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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (42 page)

BOOK: Heliconia - Invierno
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Luterin:

Pensarás que soy dura, pero hay otras más duras. Te proponen peligros que yo nunca podría proponerte. ¿Recuerdas que una vez conversamos sobre la muerte de tu hermano? Ocurrió, a no ser que yo lo soñara, después de haberte recuperado de ese extraño interludio horizontal que sigue a la muerte. Tu inocencia es heroica. Pronto te diré más. Te ruego que emplees la astucia. Guarda un tiempo nuestro secreto, en tu propio beneficio.

Insil.

—Demasiado tarde —dijo él, impaciente, convirtiendo la nota en una pelota de papel.

XIV - EL MAYOR CRIMEN

Pero, ¿cómo puede alguien estar seguro de que esos tutelares espíritus biosféricos, la Escrutadora Original y Gaia, tienen verdadera existencia?

No hay pruebas objetivas, así como la empatía no es mensurable. Las microbacterias nada saben de la humanidad: viven en mundos demasiado diferentes. Sólo la intuición permite a la humanidad ver y oír las pisadas de esos espíritus geoquímicos que han manejado la vida de todo un mundo como si se tratara de un simple organismo.

Es también la intuición quien dice a la humanidad que para vivir de acuerdo con el espíritu ha de renunciar a las posesiones y ha de evitar dominar a otros. Fueron precisamente esos hombres, reunidos en secreto en la colina Icen, alejados de todo contacto humano, a resguardo de toda comunicación con el exterior, quienes más febrilmente intentaron apoderarse del mundo.

¿ Y si ellos hubieran tenido éxito?

Los espíritus biosféricos son compasivos y adaptables. La intuición nos dice que siempre hay alternativas. Homeostasis no es fosilización sino vitalidad en equilibrio.

Los primeros cazadores tribales que quemaron los bosques para asegurar la presa, dieron nacimiento a los ecosistemas de ¡as grandes sabanas. La mutabilidad alimenta los controles cibernéticos de Gaia.

La capa gris de la Escrutadora Original está desplazándose a través de Heliconia. Los seres humanos la desafían o la aceptan, de acuerdo con la naturaleza de cada uno. Más allá de la indeseable posesividad humana, las criaturas salvajes toman sus propias disposiciones. Los brassimips acumulan alimentos en sitios subterráneos, donde pueden seguir creciendo y desarrollándose. Los pequeños crustáceos de tierra, los jibóvagos, congregados a millares en la cara interior de las piedras de alabastro, segregan un ácido que abre habitáculos en la piedra y extraen de fuera la luz que necesitan. Las ovejas cornudas de la montaña, el asokin salvaje, el timoroon, el flambreg en las llanuras devastadas, se entregan a duras batallas de cortejamiento. Hay tiempo para un nuevo apareamiento y quizá para otro más; el número de nuevos vástagos será decidido por la temperatura, los suministros de comida, la habilidad, el coraje.

También aquellos seres que no podían ser considerados humanos, obligados por un capricho evolutivo a permanecer en las márgenes de los hogares de la humanidad —aunque con la mirada anhelante puesta en los Juegos ardientes—, se preparaban a su manera para el invierno.

Las tribus de los driats, dotados de lenguaje y muy capaces de maldecir en él, descendían maldiciendo de las colinas hacia las costas rocosas de su continente, donde encontrarían comida en abundancia. Los migratorios madis, obligados a abandonar sus moribundos ucts, buscaban refugio en el oeste, dispuestos a saquear las ciudades en ruinas abandonadas por el hombre. Los nondads se retiraban a sus agujeros subterráneos, cavados entre las raíces de los grandes árboles, donde vivirían sus esquivas vidas de manera muy similar a como lo habían hecho durante los espléndidos días veraniegos.

En cuanto a la raza ancipital, cada nueva generación podía observar cómo el mundo recuperaba las condiciones previas a la invasión de sus cielos por parte de Freyr. Para sus mentes eotemporales, el estereotipo del futuro y el del pasado se iban acercando paso a paso. En las amplias llanuras de Campannlat, los phagors ganaban en fuerza, alimentándose gracias a las crecientes manadas de yelks y biyelks, y cada vez se volvían más osados en sus ataques contra los Hijos de Freyr. Tan sólo en Sibornal, donde nunca habían logrado imponerse, se veían sometidos a los contraataques organizados de los humanos. Podría presumirse que todas estas criaturas estaban rivalizando unas con otras. Y, en cierto modo, así era. Sin embargo, en un sentido más global, nada las enfrentaba, estaban unidas. La gradual desaparición de lo verde diezmaba su número pero no su esencia. En definitiva, todas dependían de los fangos anaeróbicos de las cuencas marinas de Heliconia, encargados de retener el carbón y mantener el nivel de oxígeno atmosférico a fin de que, tanto en tierra como en el mar, no se interrumpiesen los procesos de respiración y fotosíntesis.

Incluso podría llegar a decirse que todas estas criaturas constituían la vida activa del planeta. Y, en cierto modo, así era. Pero una buena mitad de la vida de Heliconia se encontraba en las praderas tridimensionales de los mares. Era una masa vital compuesta, en su mayor parte, por microflora unicelular. Allí estaba la verdadera reserva de vida, para la cual nada fundamental cambiaría por más que Freyr se acercara o alejase.

La Escrutadora Original mantenía en equilibrio a todas las fuerzas vitales. ¿Cómo era posible la vida en el planeta? Habiendo vida en el planeta. ¿Qué pasaría sin vida? No podría haber vida. La Escrutadora Original era un espíritu eminentemente marino: no ya un espíritu separado y dotado de mente sino una vasta entidad cooperativa, creadora de bienestar desde el centro de una furibunda tormenta química. Y la Escrutadora Original estaba obligada a aguzar aún más su ingenio que su gemela Gaia de la cercana Tierra.

Algo apartados de los restantes seres vivos, desde algas hasta jibóvagos y ovejas, estaban los humanos de Heliconia. Estas criaturas, tan dependientes de la biosfera homeostática como todas las restantes, se habían elevado a sí mismas a una categoría especial. Habían desarrollado un lenguaje. En un universo de sonidos inarticulados, habían pergreñado su propio umwelt de palabras.

Tenían canciones y poemas, dramas e historias, debates, lamentos y proclamas con las que hacer hablar al planeta. Con las palabras llegó la capacidad de inventar. En cuanto hubo palabras, hubo historia. La historia era a las palabras como Gaia a la Tierra y la Escrutadora Original a Heliconia. Ningún planeta tenía historia hasta que la humanidad entró charlando en escena y la inventó, de modo que expresase lo que para cada generación eran los hechos.

Hubo en Heliconia visionarios que, en ese momento de crisis de los asuntos humanos, percibieron la existencia de la Escrutadora Original. Pero siempre había habido visionarios en aquel planeta, a menudo inarticulados porque allí, en el umbral del lenguaje, era donde trabajaban. Los visionarios de Heliconia percibían algo azoiáxico en el universo, algo superior a la vida a cuyo alrededor toda la vida giraba, algo que al mismo tiempo no vivía y era la Vida.

La visión no se ajustaba del todo a las palabras. Pero, justamente porque había palabras, la veracidad de la visión era difícil de verificar. Las palabras carecen de peso atómico. El universo de las palabras carece de criterios definitivos que se correspondan con la vida y la muerte en el universo inarticulado. Es por ello que puede inventar mundos imaginarios que no mueren pero tampoco viven.

Uno de aquellos mundos era el perfecto estado sibornalés visualizado por la Oligarquía. Otro de ellos era el perfecto universo del Dios Azoiáxico visualizado por los mayores de la Iglesia de la Paz Formidable. Debido a la desobediencia de los edictos del Oligarca y a la consiguiente muerte en la hoguera del Supremo Sacerdote Chubsalid, ambas perfecciones imaginarias habían dejado de coincidir. Después de largos períodos de idílica identidad, la Iglesia y el Estado descubrían para su mutuo horror que estaban opuestos la una al otro.

Muchos de los principales clérigos, como Asperamanka, estaban demasiado sometidos a la autoridad estatal como para protestar. Fueron, por tanto, las bases de la Iglesia, los frailes menores, los monjes más humildes, los religiosos más cercanos al sentir del pueblo, quienes dispararon la alarma.

Un Miembro de la Oligarquía denunció a los «predicadores embozados que, yendo de un lado a otro, difunden falsos rumores entre las gentes sencillas», parafraseando inconscientemente las palabras que, muchos siglos antes, había proferido Erasmo en la Tierra. Pero la Oligarquía no defendía precisamente el humanismo. Su respuesta a los oprimidos consistía sencillamente en incrementar la opresión.

Una vez más aparecía la enantiodromia. Una brecha surgida en medio de las filas que se cerraban, Y cuando la unidad parecía un hecho, las divisiones se acentuaron.

La Oligarquía sacó provecho de la situación. Ahora podía utilizar la reciente inquietud interna como excusa para imponer medidas más severas todavía. El ejército que regresaba victorioso de Bribahr fue redistribuido por las ciudades y aldeas de Uskutoshk. El pueblo, hosco pero acobardado, asistió impotente al fusilamiento de sus frailes.

La ola de protestas llegaría incluso hasta Kharnabhar.

Ebstok Esikananzi se reunió con Luterin para tratar el tema, y le miró la boca en lugar de los ojos mientras éste le aconsejaba cautela. También recibió a otros altos funcionarios, partidarios tanto de una como de otra postura. Luterin se encerró durante varias horas con el secretario Evanporil y demás subordinados. Estando pendiente su propia suerte, ¿cómo podía decidir la suerte de toda la provincia?

El caso es que la Gran Rueda se vio involucrada en la disputa. Aunque administrada por la Iglesia, el territorio en el que se alzaba estaba bajo el control de un gobernador laico nombrado por el Guardián. La brecha entre laicos y clero se ensanchaba. Chubsalid no había caído en el olvido.

Tras dos días de discusiones, Luterin hizo lo que siempre había hecho al sentirse oprimido. Escapó.

Con un montero y un buen sabueso, cabalgó hacia la espesura, internándose en los casi ilimitados bosques montañeses que rodeaban Kharnabhar. En aquel momento había tormenta, pero no la tuvo en cuenta. Perdidos aquí o allá entre los valles, escondidos en las forestas de caspiarneos, había refugios de caza y templetes en los que un hombre podía resguardar su montura, protegerse del clima y dormir. Al igual que su padre, sencillamente se desvaneció para la humanidad.

A menudo partía con la ilusión de encontrárselo. Imaginaba la escena con los ojos de la mente. Veía a su padre en el centro de un grupo de cazadores pesadamente vestidos, la nieve danzando a su alrededor. En las hombreras de cuero, halcones encapuchados. Un biyelk tiraba de un trineo cargado con las piezas cobradas. El aliento de los perros se elevaba en el aire frío. Su padre desmontaba rígidamente y, brazos extendidos, iba hacia él.

Su padre sabría de su heroísmo en Isturiacha y lo felicitaría por haber escapado con vida de Koriantura. Se abrazaban…

Luterin y su acompañante no se cruzaron con nadie ni oyeron más que el estruendo de los glaciares. Pasaron las noches en lejanos refugios, donde la aurora parpadeaba muy por encima de los bosques.

Por más cansado que estuviera, por más animales que matase, Luterin no conseguía librarse de sus pesadillas nocturnas. Lo abrumaba la obsesiva sensación de que escalaba, no en medio del bosque, sino a través de habitaciones abarrotadas de insólitos muebles y antiguas pertenencias. El horror parecía haberse afincado en aquellas habitaciones. Pero no conseguía encontrar ni huir de aquello que lo espantaba.

Varias veces despertaría imaginando que la parálisis había vuelto a atraparlo. Muy poco a poco lograba reconocer el entorno, y trataba entonces de calmarse pensando en Toress Lahl; pero una y otra vez aparecía Insil junto a ella.

Al menos su madre se había encerrado nuevamente en sus aposentos después del banquete, de modo que la noticia de su ruptura con Insil no habría llegado muy lejos.

Reconocía las muchas razones que hacían de Insil una futura esposa perfecta para él. En ella vibraba el espíritu indómito de Kharnabhar.

Toress Lahl, en cambio, era una exiliada, una extranjera. ¿Y si su pretensión de casarse con ella no era más que una demostración de independencia?

Odiaba no haber podido decidirse todavía. Pero hasta que su propia situación no se aclarase, la decisión al respecto tendría que esperar. Ello implicaba una confrontación con su padre.

Noche tras noche, metido en su saco de dormir, comprendía, palpitante, que aquella confrontación era ineludible. Sólo podía casarse con Insil si su padre no lo obligaba a hacerlo. Era preciso que aceptara su punto de vista.

O héroe o paria. No había más alternativa. Tenía que estar dispuesto a enfrentarse al rechazo. Cuando todo estaba dicho, el sexo no era otra cosa que una cuestión de poder.

Hubo ocasiones en que, quizá por efecto de los tenues reflejos de la aurora en la oscuridad de los refugios, creyó ver la cara de su hermano Favin. También él había desafiado en cierto modo a su padre… y ¿había perdido?

Luterin y el montero se despertaban cada día a hora muy temprana, cuando las aves nocturnas aún surcaban el cielo. A pesar de compartir su comida como iguales, nunca intercambiarían el más mínimo pensamiento íntimo.

Y aunque las noches fuesen penosas, de día la dicha era completa. Cada hora era distinta de las otras: la luz, el aire, todo cambiaba. También los hábitos de los animales acechados cambiaban de hora en hora. Puesto que se acercaba el fin del pequeño año, los días eran más breves y Freyr casi no se alejaba del horizonte. Pero a veces escalaban un risco y se encontraban, follaje de por medio, con el viejo astro en persona, ardiendo todavía, arrojando luz hacia un valle de lecho casi tan oscuro como las abisales profundidades marinas, derrochándola como un viejo rey que, distraído, llena siempre la misma copa.

Por doquier los rodeaba el estoico silencio de la naturaleza, y esto incrementaba en ellos la sensación de infinitud. Las rocas sobre las que se recostaban para beber de algún arroyo montañés de nevadas barbas parecían nuevas, intactas, temporalmente virginales. A través del silencio viajaba una música grandiosa, que la sangre de Luterin traducía como libertad.

Al sexto día de excursión detectaron una partida de seis phagors astados que cruzaban un glaciar a lomo de kaidaws. Las oropéndolas flotando por encima de sus hombros los habían delatado. Siguieron de lejos a los phagors durante día y medio, hasta que pudieron anticiparse y emboscarlos en una cañada.

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