Authors: Kami García,Margaret Stohl
Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico
Ethan Wate nunca imaginó que llegaría a conocer a Lena Duchannes, literalmente, la chica de sus sueños. Cuando por fin Ethan deja atrás los escalofriantes acontecimientos relatados en Hermoso caos, tiene solo un objetivo: volver al lado de Lena y de todos a los que quiere. Mientras tanto, Lena está haciendo lo imposible para propiciar el regreso de Ethan, aunque eso suponga tener que confiar en sus antiguos enemigos o arriesgar las vidas de aquellos por los que él se sacrificó. Una vez más, y esta es la definitiva, Ethan y Lena tendrán que reescribir su destino.
Kami Garcia & Margaret Stohl
Hermoso Final
Saga de las dieciséis lunas IV
ePUB v1.0
AlexAinhoa06.04.13
Título original:
Beautiful Redemption
© Kami García y Margaret Stohl, 2013.
Traducción: Paz Pruneda
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
Segundo editor: Mística
ePub base v2.1
Para nuestros padres:
Robert Marin y Burton Stohl,
quienes nos enseñaron a creer
que podríamos hacer cualquier cosa
y a nuestros maridos,
Alex García y Lewis Peterson,
que nos hicieron hacer la única cosa
que nunca pensamos que haríamos.
«La muerte es el principio de la inmortalidad.».
Maximilien Robespierre
A
lgunas personas tienen sueños en los que vuelan. Yo tengo pesadillas en las que caigo. No podía hablar de ello, pero tampoco podía dejar de pensarlo.
Dejar de pensar en él.
En Ethan cayendo.
El zapato de Ethan alcanzando el suelo, unos segundos antes.
Debió de salírsele en la caída.
Me pregunto si lo sabía.
Si lo supo.
Veía su desgastada zapatilla negra cayendo desde lo alto del depósito de agua cada vez que cerraba los ojos. Algunas veces confiaba en que fuera un sueño. Confiaba en despertar y en que él estuviera esperando en la calle, delante de Ravenwood, para llevarme al colegio.
Despierta, dormilona. Ya casi estoy ahí
. Es lo que me habría dicho en kelting.
Escucharía la terrible música de Link entrando por la ventana abierta, mucho antes de ver a Ethan al volante.
Así es como lo imaginaba.
Ya antes había tenido pesadillas sobre él, más de mil veces. Antes de conocerle, o al menos de saber que iba a ser Ethan. Pero esto no se parecía a nada que hubiera visto en ninguna pesadilla.
No tendría que haber ocurrido. No era como se suponía que debía ser su vida. Y tampoco como se suponía que debía ser la mía.
Esa desgastada zapatilla negra no debería haber caído.
La vida sin Ethan era mucho peor que una pesadilla.
Era real.
Tan real que me negaba a creer en ella.
* * *
2 de febrero
Las pesadillas terminan.
Por eso sabes que son pesadillas. Esto,
Ethan —todo—, no está terminando, no da señales
de terminar.
Me sentía —me siento— como si estuviera atrapada.
Como si fuese mi vida la que se hubiera destrozado cuando él, cuando
todo lo demás terminó.
rompiéndose en mil pedazos.
cuando él golpeó el suelo.
* * *
No podía soportar seguir mirando mi diario. No podía escribir poesía; me dolía incluso leerla.
Todo era demasiado auténtico.
La persona más importante de mi vida había muerto saltando del depósito de agua de Summerville. Sabía por qué lo había hecho, pero saberlo no hacía que me sintiera mejor.
Saber que lo había hecho por mí, sólo me hacía sentir peor.
Algunas veces pensaba que no merecía la pena seguir en este mundo.
Aunque se tratara de salvarlo.
Algunas veces pensaba que yo no merecía la pena.
Ethan creía que estaba haciendo lo correcto. Sabía que era una locura. Y aunque no quería hacerlo, no le quedó más remedio.
Ethan era así.
Incluso aunque estuviera muerto.
Salvó al mundo, pero destrozó el mío.
¿Y ahora qué?
U
n borrón de cielo azul sobre mi cabeza.
Sin nubes.
Perfecto.
Igual que el cielo en la vida real, sólo que tal vez un poco más azul y con menos sol cegándote los ojos.
Supongo que el cielo en la vida real no es totalmente perfecto. Quizá eso sea lo que lo haga perfecto.
Hazlo.
Cerré de nuevo los ojos apretándolos con fuerza.
Quería que pasara el tiempo.
No estaba seguro de hallarme preparado para ver lo que hubiera allá fuera. Por supuesto, el cielo parecía mejor siendo el cielo lo que era y todo eso.
Por no asumir que ahí era donde estaba. Había sido un chico honesto, hasta donde yo sabía. Pero había visto lo suficiente como para comprender que todo lo que había pensado sobre las cosas estaba muy lejos de ser exacto.
Tenía una mente abierta, al menos para la media de Gatlin. Quiero decir, que había escuchado todas las teorías. Me había sentado mucho más tiempo del que me correspondía en la escuela de verano. Y después del accidente de mi madre, Marian me habló de una clase de budismo a la que asistía en Duke impartida por un tipo llamado Buda Bob que decía que el paraíso era como una lágrima dentro de una lágrima dentro de una lágrima, o algo así. Un año antes, mi madre intentó hacerme leer el
Infierno
de Dante, que según me había contado Link trataba sobre un edificio de oficinas que se incendiaba, pero que, de hecho, hablaba del viaje de un tío a los nueve círculos del infierno. Sólo recuerdo la parte que mi madre me contó sobre monstruos o demonios atrapados en un abismo de hielo. Creo que era el noveno círculo del infierno, pero había tantos círculos allí abajo que, después de un rato, me parecía que todos se mezclaban unos con otros.
Después de lo que aprendí sobre infiernos, más allás y mundos paralelos, o cualquier cosa que cupiera en la triple capa de bizcocho que era el mundo Caster, ese primer vistazo al cielo azul me pareció insuperable. Me sentí aliviado al ver que había algo que se asemejaba a una tarjeta de bienvenida esperándome. No pretendía encontrarme con puertas de perlas o querubines desnudos. Pero el cielo azul era un bonito detalle.
Abrí los ojos de nuevo. Aún azul.
Azul Carolina.
Un grueso abejorro pasó zumbando sobre mi cabeza, volando hacia lo alto del cielo —hasta que se estrelló contra él, como había hecho miles de veces antes—.
Porque no era el cielo.
Era el techo.
Y esto no era el cielo.
Estaba tendido en mi vieja cama de madera de caoba en mi aún más vieja habitación, en Wate’s Landing.
Estaba en casa.
Lo que era imposible.
Parpadeé.
Todavía seguía siendo mi casa.
¿Habría sido un sueño? Confiaba desesperadamente en que así fuera. Quizá lo fuese, tal y como había sucedido cada mañana durante los seis meses que siguieron a la muerte de mi madre.
Por favor, que haya sido un sueño.
Alargué un brazo tratando de tocar el polvo bajo el armazón de mi cama. Sentí la familiar pila de libros y saqué uno.
La Odisea
. Una de mis novelas gráficas favoritas, aunque estaba convencido de que Mad Comix se había tomado algunas libertades respecto a la versión escrita de Homero.
Vacilé, y entonces saqué otro libro.
En la carretera
. La sola vista de Kerouac era una prueba innegable, así que rodé hacia un lado hasta poder ver el pálido cuadrado en la pared donde, hasta hacía unos pocos días —¿sería ése el tiempo que había transcurrido?— el sobado mapa de carreteras había estado clavado, con unos círculos en rotulador verde señalando todos los lugares de mis libros favoritos que quería visitar.
Era mi habitación, de acuerdo.
El viejo reloj de la mesilla parecía haber dejado de funcionar, pero todo lo demás estaba igual. Debía ser un día cálido para estar en enero. La luz que se filtraba por la ventana era casi antinatural, como si estuviera en una de esas malas viñetas de Link en un vídeo musical de los Holy Rollers. Pero aparte de la iluminación de película, la habitación estaba exactamente igual que cuando la había dejado. Al igual que los libros bajo mi cama, las cajas de zapatos que contenían toda la historia de mi vida seguían alineadas en mis paredes. Todo lo que se suponía que tenía que estar allí, estaba, hasta donde yo podía distinguir.
Excepto Lena.
¿L? ¿Estás ahí?
No podía sentirla. No podía sentir nada.
Miré mis manos. Parecían estar bien. Sin moratones. Miré mi camiseta blanca. Sin sangre.
No había agujeros en mis vaqueros ni en mi cuerpo.
Me dirigí al baño y me miré en el espejo sobre el lavabo. Ahí estaba yo. El mismo y viejo Ethan Wate.
Aún seguía contemplando fijamente mi reflejo cuando escuché un sonido en el piso de abajo.
—¿Amma?
Sentía como si mi corazón estuviera palpitando, lo cual era bastante curioso, ya que desde que me había despertado, no estaba ni siquiera seguro de que latiera. En cualquier caso, podía escuchar los familiares sonidos de mi casa, llegando desde la cocina. Los tablones crujiendo mientras alguien se movía a un lado y otro delante de los aparadores, los fogones y la vieja mesa de la cocina. Las mismas viejas pisadas, haciendo el mismo viejo recorrido de rutina de cada mañana.
Si es que era de día.
El olor de nuestra vieja sartén al fuego llegó flotando desde el piso de abajo.
—¿Amma? No será eso beicon, ¿verdad?
La voz llegó clara y serena.
—Cariño, creo que ya sabes lo que estoy cocinando. Sólo sé cocinar una cosa. Si es que se puede llamar así.
Esa voz.
Era tan familiar.
—¿Ethan? ¿Cuánto tiempo más vas a hacerme esperar para darte un abrazo? Llevo aquí abajo mucho tiempo, corazón.
No podía entender las palabras. No podía escuchar nada excepto la voz. La había oído antes, no hacía demasiado, pero nunca así. Tan alta y clara y llena de vida como si estuviera allí abajo.
Que era donde estaba.
Las palabras eran como música. Ahuyentando toda la miseria y confusión.
—¿Mamá? ¡Mamá!
Me precipité escaleras abajo, bajando de tres en tres los peldaños, antes de que pudiera contestar.
A
llí estaba, de pie en la cocina, descalza, su cabello igual a como lo recordaba —medio recogido, medio suelto—, una almidonada blusa blanca de botones —lo que mi padre solía llamar su «uniforme»—, todavía manchada de pintura o tinta de su último proyecto. Sus vaqueros enroscados a la altura de sus tobillos, como siempre, ya estuviera o no de moda. A mi madre nunca le importaron esa clase de cosas. Sostenía con una mano nuestra vieja y negra sartén de hierro llena de tomates verdes y, con la otra, un libro. Probablemente había estado cocinando mientras leía, sin prestar demasiada atención. Canturreando la letra de una canción sin saber siquiera que lo estaba haciendo y menos escuchándose.