Read Heliconia - Invierno Online
Authors: Brian W. Aldiss
—Y acerca de la propiedad de los hijos —dijo Shoyshal—. He ahí un ejemplo perfecto de amor mezclado con cuestiones económicas y políticas. No entendían todavía que no se puede escapar al azar. Ése es uno de los caprichos que mantienen a Gaia siempre joven.
Trockern señaló al geonauta a través de la ventana:
—No me sorprendería que Gaia los hubiese enviado para sobrevivimos —dijo con aire de burlona pesadumbre—. Después de todo, los geonautas son más hermosos y funcionales que nosotros… exceptuando a los presentes, por supuesto.
Cuando las estrellas cubrieron el firmamento, los tres bajaron a tierra y caminaron a la par de su lenta habitación rodante. Ermine entrelazó sus brazos con los de los otros dos.
—El ejemplo de Heliconia nos permite juzgar cuántas de las vidas de la antigua raza fueron arruinadas por la territorialidad y la ambición de poseer a los seres amados. Aun al precio de matar el amor. Al menos, el invierno nuclear nos libró de esa clase de territorialidad. Hemos despertado a una forma de vida superior.
—Me pregunto si no habrá defectos en nosotros que no sabemos reconocer —dijo Trockern, y rió.
—Una pregunta fácil de responder en tu caso —dijo, picara, Ermine. Él le mordió la oreja. Dentro de la habitación, Sartorilrvrash se desperezó en el catre y gruñó como si aprobase aquel mordisco, como si también soñase con morder ese lóbulo sonrosado. Era la hora en la que solía despertar para deleitarse con la oscuridad tropical.
—Eso me recuerda —dijo Shoyshal, mirando las estrellas— que si mi teoría del azar es acertada, podría explicar por qué la antigua raza no encontraría otras formas de vida allí ajuera, salvo Heliconia, claro. Heliconia y la Tierra fueron afortunadas. Éramos proclives al accidente. En los restantes planetas, todo ocurrió de acuerdo a algún tipo de planificación geofísica. Resultado: no ocurrió nada. Ninguna historia que contar.
Durante un rato, quedaron absortos en las distancias infinitas del cielo.
Por fin, Trockern dejó escapar un suspiro:
—Siento una felicidad muy intensa cada vez que contemplo la galaxia. Me sucede siempre. Por un lado, las estrellas me recuerdan que toda la maravillosa complejidad del universo orgánico e inorgánico se resume en unas pocas leyes físicas de pavorosa sencillez…
—Y desde luego te alegra que las estrellas sean la excusa perfecta para un discurso… —dijo Shoyshal, imitando sus gestos.
—Y por otro lado, querida, por otro lado… Verás, me alegro de ser más complejo que un gusano o que un moscardón y, por tanto, capaz de admirar la belleza que encierran esas pocas, pavorosas leyes físicas.
—Todos esos rumores antiguos acerca de Dios —dijo Shoyshal— hacen que te preguntes qué podrían tener de cierto. Tal vez Dios sea en efecto un vejete aburrido con el que nadie querría vérselas ni muerto…
— … que empolla eternamente un universo de planetas cubiertos de arena…
— … mientras cuenta los granos uno a uno —concluyó Ermine.
Riendo, tuvieron que acelerar el paso para alcanzar la lenta habitación rodante.
Pasaron los años. Era muy sencillo. Todo lo que uno tenía que hacer era tirar de las cadenas y los años iban pasando. Y la Rueda iba rodando por el firmamento estrellado.
La desesperación se trocó en resignación. Mucho después llegaría la esperanza, humildemente, sin fanfarrias, igual que la aurora. La naturaleza de las inscripciones en la gran pared exterior se fue modificando. Empezaban a aparecer imágenes de mujeres desnudas, votos y alardes referentes a nietos, viejos temores conyugales. Aparecieron calendarios que contaban los años finales, cuyas cifras crecían a medida que menguaban los décimos.
Pero seguía habiendo sentencias religiosas, a veces repetidas obsesivamente cada pocos metros hasta que, muchos décimos después, el escriba agotaba su empeño. Una de las que habían despertado la curiosidad de Luterin rezaba: toda la sabiduría del mundo ha existido.
SIEMPRE: BEBED A FONDO DE ELLA PARA QUE PUEDA AUMENTAR.
En cierta ocasión, mientras tiraba de sus cadenas junto con el resto de los invisibles inquilinos al son de las trompetas y el chirriar de los piñones, Luterin percibió una tenue luminosidad en la celda. Continuó afanándose. Hora a hora, la masa de la Rueda se desplazaba casi diez centímetros, pero hora a hora aumentaba aquella luminosidad. Un halo de semiluz ambarina se abría paso.
Se creyó en el paraíso. Despojándose de sus pieles, haló de la cadena con redoblado vigor, animando a sus sordos compañeros a que lo imitasen. Hacia el final del período diario de doce horas y media, la pared anterior de la celda se había deslizado lo bastante como para dejar entrever una mínima rendija de luz. La celda se llenó de una sustancia sagrada que aleteó y se expandió hasta los últimos rincones. Luterin cayó de rodillas y se cubrió los ojos, presa del llanto y la risa.
Aún no había finalizado la jornada laboral cuando la totalidad de la rendija apareció en la pared exterior. Medía 240 milímetros de ancho… e indicaba que a partir de aquel punto faltaba medio año pequeño para que la celda se abriese bajo los muros del monasterio de Bambekk. En letras concisamente grabadas en el granito se podía leer:
os queda sólo medio año de retiro del mundo:
INTENTAD SACARLE EL PROVECHO DEBIDO.
La ventana había sido excavada en la gruesa pared de roca. Resultaba difícil calcular la distancia que recorría el hueco antes de convertirse en una ventana que daba al exterior. Se podían ver los barrotes que la sellaban al fondo y, a través de ellos, un árbol lejano, un caspiarneo sacudido por una tormenta de viento.
Luterin miró hacia afuera durante largo tiempo antes de retroceder hasta la litera y sentarse a observar la belleza que lo rodeaba. La rendija estaba medio taponada por escombros y permitía que se filtrase una preciosa calidad lumínica que inundaba de cambiantes y hermosos fluidos todo el espacio de la celda. Era como si toda la luz del mundo vertiese bendiciones sobre su cabeza. Ante él danzaban las iluminaciones más brillantes junto con sombras exquisitas que teñían los rincones del modesto habitáculo de matices nunca vistos en el mundo de fuera. Se embebió del éxtasis de volver a sentirse una criatura biológica viva.
—¡Insil! —exclamó—. ¡Volveré!
No trabajó durante la jornada siguiente sino que se quedó observando cómo el esfuerzo ajeno desplazaba la gloriosa ventana a lo largo de la pared exterior. Tampoco tiró de la cadena al día siguiente y cuando la Rueda se detuvo sólo quedaba de la ventana una pequeña ranura. Pero incluso esa ranura bastaba para que la exquisita luminosidad perlada llenase de vida su aislamiento. Cuando, durante el cuarto día, también esa hendidura desapareció —seguramente para delicia del vecino—, Luterin se sintió desolado.
Este hecho marcó el inicio de un período de dudas internas. Su deseo de libertad se trocó en temor a lo que podría encontrar afuera. ¿Qué habría sido de Insil? ¿Habría abandonado el lugar que tanto odiaba?
Y su madre. Quizás había muerto ya. Resistió como pudo el impulso de sumergirse en el pauk para conocer la respuesta.
Y Toress Lahl. Bueno, había atinado a liberarla. Tal vez estuviera de regreso en su Borldoran natal.
¿Y la situación política? ¿Haría cumplir el nuevo Oligarca todos los edictos del antiguo? ¿Habría continuado la matanza de phagors? ¿Y las disputas entre Iglesia y Estado?
Se preguntó cómo lo tratarían cuando abandonase su encierro. Quizá lo esperase un pelotón de ejecución. La vieja pregunta volvía a aguijonearlo, a pesar de los casi diez años pequeños que había tenido para resolverla: ¿qué era, santo o pecador? ¿Héroe o criminal? No cabía duda de que había perdido todo derecho a reclamar el puesto de Guardián de la Rueda.
Empezó a hablar con una mujer imaginaria, desarrollando una elocuencia que nunca había demostrado ante nadie.
—¡Qué enmarañada es la vida para los humanos! Para un phagor debe de ser mucho más sencilla. No hay duda o esperanza que los atormenten. Cuando eres joven, vives en la perpetua ilusión de que, tarde o temprano, algo maravilloso te sucederá; de que, trascendiendo las limitaciones paternas, encontrarás a una mujer fantástica y que sabrás serlo para ella. Al mismo tiempo, estás seguro de que en la infinita espesura de las posibilidades, en los densos bosques de las opiniones encontradas, hay un algo vital que merece ser conocido…, conocido y aprendido. Que llegará el momento en que lo conoceremos y podremos transformar el misterio en un relato coherente. De tal modo que tu verdadera vida, el sentido de todas las cosas, emergerán de la bruma hacia la luz más pura, hacia la comprensión total. Pero no es así para nada. Y si no lo es, ¿de dónde entonces, para inquietud y tortura nuestra, habremos sacado la idea? Durante todo el tiempo que he estado aquí… todos los pensamientos que se han volado…
Tiraba con devoción de cada sección de cadena que se le presentaba en aquella inacabable sucesión de cadenas. Los días pasaban en el calendario de piedra. Pronto llegaría ese día imposible en el que podría moverse libremente otra vez entre los demás seres de su especie. Cualquiera que fuese su destino, rogó al Azoiáxico que le permitiera volver a hacer el amor con una mujer. En su imaginación, Insil ya no estaba lejos.
El viento venía del norte, trayendo consigo el aire viciado de los eternos hielos polares. Muy pocas cosas podían vivir bajo esta atmósfera. Incluso las robustas hojas de los caspiarneos se apretaban como velas contra los troncos cuando el viento arreciaba.
Los valles se llenaban de nieve, que formaba un espeso tapiz. Año a año, decrecía la luz.
Un sendero cubierto llevaba ahora hasta la capilla del rey Jandol Anganol. Estaba precariamente formado por ramas caídas pero permitía llegar hasta la puerta hundida. Por primera vez en varios siglos, alguien habitaba la capilla. Una mujer y un niño se acurrucaban en una esquina, junto a la estufa. La mujer mantenía la puerta cerrada con llave y había disimulado la estufa para evitar que su luz fuese vista desde fuera. No tenía derecho a vivir allí.
Alrededor de la capilla había dispuesto algunas trampas que encontró en la sacristía. Con los animales pequeños que atrapaba tenían alimento suficiente y en muy contadas ocasiones se atrevía a mostrarse por la aldea de Kharnabhar, a pesar de tener allí un buen amigo que vendía pescado llegado de la costa, ya que la vieja ruta que ella había recorrido seguía abierta a pesar del mal tiempo. La mujer había enseñado a su hijo a leer. Escribía para él las letras del alfabeto en el polvo o le mostraba los signos que aparecían en las escrituras. Le explicó que letras y palabras eran dibujos de cosas ideales, algunas de las cuales existían o podían existir mientras que otras no deberían existir jamás. Intentaba imbuir conceptos morales en la lectura, aunque también inventaba historias tontas con las que reían ambos.
Cuando el niño dormía, ella leía para sí. No dejaba de admirarla el hecho de que la presencia que presidía el edificio fuese un hombre de su ciudad natal, Oldorando. Sus vidas se unían de un modo extraño, a través de los siglos y las millas. Él se había retirado allí para hacer penitencia y arrepentirse de sus pecados. Ya entrado en años, se le había unido una singular mujer de Dimariam, un lejano país de Hespagorat. Ambos habían dejado diversos documentos, que ella leía durante horas. A veces llegaba a sentir la inquieta presencia del rey a su lado.
Con el paso de los años, la mujer le contaría la historia del rey a su hijo.
—Este malvado de Jandol Anganol hizo mucho daño en el país donde nació tu madre. Era un hombre religioso y, sin embargo, liquidó su religión. Pero le costaba vivir bajo el peso de esa terrible contradicción. De modo que vino a Kharnabhar y pasó diez años pequeños dentro de la Rueda, igual que el que es tu padre… Jandol Anganol dejó a dos reinas en su país al venir aquí. Y a pesar de que debe de haber sido muy malvado, los de Sibornal lo creen un santo. Después de salir de la Rueda, se reunió con la mujer de Dimariam de la que te he hablado. Como yo, ella era médica. Bueno, parece que fue muchas otras cosas también; hasta comerciante o mercader. Se llamaba Immya Muntras. Sintió la llamada de la religión y fue en busca del rey, quizá para brindarle consuelo en su vejez. Estuvo a su lado. Eso no es nada malo… Muntras sabía muchas cosas que le parecían muy importantes. ¿Ves?, es aquí donde las escribió, hace mucho tiempo, durante el Gran Verano, cuando la gente pensaba que el mundo acabaría, tal como piensan ahora… Esta señora Muntras tenía información acerca de un hombre que había llegado a Oldorando procedente de otro planeta. Parece extraño, pero he visto tantas cosas extrañas a lo largo de mi vida que estoy dispuesta a creerle. Los restos de la señora Muntras están enterrados en la antecapilla, junto a los del rey. Éstos son sus papeles… Lo que aprendió del hombre de otro planeta tenía que ver con la plaga. El extraño le explicó que la Muerte Gorda era necesaria puesto que la metamorfosis y los cambios metabólicos que atravesaban los supervivientes les permitían soportar mejor el invierno. Sin esa metamorfosis, los humanos no podían seguir con vida durante la época más cruda del Invierno Weyr… Los portadores de la plaga son unas garrapatas que viven en los phagors y se transmiten a hombres y mujeres. Al picarte la garrapata, adquieres la enfermedad. La plaga te provoca la metamorfosis. Por lo tanto, el hombre necesita de los phagors para sobrevivir al Invierno Weyr… La señora Muntras intentó enseñar todo esto en Kharnabhar. Sin embargo, siguen matando phagors y el Estado hace todo lo posible para mantener alejada la plaga. Sería mucho mejor avanzar en conocimientos médicos, a fin de ayudar a más gente a sobrevivir a la plaga.
Así solía hablar la mujer, escrutando la cara de su hijo en la semioscuridad.
El niño la escuchaba. Luego iba a jugar con los tesoros que contenían los estuches otrora pertenecientes al malvado monarca.
Una tarde, mientras jugaba como de costumbre y su madre leía junto al fuego, en la puerta de la capilla sonaron unos golpes.
Al igual que las lentas estaciones, la Gran Rueda de Kharnabhar siempre completaba sus ciclos.
Y por fin lo hacía así para Luterin Shokerandit. La celda en la que había vivido volvía a abrirse. Sólo una pared de 0,64 metros la separaba de la precedente, en la que un nuevo voluntario podía estar ingresando en aquel mismo instante para remar durante diez años en la oscuridad e impulsar a Heliconia hacia la luz.