de los dos inspectores —el código departamental que identifica a los inspectores por orden cronológico— levantó la vista asombrado.

—A-siete-cero-tres —le dijo Worden.

—A-nueve-cero-cuatro —dijo Kincaid.

Para tener un identificador de la serie A, un hombre tenía que haber ingresado en el cuerpo en 1967 o antes. El uniforme, un serie D, sacudió la cabeza con incredulidad.

—¿Es que no hay nadie en homicidios con menos de veinte años encima?

Worden no dijo nada y Kincaid se puso directamente a trabajar.

—¿Este tío está en el Universitario? —preguntó.

—Sí, en urgencias.

—¿Cómo estaba?

—Cuando llegué aquí, estaban intentando estabilizarlo.

Los inspectores fueron hacia el Cavalier, pero se volvieron abruptamente cuando otro uniforme, acompañado de un niño de seis años, los llevó de nuevo al lugar en que se había encontrado el cuchillo.

—Este joven vio lo sucedido —dijo el uniforme, lo bastante alto como para que el niño lo oyera— y le gustaría contárnoslo.

Worden se arrodilló.

—¿Viste lo que pasó? El niño asintió.

—APÁRTESE DE ESE NIÑO —gritó una mujer desde el otro lado de la calle—. NO PUEDE HABLAR CON ÉL SIN UN ABOGADO.

—¿Es usted su madre? —preguntó el uniforme.

—No, pero ella no va a querer que hable con ningún policía. Eso lo sé muy bien. Tavon, no se te ocurra decir nada.

—¿Así que usted no es su madre? —preguntó el uniforme, ahora furioso.

—No.

—Entonces lárguese de aquí antes de que le ponga las esposas —murmuró el patrullero en voz baja, para que no lo oyera el niño—. ¿Me oye bien?

Worden se volvió hacia el niño.

—¿Qué viste?

—Vi que Bobby salía corriendo detrás de Jean.

—¿Ah, sí?

El niño asintió.

—Y cuando él se acercó, ella le cortó.

—¿Se tropezó él con el cuchillo? ¿Tropezó él con el cuchillo por accidente o le intento cortar Jean?

El niño negó con la cabeza.

—Hizo esto —dijo, levantando el brazo recto.

—¿Hizo eso? Vaya. ¿Y tú cómo te llamas?

—Tavon.

—Tavon, nos has ayudado muchísimo. Gracias.

Worden y Kincaid liberaron su Cavalier de una masa cada vez mayor de coches patrulla y condujeron hacia el este hasta urgencias del Hospital Universitario. Ambos perfectamente seguros de que se iba a aplicar la Regla Número Seis del manual de homicidios. A saber: «Cuando un sospechoso es identificado inmediatamente en una agresión, es seguro que la víctima sobrevivirá. Cuando no se ha identifi do a ningún sospechoso, la víctima morirá invariablemente». De hecho, la validez de la regla se confirmó cuando encontraron a Corneé Robert Jones, de treinta y siete años de edad, tendido boca arriba una camilla en una de las salas de examen traseras, perfectamente consciente y alerta, mientras una rubia residente de cirugía —una rubia residente de cirugía especialmente atractiva— aplicaba presión a la herida del interior de su muslo izquierdo.

—¿Señor Jones? —preguntó Worden.

Retorciéndose de dolor, la víctima asintió brevemente desde detrás de su máscara de oxígeno.

—Señor Jones, soy el inspector Worden del departamento de policía. ¿Puede usted oírme?

—Le oigo —dijo la víctima, su voz casi bloqueada por la máscara.

—Hemos estado en su casa, y la gente con la que hemos hablado allí nos ha dicho que su novia, o quizá sea su esposa…

—Mi esposa.

—Dicen que su esposa le ha atacado con un arma blanca. ¿Es eso lo que ha sucedido?

—Desde luego que me ha atacado —dijo, entre espasmos de dolor.

—¿No se ha tropezado usted con el cuchillo por accidente o algo así?

—¡Coño, no! Me ha apuñalado ella.

—Si le decimos al agente que redacte una orden de arresto contra su mujer, ¿no cambiará usted de opinión sobre esto mañana?

—No, no lo haré.

—Muy bien —dijo Worden—. ¿Tiene alguna idea de dónde pueda estar su esposa ahora?

—No lo sé. Quizá en casa de alguna amiga o algo así.

Worden asintió, luego miró a Kincaid, que había pasado los últimos cinco minutos repasando tan a fondo a la residente de cirugía como era posible hacerlo en aquella situación.

—Le diré una cosa, señor Jones —dijo Kincaid con su acento más pueblerino—. Desde luego está usted en buenas manos. En muy buenas manos.

La residente levantó la vista, molesta y un poco avergonzada. Y luego Worden se quedó sonriendo ensimismado. Se inclinó sobre la víctima y le dijo al oído:

—¿Sabe, señor Jones? Creo que es usted un hombre muy afortunado —dijo con un susurro lo bastante alto como para que lo oyeran todos.

—¿Cómo?

—Que es usted un hombre afortunado.

Con un rictus de dolor, la víctima miró de reojo al inspector.

—¿Y por qué diablos tengo suerte?

Worden sonrió.

—Bueno, por lo que parece, su esposa apuntaba a su miembro —dijo el inspector—. Y por lo que puedo ver, falló sólo por unos pocos centímetros.

De repente, desde debajo de la máscara de oxígeno, Cornell Jones empezó a reír a grandes carcajadas. También a la residente le había hecho gracia y se le notaba que se esforzaba por no reírse.

—Sí —dijo Kincaid—. Un tipo grande como usted bien cerca ha estado de empezar a cantar como una soprano, ¿sabe?

Cornell Jones se agitó arriba y abajo en la camilla, riéndose y retorciéndose de dolor a la vez.

Worden levantó la mano y se despidió con un breve gesto.

—Que le vaya bien.

—A ti también, tío —dijo Cornell Jones, todavía riéndose.

La mierda que ves ahí fuera, pensó Worden mientras conducía a la oficina. Y, por Dios, tenía que admitir que todavía había momentos en los que adoraba este trabajo.

DOMINGO 1 DE MAYO

—Algo va mal —dice Terry McLarney.

Eddie Brown responde sin levantar la mirada, concentrado en su labor matemática. Tiene un montón de tablas y estadísticas impresas frente a él, y está decidido a sacar el número de cuatro dígitos que ganará mañana la lotería, o morirá en el intento.

—¿Qué pasa?

—Mira a tu alrededor —dice McLarney—. El teléfono no para de sonar, la gente nos llama para darnos pistas, y nos caen casos que se resuelven solos a diestro y siniestro. Vaya, si hasta en el laboratorio nos están entregando informes de huellas que se ajustan a los sospechosos.

—¿Y qué hay de malo en eso? —dice Brown.

—Pues que no encaja con nosotros —dice McLarney—. Me da la sensación de que van a castigarnos de un momento a otro. Tengo el presentimiento de que hay una casa adosada por ahí con unos doce esqueletos en el sótano, esperándonos.

Brown sacude la cabeza.

—Piensas demasiado —le dice a McLarney.

Es una crítica que raras veces se formula contra un policía de Baltimore, y McLarney se echa a reír sólo de pensar en lo absurda que es la idea. Es un inspector jefe y es un irlandés: sólo por eso, tiene la obligación de echar un jarro de agua fría sobre cualquier desfile triunfal. En el tablero, los casos pasan del rojo al negro. Resuelven asesinatos y el mal recibe su castigo. Dios mío, piensa McLarney, ¿cuánto nos costará tanta bonanza?

La buena racha empezó hace un mes en la avenida Kirk, en los restos destrozados de una casa adosada que se había quemado, donde Donald Steinhice contempló cómo los bomberos retiraban los restos de tres cuerpos de las ruinas ennegrecidas y quebradizas. El mayor tenía tres años; el más pequeño, cinco meses. Los descubrieron en una habitación del piso superior, donde se quedaron cuando todos los adultos huyeron despavoridos de la casa en llamas. Para Steinhice, un veterano del turno de Stanton, las pautas de comportamiento del fuego en la zona del primer piso —que se distinguían por ser manchas oscuras en las paredes y suelos— lo decían todo: la madre echa al novio, este vuelve con queroseno, y los niños pagan el pato. En los últimos años era algo que sucedía con cierta frecuencia en los barrios del centro de la ciudad. De hecho, cuatro meses atrás Mark Tomlin se ocupó de la investigación de un incendio provocado que se llevó por delante a dos niños. Y apenas una semana atrás, menos de un mes después de la tragedia de la avenida Kirk, otro hombre quemó la casa de su ex pareja. Murieron un bebé de veintiún meses y su hermana de siete meses.

—Los adultos siempre se salvan —explicaba Scott Keller, inspector al frente del caso más reciente, y veterano de la unidad de incendios del departamento—. Son los niños los que quedan atrás.

El incendio de la avenida Arson, más que la mayoría de homicidios, tuvo su coste emocional: Steinhice, un policía que había visto quizá más de mil escenas del crimen, sufrió pesadillas a raíz de un caso por primera vez en su vida. Eran imágenes gráficas de desamparo, con los niños muertos gritando aterrorizados desde el rellano del piso más alto de la casa adosada. Aun así, cuando trajeron al ex novio esposado a la central, fue Steinhice el que reunió suficiente empatia como para sacarle una confesión completa. Y también fue él quien impidió que después, el tipo se cortara las venas con los fragmentos de la lata del refresco que había pedido.

Lo de la avenida Kirk fue un trago amargo para Steinhice; sin embargo, era la medicina que les hacía falta a los dos turnos de la unidad de homicidios. Tres muertos, un arresto, tres casos resueltos: una estadística como esa puede iniciar un cambio de tendencia por sí sola.

Y así fue: la semana siguiente le tocó el caso fácil a Tom Pellegrini. En el Centro Cívico de la ciudad, una pelea sindical terminó siendo una lucha de navajas, pero con sólo un tipo armado. Rick Requer se hizo dos casos más y los resolvió justo después de Pellegrini: un doble asesinato y suicidio en el sureste. Un mecánico emocionalmente inestable disparó a su mujer y a su sobrino en la cocina, y luego remató el desastre recargando la Magnum 44 y metiéndose el cañón por la boca. En términos humanos, la escena en el número 3002 de la calle McElderry era una masacre; en términos de burocracia de la unidad de homicidios era el material del que están hechos los sueños de un inspector de policía.

Una semana más tarde, la recuperación ya era clara: a Dave Brown y Worden les tocó una pelea en una partida de póquer en la zona este. Uno de los jugadores, de sesenta y un años, se peleó por cuál debía ser la cantidad de la apuesta inicial, agarró una escopeta y le disparó a un amigo. Garvey y Kincaid tampoco se quedaron cortos: al acudir a una llamada en Fairview, encontraron a un padre asesinado por su hijo. Se habían peleado porque el chaval se negaba a compartir lo que había ganado con el tráfico de drogas. A Barlow y Gilbert les tocó la lotería otra vez durante el turno de Stanton en el suroeste, donde otro amante despechado hirió mortalmente tanto a la mujer que le había dado puerta como a la niña pequeña que esta sostenía en sus brazos. Luego optó por aplicarse el cañón a la sien.

Cinco noches más tarde, Donald Waltemeyer y Dave Brown también cerraron un caso limpio, otra discusión seguida de muerte. Se trataba de un tiroteo en un bar de Highlandtown, donde la subsiguiente actuación de los dos sospechosos estuvo a la altura de una toma falsa de una película de mafiosos de serie B. Eran chicos de Filadelfia, bajitos y morenos, italianos apellidados DelGiornio y Forline. Habían matado a un tipo de Baltimore al discutir sobre las respectivas carreras profesionales de sus padres. El de la víctima era un empresario. Al padre de DelGiornio, en cambio, no le había ido mal en la mafia de Filadelfia hasta que se había visto obligado a convertirse en un testigo federal, cargándose a todas las familias criminales mafiosas de la ciudad. Automáticamente, los miembros de la familia de DelGiornio tuvieron que trasladarse y dejar el sur de Filadelfia, lo que a su vez explicaba la aparición del joven DelGiornio y de su compinche en el sureste de Baltimore. Los dos inspectores se tuvieron que morder la lengua durante la llamada telefónica del benjamín DelGiornio a su papá.

—Eh, papá —murmuró DelGiornio, llorando sobre el auricular en que les pareció una imitación estelar de Stallone—. La he jodido, de verdad que la he jodido… Sí, le he matado. Fue una pelea… No, Tony… Tony le disparó. Papá, de verdad, esto es serio, la he jodido.

Por la mañana, una manada de agentes del FBI se presentaron, con el corte de pelo impecable, en la casa adosada de Formstone, que el gobierno había alquilado apenas cuarenta y ocho horas antes para que se alojara allí el hijo de su testigo federal. Recogieron las pertenencias del chico, se fijó una fianza ridículamente baja, y a la noche siguiente estaba instalado en alguna otra ciudad a costa del erario público Por su papel en la muerte de un hombre de veinticuatro años, a Robert DelGiornio le caerá libertad condicional; Tony Forline, el que disparó, pasará cinco años en la cárcel. Los dos cerrarán tratos con la fiscalía semanas antes de que papá DelGiornio sea el testigo estrella del gobierno en un juicio por conspiración —un delito federal— que tendrá lugar en Filadelfia.

—Bueno, al menos le dimos una lección —declara McLarney después de que a los jóvenes italianos les fijen fianzas bajísimas y los dejen sueltos fuera de Maryland—. Probablemente les dirán a sus amiguitos de Filadelfia que no se les ocurra pelarse a nadie en Baltimore. No le habremos encerrado, pero nos llevamos su pistola y no se la devolvimos.

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