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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Herejía (31 page)

—¡Sí!

Mientras corríamos por la selva en dirección al campamento de Palatina, Ghanthi exhibía una amplia sonrisa. La victoria era casi segura.

—¡Bien hecho! ¡Todos vosotros! —nos felicitaba Ukmadorian.

El gran salón estaba lleno, albergaba a todos los novicios de la orden de la Sombra y a numerosos funcionarios y servidores de la Ciudadela, que miraban desde los lados. En la fila principal de asientos estaba el comando de la Sombra, cuyos integrantes irradiaban una inmensa satisfacción: Palatina, Mikas, Laeas, Ravenna, Ghanthi, Darius, Uzakiah, Telelea, Kuamo, Moastra, Jiudan y yo. Por primera vez en tres años, una de las órdenes había vencido en cada uno de los ejercicios individuales de la «guerra» entre los novicios de las órdenes herejes. Habíamos derrotado a la Tierra, al Viento y, en la última batalla, al Agua.

Jamás había disfrutado tanto de una experiencia. Pero ahora el Agua, acabada la ocupación de la Ciudadela, había regresado a su propia isla, y todos recibimos las felicitaciones por igual.

Ukmadorian nos permitió retirarnos y salimos al sol de la tarde; el último gran evento de nuestra estancia en la Ciudadela había concluido. Nos quedaban apenas diez días antes del momento de la partida, que sucedería a la ceremonia en la que se nos confirmaría como miembros de la orden de la Sombra. Nuestro noviciado estaba a punto de finalizar. Entonces abordaríamos el
Estrella Sombría
para realizar la extensa travesía hasta nuestros hogares, siendo no ya inexpertos adolescentes sino herejes perfectamente entrenados y adoctrinados.

Con un poco de suerte, esa partida nos incluiría a Ravenna y a mí.

—¿Alguien me acompaña a hacer una caminata? —preguntó Palatina—. Vayamos hasta la segunda playa.

Laeas, Mikas y Ghanthi estuvieron de acuerdo y caminamos bordeando la selva hasta la playa situada más allá del bloque central de la isla, donde había poca gente y podríamos conversar sin que nadie más nos escuchase. Mikas era un firme seguidor de la causa de Palatina y lo era desde la primera y brillante victoria sobre la orden de la Tierra, unas cinco semanas atrás. Tenía conocimiento del plan de Palatina, aunque no con la misma profundidad que yo. Palatina lo trataba como a un igual, pese al hecho de que ella era sin lugar a duda mejor líder que Mikas. Pero lo cierto es que durante los ejercicios Palatina nunca había tratado a nadie de inferior, sino sólo de subordinados.

—Algo que nos ha enseñado Cathan es qué vulnerables podemos ser al asesinato —dijo Mikas—. Tras matar a los líderes de la Tierra en su totalidad, el comando del Agua poseía más guardias

que el propio primado. Pero Cathan lo eliminó y la victoria fue nuestra.

—Fue un disparo agónico —le recordé.

Desde el momento en que acabó la operación, descubrí un millar de detalles que podrían haber fallado, pero que, por milagro, se habían coordinado hasta darnos la victoria, un millar de cosas que

debían ser corregidas si pretendíamos llevar a cabo otra acción semejante.

—Pese a eso lo lograste —subrayó Mikas—.Y el Dominio tendrá una reserva infinita de asesinos.

—De ningún modo infinita —intervino Lacas—. Muchos con la intención de serlo, pero pocos lo bastante buenos.

—Pocos y muchos son términos relativos cuando nos referimos al Dominio.

—Envía a un ladrón a capturar a otro ladrón —añadió Ghanthi sonriendo—. Cuando el Dominio esté lo bastante preocupado para notar nuestra existencia, Cathan tendrá a su cargo todo un ejército de magos asesinos.

—¿No estás siendo demasiado optimista? Apenas hay magos suficientes para organizar con ellos un almuerzo, así que difícilmente podríamos constituir un cuerpo de asesinos. Además, no es mi deseo convertirme en asesino.

—No me dirás que no lo has disfrutado.

—Lo he disfrutado, pero no creo que hubiese sentido lo mismo si el asesinato y la huida hubiesen sido auténticos.

—Piensa en la cruzada —dijo Laeas.

«Piensa en la cruzada.» Tenía razón: si me imaginaba asesinando a los líderes del Dominio para vengar la cruzada, mi mente se aclararía y las misiones se volverían para mí mucho más sencillas.

—Además, contar con un mago es de por sí una gran ayuda —advirtió Ghanthi—. Contando con dos tendremos el mundo casi a nuestros pies... con vuestra colaboración.

Tenía la sensación de que estaba siendo sarcástico, pero no respondí a su comentario.

—Siempre y cuando los magos consigan ayudarse mutuamente durante un tiempo mínimo —dije, recordando las frecuentes discusiones que habíamos protagonizado Ravenna y yo a lo largo del año.

—¿Tú y Ravenna? —preguntó Palatina con incredulidad—. No es preciso que finjas con nosotros.

—¿Qué quieres decir? —pregunté mientras empezábamos a escalar la cresta que separaba ambas playas.

—¡Vamos! Es evidente que pasáis más tiempo ejercitando vuestros poderes mágicos que utilizando vuestros cerebros. ¿O me dirás que no sabes lo mucho que disfrutas de su compañía?

—¿Que yo disfruto de su compañía? —interrumpí—. Discuto con ella casi cada vez que la veo.

—Mira, al menos admitirás que te gusta discutir con ella. —¿Estás segura? —le preguntó Ghanthi, confundido. Al parecer él estaba más en su sano juicio.

Persea y yo nos habíamos distanciado unas pocas semanas atrás, y Palatina había estado presente cuando ella nos habló de la doble faceta de Ravenna. Con todo, yo nunca había intimado demasiado con ella, ni había sentido algo más que el odio que nubló nuestra llegada a la isla. Luego se habían sucedido violentos desacuerdos cuando debimos evaluar los méritos de las enseñanzas de Ukmadorian.

—¿No es Ravenna un poco fría? —inquirió Lacas—. Quiero decir, cuando no está de mal humor.

Comprendí que Palatina les había contado todo y abrí la boca para decir algo que, sin embargo, no llegué a pronunciar. Habíamos llegado a la cima y ahora caminábamos por el estrecho sendero que corría junto al borde del acantilado, de cara a la playa. Laeas iba delante, seguido por Palatina y Mikas, y finalmente por Ghanthi y por mí. Palatina debió de tropezar entonces con una mata de hierba, pues perdió el equilibrio.

La vi tambalearse y caer, rodando peligrosamente en dirección al precipicio. Mi capacidad visual, aumentada tanto durante el día como durante la noche por el poder de la Sombra, hizo que me percatase antes que los demás de que Palatina se iba a caer. Pero ni siquiera mis reflejos fueron suficientemente rápidos. Avancé con lo que me pareció una penosa lentitud, intentando desesperadamente cogerla con las manos y gritándole a Mikas que se diese prisa. Pero era demasiado tarde.

Palatina rodó hasta el borde del acantilado, cayó y dio un estrepitoso golpe contra la arena unos seis metros más abajo.

—¡Oh, Althana, no! —exclamó Mikas asomándose.

Laeas se volvió sólo un segundo antes, a tiempo para ver la caída, y se quedó paralizado de terror.

Los exhorté a ambos a avanzar, intentando que en la confusión no cayera ninguno de los dos, y corrimos por el sendero del borde del acantilado hasta que quedaron unos metros hasta la are na. Entonces salté y corrí tan velozmente como pude. Cuando llegué al cuerpo inerte de Palatina, Mikas y Lacas aún no habían abandonado el sendero.

Palatina yacía lánguidamente sobre la espalda, con los sorprendidos ojos abiertos hacia el cielo. La arena había atenuado un poco el impacto y todavía respiraba. Agradecí al poder divino que aún estuviese viva y llamé a Ghanthi, que era el corredor más veloz de todos nosotros.

—¡Ve por ayuda —clamé—, trae un médico!

Ghanthi se detuvo donde estaba y empezó a correr en dirección opuesta en el mismo momento en que los demás llegaban a mi lado.

—Aún está con vida —dijo Mikas.

—Voy a examinarla —advertí—. No creo que haya tiempo suficiente para esperar.

Todos habíamos hecho prácticas de primeros auxilios, pero no me proponía utilizar esas enseñanzas. Cogí una mano de Palatina, cerré los ojos y vacié la mente de todo pensamiento ajeno a la situación. Me había llevado semanas y semanas de ejercicios lograrlo e incluso en ese momento no me resultó sencillo.

Entonces, del mismo modo que lo había hecho Ukmadorian, envié mi conciencia a través del lazo que nos unía, llenando su cuerpo de magia que no tenía salida. Eso me permitió «examinar la» de otra forma. Estudié el estado de su esqueleto, que podía ver en su cuerpo como un contorno plateado flotando en la profunda oscuridad de mi mente. No tenía roto ningún hueso, gracias a Thetis, y sentí una sensación de alivio mental al tiempo que evaluaba cuál podía ser el problema. Quizá se hubiese roto el cuello, pero no logré detectar fracturas en ningún punto.

Pasé a otro estrato de observación, examinando sus tejidos y sangre, y por primera vez observé lo que me habían indicado Ukmadorian y Ravenna: el elemento peculiar, el residuo mágico en su cuerpo proveniente de generaciones de ancestros magos. Los músculos de su espalda se habían dañado con el impacto, pero tampoco parecía haber lesiones demasiado graves. ¿De qué estaba hecha Palatina? No había enfermado ni una sola vez a lo largo del año (casi todos sufrimos eventualmente de uno u otro mal) y ahora había salido casi ilesa tras desplomarse desde el acantilado.

Me sumergí en un estrato más profundo, en su campo mental, un campo donde sólo los magos de la mente eran capaces de influir. Me era posible explorarlo, pero no intervenir de ningún modo. El campo mental no poseía una forma definida, apenas un ser que abarcaba la totalidad de un espacio indefinible. Entrar en su campo era, además de peligroso, una afrenta contra su intimidad. Sin embargo, de algún modo tenía que comprobar si había sido dañado.

Hallé algo que no debería haber estado allí, algo así como un muro que dividía su mente. Pero como estaba allí pude sentir que el muro se había debilitado en gran medida y que rastros de su memoria podían deslizarse a través de él.

Existía otro campo más allá de la mente, el campo del alma, pero en ese sitio nadie podía entrar, ni tenía derecho a hacerlo. Inicié el regreso por todos los estratos hasta que volví a estar internamente solo. Entonces abrí la barrera que contenía mi propia mente y permití que volviera a fluir. Mis ojos se abrieron y me vi impelido ligeramente hacia adelante cuando le solté la mano. —¡Cathan!

Oí la voz de Lacas, que sentí como si proviniese de muy lejos. Me incorporé y contemplé con detenimiento el estado inconsciente de Palatina.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Mikas, preocupado y asustado, con el rostro como siempre inescrutable.

—Se encuentra bien —comenté—. Es increíble.

Ambos dieron grandes muestras de alivio y me senté, apoyando la espalda en una roca, a esperar a los médicos que la transportarían a la Ciudadela.

Mikas, Lacas y yo permanecimos junto al lecho de Palatina en la estrecha habitación de la enfermería hasta que recobró el conocimiento. Ghanthi esperaba afuera, intentando calmar a todos los demás y espiando el rostro de Palatina a intervalos regulares. Pero no dejó pasar a nadie más, con excepción de Ravenna, que fue a ver a Palatina en dos ocasiones. En los últimos días se la veía agotada, desgastada.

Era pasada la medianoche y ya nos habían servido la cena cuando Palatina recuperó la conciencia. Sus ojos se abrieron y nos observó con expresión extraña, pero al cabo de unos minutos fue capaz de hablar.

—Orosius —dijo ella débilmente.

Nos miramos, alarmados. Estaba seguro de que no sufría una nueva pérdida de memoria, pues no había señales de tener nada dañado. ¿Qué era entonces ese nombre?

—Somos nosotros, Palatina —le informó Lacas—. Cathan, Mikas yo.

Palatina giró la cabeza para observarme.

—Eres tan parecido a él —advirtió—. Tan parecido... que me pregunto cómo no lo noté antes.

¿De qué estaba hablando? ¿Acaso creía que el emperador estaba presente? ¿O conocía a otro Orosius?

—Palatina, ¿dónde estás? —preguntó Mikas. —En la Ciudadela, pero ¿en qué Ciudadela?

Hizo fuerza para sentarse, apoyándose en los codos, y negó con la cabeza. Aún parecía muy confundida.

—La Ciudadela de la Sombra, Palatina —Intervine—. ¿Qué otra Ciudadela podría ser?

—Nací en la Ciudadela, mi madre vive allí.

Mikas iba a buscar un enfermero a toda prisa, pero Palatina lanzó una orden con voz débil y él detuvo la marcha.

—¡Quédate! ¡No he enloquecido! —dijo con un leve tono de protesta.

—Entonces ¿de qué estás hablando?

—Es lo que puedo recordar, con la misma claridad con la que os veo a vosotros tres: Cathan a mi izquierda, Laeas a mi derecha y Mikas junto a la puerta.

—¿Quiénes son tus padres? —pregunté ansiando una respuesta. —Mi padre era Rheinhardt Canteni, presidente del clan Canten¡. Mi madre es... —Hizo una pausa y se llevó una mano a la cabeza—: Neptunia Tar' Conantur, hermana del antiguo emperador Perseus. Nací el decimoquinto día de verano del año 2752 en el palacio imperial de Selerian Alastre.

A ver si comprendo lo que me dices —reflexionó Ravenna—. Palatina asegura ser la líder de la república de Thetia que fue asesinada el año pasado.

Estábamos en una de las habitaciones desocupadas por las que había pasado dos noches antes. Ravenna me había abordado no bien dejé la habitación de Palatina para descansar un poco. El ambiente estaba oscuro pero podía distinguir a Ravenna con claridad en sombras grises, como a través de un filtro.

—El mago mental ha hecho otra exploración de su mente —le dije— y está convencido de que dice la verdad.

—Sigue existiendo el pequeño inconveniente de que Palatina Canten¡ fue enterrada con todos los honores hace dieciocho meses. Ukmadorian ha hecho algunas discretas pesquisas en la Ciudadela del Agua y al parecer el cuerpo que enterraron era sin duda el de Palatina Canteni.

No había thetianos en la Ciudadela de la Sombra; aún odiaban demasiado a Tuonetar.

—¿Tan coherente es el discurso de Palatina? —indagó Ravenna. —No mucho. Recuerda quién era y algunos detalles dispersos. No ha perdido la memoria reciente.

—¿No ha dicho nada sobre el modo en que acabó flotando en las aguas cercanas a Equatoria? Hamílcar recogió a nuestra Palatina cerca de Taneth sólo una semana después de que Palatina Can ten¡ fue asesinada en Thetia. Ninguna manta conocida hasta hoy podría hacerle recorrer esa distancia en una sola semana. Lo que implica que o bien voló o bien está inventando toda la historia.

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