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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (47 page)

Nunca volvería a practicar el pauk. No obstante, la visita al corusco de su padre le había servido para aligerar su culpa. Algún tiempo después descubriría que ya no pensaba en él; o que, si lo hacía, lo veía como el corusco que era, sumido en las profundidades de la mortalidad.

El padre que había creído real, el valiente cazador, atravesando para siempre las salvajes forestas de caspiarneos junto a sus galantes camaradas, ése había desaparecido, no había existido jamás. Su lugar lo ocupaba ahora un hombre que había preferido el encierro de la colina Icen, en el lóbrego castillo de Askitosh, a aquella vida libre y plena.

Curiosos paralelismos parecían unir las vidas del muerto y su hijo. También éste se había autoencerrado.

Por tercera vez, su vida se inmovilizaba. Tras el año de parálisis, en los umbrales de la madurez, el paréntesis de la Muerte Gorda y su consiguiente metamorfosis; ahora esto. ¿Dejaría alguna vez de ser lo que Harbin Fashnalgid había denominado criatura del sistema? ¿Le esperaba todavía una última metamorfosis?

Aún debía mostrarse capaz de superar la influencia paterna. Su padre, a pesar de haber encabezado el sistema, también había sido su víctima, y con él su familia. Luterin pensó en su madre, encarcelada para siempre en la mansión familiar: bien podía haber estado ella en el lugar de Luterin.

Con el pasar de los años, la imagen que conservaba de Toress Lahl se hizo cada vez más borrosa. El resplandor de su presencia se fue apagando. Al convertirse en esclava, no había sido más que eso, una esclava; su madre tenía razón: su devoción era la de una esclava, un acto de pura conveniencia, de autoprotección, un sentimiento no espontáneo. Despojada de estatus social —como decía la gente, muerta para la sociedad—, su corazón ya no sentía. Sólo había espacio para la táctica. Creyó comprender que un esclavo siempre debe odiar a su amo.

Insil Esikananzi, en cambio, brillaba con más fuerza a medida que pasaban décimos y centímetros. Encarcelada en su propio hogar, enterrada en el seno de su propia familia, Insil llevaba en su interior la llama de la rebelión; su corazón latía con fuerza bajo el terciopelo. Habló con ella en la oscuridad. Ella siempre le contestaba irónicamente, burlándose de su conformismo; aun así, Luterin se sentía reconfortado por el modo en que demostraba preocuparse por él, y por su percepción del mundo.

Y tiraba de las cadenas cada vez que tronaban las trompetas.

Muy arriba de la Gran Rueda giraba una estructura que en cierto modo se le parecía. El funcionamiento de la Estación Observadora Terrestre Avernus también dependía de la fe.

Esa fe había desfallecido. Ahora, en distintas sociedades matriarcales gobernaban pequeñas comunidades de personas dedicadas al desarrollo espiritual de sus diversas personalidades. Los gigantescos órganos sexuales, aquellos aberrantes sexópodos, habían sido ejecutados ritualmente, y por métodos igualmente aberrantes. Pero la aversión hacia todo cuanto fuera mecánico o tecnológico había dejado a las tribus a merced de un eudemonismo carente de toda espiritualidad y de marcada connotación sexual.

Los géneros se confundieron sin remedio. Ya desde su más tierna infancia, los individuos adoptaban distintas personalidades masculinas y femeninas, que en ocasiones podían llegar a la decena. Estas personalidades múltiples podían permanecer eternamente hostiles y extrañas entre sí, dotadas de lenguas distintas y embarcadas en proyectos vitales completamente antagónicos. O bien podían trenzarse en violentas luchas intestinas, e incluso llegar a enamorarse perdidamente unas de otras.

Algunas de ellas morían en vida de su procreador.

No tardó en producirse una paulatina desintegración general, como si el propio código genético que regulaba la herencia se encontrase sumido en la confusión.

La población, cada vez más reducida, continuaba practicando sus complicados juegos. Pero el aire parecía cargado de presagios finales. También los sistemas automáticos comenzaban a fallar. Los abejorros cibernéticos programados para reparar los circuitos dañados ya sólo servían para ser regenerados. Y la regeneración requería asistencia humana, que no parecía disponible.

Las señales enviadas a la Tierra se volvieron más parciales, menos coordinadas. Pronto cesarían del todo. Era cuestión de unas pocas generaciones.

XVI - UNA INOCENCIA FATAL

Era verano en el hemisferio norte de la Tierra y corría un año que en otro tiempo habría sido fechado como el 7583.

Un grupo de amantes viajaba en una habitación que se desplazaba lentamente. Otras habitaciones se desplazaban cerca, también a una agradable velocidad. Ambulaban delante de un monumentogeonauta. Y el geonauta ambulaba por los trópicos.

De tanto en tanto, uno de los amantes saltaba de su habitación y subía a otra. Sesenta de ellas se arracimaban en tomo del geonauta, que pronto se replicaría.

Un hombre llamado Trockern estaba hablando, cosa que le gustaba hacer por las tardes, cuando había concluido la sesión matinal de repensamiento. Al igual que los demás, ya fueran hombres o mujeres, Trockern no vestía más que un ligero velo de gasa que llevaba sujeto sobre la cabeza.

Era un hombre de constitución liviana, de piel cetrina, bien parecido y con una irreprimible sonrisa que brotaba incluso cuando estaba hablando de cosas serías.

—Sí lo repensado esta mañana no se me escapa, resulta que las extrañas gentes que vivían aquí antes de la güeña nuclear no percibieron algo que hoy es más que evidente: no se habían desarrollado lo bastante como para escapar al mismo tipo de posesividad territorial que aún gobierna a las aves y las bestias.

—Al menos una parte de la antigua raza denunció los peligros de la propiedad de la tierra —dijo Ermine.

—Se los tenía por chalados o enfermizos —dijo Trockern—. Veréis, mí teoría, que ojalá podamos explorar, es que la posesión lo era todo para la antigua raza. El amor… Para ellos, incluso el amor era un acto político.

—Eso es ir demasiado lejos —dijo Shoyshal—. Admito que, en aquella época, en más de la mitad del planeta un sexo dominaba al otro…

—Lo esclavizaba.

—Bueno, lo dominaba, especie de discutidor empedernido. Pero existían asimismo sociedades en las que el sexo era una diversión honesta, sin connotaciones posesivas o espirituales, en las que la palabra clave era «liberación», y…

Trockern sacudió la cabeza:

—Querida, estás dándome la razón. Esa minoría se rebelaba contra el ethos predominante y por tanto también ellos trataban al amor, estaban obligados a hacerlo, como un acto político. «Liberación» o «amor libre» eran consignas, o sea, lenguaje político.

—No creo que ellos pensaran así.

—No tenían la clarividencia necesaria para pensar así. De ahí su perpetua desazón. Creo que incluso agradecían la posibilidad que les brindaban las guerras para evadirse de sus planteos personales… —Al ver que Shoyshal estaba a punto de responderle, continuó rápidamente.—Sí, ya sé que la guerra estaba ligada al territorio. Y ese sentido de territorialidad se extendió de la tierra al individuo. Se suponía que debías enorgullecerte de tu tierra natal y pelear por ella, del mismo modo en que debías estar orgulloso de tu amor y pelear por él. Por tu esposa, como decían entonces. ¿Te imaginas que yo estuviera orgulloso de ti, que fuese a pelear por ti?

—¿Es una pregunta retórica? —preguntó, sonriendo, Ermine.

—Mira, te daré un ejemplo del sentido obsesivo de propiedad de la antigua raza. Hasta y durante la Revolución Industrial, la esclavitud fue una condición habitual en la Tierra. En muchos lugares, lo seguiría siendo por mucho tiempo. Era tan cruel como la que contemplamos en Heliconia. Te otorgaba el poder de poseer a otra persona, una idea que hoy nos resulta casi inconcebible. Sólo nos traería desgracias. Pero podemos comprobar que el amo del esclavo también resultaba esclavizado. Cuando Trockern elevó su mano izquierda y su voz en busca de énfasis, el anciano que dormía su siesta en un catre cercano murmuró irritado, roncó y se dio la vuelta.

—Vuelvo a decirte, querido, que había muchas sociedades sin esclavos —dijo Shoyshal—. Y muchas que aborrecían la idea de la esclavitud.

—Decían aborrecerla pero se agenciaban servidores en cuanto podían, los poseían todo lo posible. Más tarde emplearon androides. A la vez, las sociedades oficialmente no esclavistas se embarcaron en posesiones de todo tipo. Posesiones, posesiones posesiones… Era una forma de locura.

—No estaban locos —dijo Shoyshal—. Eran distintos de nosotros, eso es todo. Supongo que, si nos conocieran, les resultaríamos bastante extraños. Además, la humanidad estaba en plena adolescencia. He escuchado tus prédicas a menudo, Trockern, y no niego haber disfrutado de ellas… más o menos. Escucha ahora lo que pienso yo. Si estamos aquí es por pura e increíble suene. Olvídate de la Mano de Dios, por la que los heliconianos agonizan a cada rato. No hay más que suerte. No me refiero a la suerte de que unos pocos humanos hayamos sobrevivido al invierno nuclear, aunque algo de eso hay. Hablo de la serie de afortunados accidentes cósmicos soportados por la Tierra. Piensa en la manera en la que las bacterias vegetales liberaron oxígeno en una atmósfera que era absolutamente irrespirable. Piensa en el accidente que condujo a los peces a desarrollar espinas dorsales. En el accidente por el que los mamíferos desarrollaron placentas, tanto más ingeniosas que los huevos, aunque los huevos también fueran campeones en su día. Piensa en el accidente del bombardeo que alteró las condiciones de vida de un modo tan abrupto que los dinosaurios, incapaces de adaptarse, tuvieron que dar paso a los mamíferos. Y así podría seguir interminablemente.

—Siempre podrías —dijo su hermana, con una mezcla de sorna y admiración.

—Nuestros antiguos ancestros adolescentes temían los accidentes. Temían la suerte. Lo cual explica a los dioses, las vallas, el matrimonio, las armas nucleares y todo lo demás. No tanto tu posesividad sino el miedo a lo accidental. Que por supuesto terminó cayendo sobre ellos. Quizás ese tipo de profecías sean autorrealizables.

—Plausible. Sí. Estaría de acuerdo si aceptas que aquella posesividad habría sido un síntoma del miedo a los accidentes.

—Ah, no, Trockern, si vas a estar de acuerdo será mejor que retomemos el tema del sexo. —Una risotada general acompañó estas palabras. A través de las ventanas, veían la dudad móvil que se desplazaba con su característica falta de elegancia, absorbiendo la egonicidad que manaba de los poliedros blancos.

Ermine rodeó con el brazo los hombros de su hermana y le acarició el pelo.

—Hablas de la posesión de una persona por otra; supongo que te refieres también a la vieja institución matrimonial. Sin embargo, el matrimonio conserva para mí cierto halo romántico.

—Hasta las cosas más endebles pueden resultar románticas si te alejas lo bastante de ellas —dijo Shoyskal—. Cualquier cosa observada a través de una bruma… Pero el matrimonio es el ejemplo más claro del amor entendido como acto político. El amor era, en este caso, sólo una excusa o, con suerte, una ilusión.

—No termino de comprenderlo. Nadie obligaba a los hombres y mujeres a casarse, ¿verdad?

—Era voluntario en cierto sentido, sí, por cierto; pero la presión de la sociedad los empujaba a casarse. Esta presión a veces era moral y otras económica. El hombre conseguía a alguien que trabajase para él y lo saciase sexualmente. La mujer conseguía a alguien que la mantuviera económicamente. Y ambas conveniencias se fundían en una empresa común.

—¡Qué horrible!

—Todas esas posturas románticas —continuó Shoyshal, divertida—, todos aquellos raptos, serenatas, toda esa música melosa, esa literatura tan apreciada, los pactos suicidas, las lágrimas, los votos… puros esquemas sociales de apareamiento, la carnada del anzuelo… No eran conscientes de estar preparándolos para ellos mismos o a punto de morderlo.

—Haces que suene horrible.

—Ay, Ermine, podía ser incluso peor, te lo aseguro. No me extraña que tantas mujeres escogiesen la prostitución. Quiero decir que el matrimonio era sólo otra versión de la lucha por el poder, una arena en la que marido y mujer peleaban por la supremacía sobre el otro. El hombre esgrimía la cachiporra económica, la mujer escondía su arma secreta entre las piernas.

Otra vez, la carcajada fue general. El anciano en su catre, de nombre Sartorilrvrash, se defendía roncando.

—Hace mucho que la tuya dejó de ser secreta —dijo Trockern.

Cuando una ciudad se volvía demasiado multitudinaria para alguien, no le costaba mucho encontrar otro geonauta y cambiar de rumbo. Había muchas otras ciudades ambulantes, y las alternativas eran numerosas. A cierta gente le gustaba seguir la huella de los largos días de luz; otros viajaban en busca de escenarios espectaculares; otros sentían nostalgia del mar o del desierto. Cada entorno ofrecía una experiencia distinta.

Y esas experiencias eran a su vez distintas de las del pasado. La gente ya no chillaba. Los ágiles cerebros habían aprendido a conducir sus emociones hacia senderos de modestia, subordinadas pero nunca sometidas a Gaia, el espíritu de la Tierra. Gaia no pretendía poseerlos, tal como lo hicieran antaño sus dioses imaginarios. La propia gente era parte de ese espíritu. Tenían una visión.

Por consiguiente, la muerte dejó de jugar el papel crucial de Gran Inquisidora de los asuntos humanos. Ahora no era más que un elemento más en la hogareña contabilidad de los hombres: Gaia era una tumba común de la que siempre florecían ganancias frescas.

Existía, asimismo, un compromiso real con Heliconia. De espectadores, las mujeres y los hombres pasaron a ser actores. Cuando el Avernus dejó de enviar imágenes, cuando los auditorios en forma de concha quedaron yermos, el nexo empalico se hizo aún más fuerte. En cierto sentido, la raza humana —la mente humana— surcó el espacio para convenirse en el ojo de la Escrutadora Original, compartiendo su fuerza con los distantes camaradas de aquel otro planeta.

Cierto, nadie sabía lo que el futuro podía deparar a esta extensión espiritual del ser.

Al aceptar un papel para ellos cómodo y adecuado, los terrestres volvían a ingresar en el círculo mágico de la existencia. Habían abandonado sus antiguas codicias. El mundo era suyo, y ellos eran del mundo.

Cuando atardecía, Ermine dijo:

—Hablando del amor como acto político, no es una idea fácil de asimilar. Pero, ¿cómo era ese arreglo legal al que se sometían los de la antigua raza cuando su matrimonio se rompía? ¿No le pasó algo así a Jandol-Anganol? Eso es, un divorcio. Era una discusión acerca de las posesiones, ¿verdad?

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