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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (52 page)

BOOK: Heliconia - Invierno
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Los privilegiados quedaron absortos en la porción de disco, que no creció ni un ápice más. Luego, ni el más meticuloso escrutinio habría podido determinar cuándo, en lugar de emerger, el disco comenzó a hundirse. El amanecer se convirtió en un enantiodrómico ocaso.

La luz fue retirada del mundo. La cadena de colinas se desvaneció, incorporándose a la creciente penumbra.

Pero la preciosa porción de Freyr parecía continuar allí. Sin embargo, para entonces, el sol ya se había puesto y lo que quedaba en el aire era tan sólo una huella, una refracción del verdadero astro impresa en la densa atmósfera invernal. Nadie podía distinguir la huella del cuerpo real. Sin que ellos lo supieran, el Myrkwyr ya había dado comienzo.

La imagen roja reverberó.

Se dividió en haces, primero; luego, en mil pedazos.

Finalmente, desapareció.

Durante los siglos venideros, Freyr se ocultaría como un topo tras la montaña para no volver a salir. Batalix luciría durante los pequeños veranos como siempre, pero los pequeños inviernos quedarían sumidos en sombras, oscurecidos por la gran sombra del invierno mayor. Las auroras desplegarían en el cielo sus misteriosas banderas, más arriba de las montañas. Los meteoritos brillarían fugazmente. Podrían distinguirse los cometas y las estrellas continuarían titilando. Durante los próximos noventa ciclos de la Gran Rueda, la luminaria principal, esa imponente hoguera que había dado vida a los Hijos de Freyr, sería poco más que un rumor.

Para quienes habían presenciado el Myrkwyr, era aquélla una fecha trágica. La divinidad sin rostro que presidía la biosfera parecía incapaz de intervenir, y hacía uso quizá de la miopía de los humanos, de su preocupación por los asuntos propios, para mitigar el choque psíquico. La divinidad corría la suerte de su mundo. Visto desde una perspectiva más amplia, Freyr continuaba brillando y no dejaría de hacerlo hasta finalizar su período relativamente corto de vida: su oscuridad era tan sólo local, y breve.

Para la mayor parte de la naturaleza, no había otro camino que aceptar y someterse al destino. En la tierra, la savia, las semillas, el semen, tendrían que esperar, que dormir. En el mar, los complejos mecanismos de las cadenas alimentarias se mantendrían en vilo. Sólo la humanidad es capaz de actuar más allá de sus necesidades directas. Hay en la humanidad reservas de fuerza que los propios hombres desconocen, reservas a las que recurrir cuando la supervivencia está en juego.

Estas reflexiones estaban lejos de ocupar las mentes de aquellos que observaban cómo Freyr se partía en mil partículas de luz. Era miedo lo que sentían. Pensaban en la propia supervivencia, en la de sus familiares. Se enfrentaban a la pregunta fundamental de la existencia: ¿Cómo haré para calentarme y comer?

Aunque el miedo es una emoción muy poderosa, la ira, la esperanza, la desesperación y el desafío la sobrepasan fácilmente. Ese miedo no duraría mucho. Los grandes procesos del año heliconiano continuarían avanzando hacia el apastrón y el solsticio de invierno. Muchas generaciones habían de pasar para que llegase ese punto de inflexión del Gran Año. Para entonces, la penumbra del Invierno Weyr sería todo cuanto el norte de Sibornal habría conocido en mucho tiempo. Cuando Freyr volviese a salir, majestuoso y primaveral, la gente lo recibiría con el mismo temeroso respeto con que lo había despedido. Pero su miedo habría muerto mucho antes que sus esperanzas.

El modo en que la humanidad fuera a sobrevivir a los siglos de Invierno Weyr dependería de sus recursos mentales y emocionales. El ciclo histórico humano no era inmutable. Con la suficiente determinación, lo mejor podía imponerse a lo peor; existía la posibilidad de remar hacia la luz, de surcar la marea del Myrkwyr.

El Guardián Esikananzi dijo, solemne: —La larga noche no embarga temores para aquellos que confían en Dios el Azoiáxico, que existió antes que la vida y en torno al cual toda vida gira. Con su ayuda, llevaremos a nuestro preciado mundo hasta el fin de la larga noche, tras la cual resurgirá en toda su gloria. —Y el Maestro Asperamanka exclamó con energía:—¡A Sibornal: unido durante el largo y venidero Invierno Weyr!

La audiencia respondió con sonora prontitud. Pero cada uno de aquellos corazones era consciente de que nunca volvería a ver a Freyr; y tampoco sus hijos, ni los hijos de éstos. A la latitud de Kharnabhar, la poderosa luz de Freyr tardaría cuarenta y dos generaciones en regresar al firmamento. Ninguno de los presentes podía albergar la más mínima esperanza de volver a ver el brillante astro.

Un coro entonó a lo lejos el himno «Oh, Séanos Devuelta la Luz Algún Día». La oscuridad vino a teñir todos los corazones. Era aquélla una pérdida tan amarga como la muerte de un hijo.

El lacayo volvió a correr solemnemente las cortinas, ocultando el paisaje a la vista.

Muchos de los concurrentes se quedaron a beber un poco más de yadahl. No tenían mucho que decirse. Los músicos ejecutaron nuevas piezas pero no lograron disipar la sensación de resignada pesadez que se había hecho carne en los presentes. Solos o en grupos, los invitados comenzaron a abandonar la sala. Evitaban cruzarse las miradas.

Escalones de piedra se desplegaban a través del monasterio hasta la entrada. En honor a la ocasión, las escalinatas estaban cubiertas por una alfombra cuyos bordes retemblaban a merced de las frías ráfagas de aire. Luterin se encontraba a medio camino cuando dos hombres salieron de debajo de la arcada de un descanso y lo retuvieron.

Peleó y gritó, pero los hombres le trabaron ambos brazos contra la espalda y lo arrastraron hasta un lavadero de piedra. Allí lo esperaba Asperamanka. Se había quitado los hábitos ceremoniales y estaba poniéndose una chaqueta y unos guantes de cuero. Sus dos secuaces también vestían ropas de cuero y portaban pistolas en el cinturón. Luterin pensó en las palabras de Insil: «Todos esos hombres vestidos de cuero… haciendo cosillas secretas».

Asperamanka adoptó un tono de grandeza:

—No iba a funcionar, ¿verdad, Luterin? No podemos dejarte suelto en una comunidad tan compacta como la de Kharnabhar. Ejercerías una influencia desintegradora.

—¿Qué estás tratando de preservar aquí… aparte de tu persona?

—Deseo preservar el honor de mi mujer, por ejemplo. Pareces pensar que hay cierta maldad en todo esto. El hecho es que tenemos que pelear por nuestras vidas. Tanto lo bueno como, naturalmente, lo malo sobrevivirán con nosotros. La mayoría de la gente lo entiende. Tú no… Tú tiendes a jugar el papel de santo inocente, un personaje que siempre crea problemas. De modo que te daremos la oportunidad de hacer algo por el resto de la comunidad. Heliconia necesita brazos que la impulsen hacia la luz. Vas a pasar otra temporada de diez años en la Rueda.

Luterin se zafó de sus captores y corrió hacia la puerta. Uno de los cazadores llegó a tiempo para cerrarla en sus narices. Luterin lo golpeó en la mandíbula pero no pudo evitar ser cogido nuevamente.

—¡Atadlo! —ordenó Asperamanka—. ¡Que no vuelva a escapar!

Los hombres no tenían cuerdas, así que uno de ellos desabrochó con desgana el cinturón de su chaqueta y con él le ató a Luterin las manos a la espalda.

Asperamanka abrió la puerta y todos ellos bajaron los escalones restantes, Luterin flanqueado atentamente por los hombres. Asperamanka parecía muy satisfecho de sí mismo.

—Nos hemos despedido de Freyr con valor y ceremonia. Admira el poder, Luterin. Yo admiraba a tu padre porque como Oligarca era implacable. Qué generación tan señalada la nuestra. O decidimos el destino del planeta o somos borrados de su superficie…

—También puedes ahogarte comiendo pescado —dijo Luterin.

Bajaron hasta el salón de entrada. Tras la amplia arquíbancada podía verse el mundo exterior. Llegó hasta ellos el frescor del viento, y también el ruido de la muchedumbre y la fogata. Los aldeanos danzaban alrededor de las hogueras que habían encendido y las llamas les iluminaban el rostro. En medio del gentío, los vendedores ambulantes ofrecían torrejas y fritangas de pescado.

—Todo su credo consiste en suponer que harán regresar a Freyr encendiendo hogueras —dijo Asperamanka. Se entretuvo en la entrada—: Cuando sólo lograrán agotar las reservas de madera antes de tiempo… En fin, dejémoslos hacer. Dejemos que entren en pauk, o lo que sea. Durante los siglos venideros, la élite tendrá que sobrevivir a expensas de campesinos como éstos.

Detrás de la muchedumbre se produjo un griterío, acompañado de un forcejeo. Al apartarse la gente, aparecieron soldados; llevaban algo que se agitaba y forcejeaba para liberarse.

—Ah, habéis apresado otro phagor. Bien. Veámoslo —dijo Asperamanka, su entrecejo surcado por la huella de un antiguo resentimiento.

El phagor fue atado a un poste, cabeza abajo. Cuando sus captores lo acercaron a una de las fogatas, empezó a dar violentas sacudidas.

Detrás venía un hombre. Alzaba los brazos y daba grandes voces. Aunque el griterío general impedía a Luterin entender lo que decía, pudo reconocerlo por su larga barba. El hombre era su viejo maestro de escuela, el mismo que, tanto tiempo atrás, casi en otra vida, le había dado clases durante su larga postración. El hombre se había quedado con un phagor como sirviente, incapaz de pagar un esclavo. Como era evidente, los soldados habían capturado a su phagor.

Los soldados arrastraron a la criatura hasta la fogata. La multitud dejó de bailar y empezó a vociferar excitada; tanto hombres como mujeres jaleaban a los soldados.

—¡Quemadlo! —gritó Asperamanka, aunque su voz era un mero eco de la del gentío.

—Es sólo un doméstico —dijo Luterin—. Más inofensivo que un perro.

—Sigue siendo capaz de contagiar la Muerte Gorda.

Por más que ofreciera resistencia, el ancipital fue empujado y arrastrado hasta la mayor de las fogatas. Su casaca comenzó a arder. Una pulgada más…, el griterío de la multitud…, un empujón…, de pronto, un chillido más potente y lúgubre se impuso al resto. No provenía de la muchedumbre sino de más allá. Lejanos gritos humanos. Montados en kaidaws, ancipitales armados irrumpieron en la plaza del mercado.

Cada phagor estaba protegido por una coraza y algunos portaban rudimentarios yelmos. Montaban sus rojos kaidaws casi por detrás del anca, de manera de manipular mejor sus picas al avanzar.

—¡Muerte a Freyr! ¡Muerte a Hijos de Freyr! —exclamaban sus roncas gargantas.

La muchedumbre empezó a moverse, no de manera individual sino en oleadas. Sólo los soldados plantaron cara al ataque. El phagor capturado quedó abandonado por el momento, con sus pálidos cuernos a punto de hervir y su casaca humeando aún, pero logró incorporarse y se alejó corriendo.

Asperamanka se adelantó, ordenando a los soldados que abrieran fuego. Luterin, ahora convertido en espectador, comprobó que los invasores no eran más que ocho. Algunos incluso tenían los cabellos negros, señal de vejez entre los ancipitales. Todos menos uno estaban desastados, lo cual indicaba a las claras que no pertenecían a ningún tipo de horda amenazante llegada de las montañas, como venían temiendo las mentes más febriles de Kharnabhar, sino que eran unos cuantos phagors refugiados que se habían agrupado para atacar en ese momento tan especial: aquel día, Sibornal regresaba virtualmente a las condiciones previas a la irrupción de Freyr en sus cielos.

Las personas más débiles o impedidas por algún motivo fueron las primeras en caer bajo las picas vendedores con sus carricoches, mujeres con bebés o niños pequeños, inválidos, enfermos Algunos fueron aplastados por la misma multitud Un bebé ascendió de repente por encima de las cabezas para caer entre las llamas de una fogata. Viendo que Asperamanka y sus dos secuaces disparaban sus pistolas, el ancipital astado tiró de la brida de su kaidaw de rojiza pelambre y cargó contra el Maestro Fue directo hacia él, con la cabeza escondida tras el enorme testuz del animal En sus ojos no ardía la llama de la batalla, su mirada era plana, serosa sólo cumplía con lo que algún viejo esquema de su cerebro eotemporal había dispuesto tiempo atrás.

Asperamanka disparó Las balas se perdieron en el espeso pelaje del kaidaw, que pareció titubear en mitad de su galope. Los dos secuaces huyeron Asperamanka se mantuvo firme, disparando, gritando El kaidaw dobló inesperadamente una rodilla y detrás apareció la pica, que alcanzó a Asperamanka en el momento en que se volvía La punta le penetró el cráneo por la cuenca del ojo y lo tumbó de espaldas casi dentro del monasterio.

Luterin corrió para salvar el pellejo Había logrado liberar sus manos del cinto Saltó a la calle y empezó a correr por la nieve pisoteada Otras figuras corrían a su lado, demasiado ocupadas en salvar sus vidas como para ocuparse de él Se escondió detrás de una casa y, resoplando, contempló el lóbrego panorama. Sombras azuladas y cadáveres cubrían la explanada del mercado El cielo era de un azul profundo y en él se distinguía claramente una estrella Aganip. Tintes de ocaso aún se rezagaban al sur Hacía un frío desolador.

La multitud había logrado rodear un kaidaw y trataba de voltear a su jinete Mientras, sus compañeros ya se alejaban al galope, señal de más de que no pertenecían a una columna regular, que no habría abandonado el combate tan prontamente. Luterin encontró sin dificultad el camino a la calle Santidad y a su cita con Toress Lahl.

La calle Santidad era estrecha Sus edificios eran altos La mayoría databa de una época más próspera, en la que el peregrinaje a la Rueda había creado una gran demanda de hospedaje Ahora, todas las persianas estaban bajadas y muchas puertas tenían numerosas trancas y cerrojos Había consignas pintadas en las paredes Dios Guarde al Guardián, Seguimos al Oligarca, probablemente a modo de seguro de vida Detrás de las casas y hostales, la nieve apilada llegaba hasta los aleros.

Luterin se aventuró calle abajo con cautela Se sentía sumamente aliviado de haber podido escapar Miró hacia el final de la calle y le pareció que allí empezaba la eternidad Vio una ilimitada extensión de nieve, que algunos árboles dispersos contribuían aún más a ensanchar En la lejanía se desplegaba una banda de delicados tonos de rosa, fruto de la recesiva luz de Freyr reflejada sobre un distante risco de la cara sur de la capa de hielo polar Esta visión contribuyó a elevar todavía un poco más su ánimo, ya que parecía sugerir que el planeta contaba con un número de posibilidades infinito e independiente de los mezquinos actos humanos Ajeno a toda opresión, el gran mundo continuaba pictórico de formas y luces Quizá fuera la mismísima faz de la Escrutadora la que ahora asomaba ante los complacidos ojos de Luterin.

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