Read Heliconia - Invierno Online
Authors: Brian W. Aldiss
En cuanto a la enfermedad, no le tenía tanto miedo como los demás. Toress había sido médica en Oldorando. En cambio, la palabra que le inspiraba mayor miedo y curiosidad era el nombre de la lejana patria de Shokerandit, Kharnabhar, que sonaba legendaria y romántica en labios de los borldoranos.
Odim había conseguido el barco mediante intermediarios, amigos locales que tenían relaciones muy útiles en el Gremio de los Sacerdotes Marinos. Con el dinero obtenido de la venta del establecimiento y la casa había adquirido el Nueva Estación, un bergantín de dos mástiles y seiscientas treinta y nueve toneladas, bien enjarciado y amarrado en el muelle de Climent. El navío tenía unos veinte años y provenía de los astilleros de Askitosh.
Llevaba su carga completa. Además de las provisiones que Odim había podido agenciarse en tan escaso tiempo, el barco transportaba un rebaño de arangs, vajillas de fina porcelana de Odim, un hombre atacado por la peste y una esclava que lo atendía.
Gracias a los favores que le debía el aduanero del muelle, un viejo conocido al que Odim siempre había pagado generosamente durante años, ningún trámite obstaculizó la partida. Por otra parte, el capitán del navío se avino a comprimir todo lo posible las ceremonias recomendadas por quiromantes y deuteroscopistas para garantizar una singladura auspiciosa. Un disparo de cañón señaló la salida de un barco de Sibornal.
Sonó en cubierta un breve himno al Dios Azoiáxico. Con buen viento y marea, la distancia entre la nave y el muelle de Climent pronto aumentó. El Nueva Estación ya navegaba hacia la distante Shivenink.
En el Avernus, raudo Kaidaw de los cielos de Heliconia, la monótona barbarie comenzaba a menguar. Eedap Mun Odim tenía derecho a enorgullecerse de la perfección artesanal que destilaba el reloj Kuj-Juvecino con que había agasajado a Jhese-rabhay; la propia estrechez de algunas sociedades como la de Kuj-Juvec confiere a su arte una vitalidad aún más reconcentrada. Pero la barbarie que regía en el Avernus no generaba otra cosa que cráneos aplastados, emboscadas, tambores tribales y simiesco jolgorio.
En numerosas ocasiones, las nutridas generaciones de la civilización averniana habían expresado deseos de huir de aquella sensación de futilidad, de aquella doctrina minimalista que les imponía el concepto de la Tierra como Obligación. Algunos habían preferido morir en Heliconia a continuar viviendo bajo el orden del Avernus. Y, si se les hubiese preguntado, habrían dicho que preferían la barbarie a la civilización.
Pero el aburrimiento de la barbarie demostró ser infinitamente superior a las restricciones de la civilización. Los Pins y los Tans no lograban sacudirse de encima los temores y privaciones. Rodeados por una tecnología que en muchos aspectos se autogobernaba, no estaban mucho mejor que algunas de las tribus de Campannlat, atrapadas entre pantanos, bosques y mares. La barbarie ¡es alimentaba el miedo y les cercenaba la imaginación.
Las secciones más dañadas de la estación habían sido aquellas relacionadas deforma directa con actividades humanas, como las cantinas y los comedores, y la planta procesadora de proteínas que los abastecía. Los campos sembrados que ocupaban la mayor superficie dentro de la estructura esférica eran ahora campos de batalla. El hombre cazaba al hombre para comer. También los inmensos sexópodos que pululaban por ahí, esas monstruosidades genitales perversamente creadas por manipulación genética, eran abatidos y comidos.
La estación automatizada continuaba ofreciendo en sus pantallas internas imágenes de la vida en el planeta observado; continuaba, incluso, variando el clima interno, afín de que la humanidad no quedase exenta de ese eterno estímulo.
Pero las tribus supervivientes ya no eran capaces de asimilar la información como antes. Recibían imágenes de cazadores, reyes, eruditos, comerciantes y esclavos, todas ellas absolutamente descontextualizadas. Pensaban que venían de otros mundos, que eran dioses o demonios. Paradójicamente, estas imágenes que sus antepasados habían estudiado con desdén llenaban de estupor sus corazones.
Los rebeldes del Avernus —apenas un puñado al principio—, que pretendieron conquistar más libertades de las que imaginaban disfrutar, habían encallado en las playas de una existencia melancólica. Ahora el dominio de la mente había sido derrotado por el del estómago.
No obstante, el Avernus cumplía con un cometido aún más importante que el cuidado de sus moradores. Su tarea fundamental consistía en transmitir una señal continua hasta el planeta Tierra, a diez mil años luz de distancia. Durante los azarosos siglos de su existencia, la Estación Observadora jamás había dejado de emitir esa señal, preñada siempre de valiosa información.
La señal había formado una arteria informativa que alimentaba a la Tierra de acuerdo con el plan original de la élite tecnocrática responsable de los grandiosos proyectos de exploración interestelar. Esa arteria nunca se había secado, ni siquiera cuando los habitantes del Avernus se redujeron a un estado cercano al salvajismo.
La arteria no se había secado nunca; sin embargo, parecía que en alguna parte se hubiese roto una vena: la Tierra no siempre respondía.
En Charon, una lejana avanzada del sistema solar, funcionaba una compleja repetidora, construida sobre la frágil superficie de metano del satélite. En esta estación, donde lo más cercano a la vida inteligente eran los androides que la mantenían en funcionamiento, se analizaban, clasificaban y almacenaban las señales llegadas desde Heliconia para ser después enviadas al interior del sistema solar. El sistema de retomo era bastante más sencillo, ya que consistía en un simple acuse de recibo o en una orden cursada al Avernus para que se cubriese con más detalle tal o cual área de información. Hacía tiempo que se habían dejado de emitir hacia el espacio exterior los boletines de sucesos terrícolas, sobre todo después de que alguien señalase la inutilidad de alimentar al Avernus con noticias de hechos ocurridos mil años atrás. El Avernus ignoraba —y ahora también desdeñaba— todo cuanto había podido suceder en la Tierra.
Pero, ¿qué había sucedido? Las naciones más pobladas de la Tierra habían agotado la mayor parte del siglo veintiuno en una serie de molestos enfrentamientos: el Este amenazaba al Oeste, el Norte al Sur, el Primer Mundo ayudaba y timaba a la vez al Tercer Mundo. El aumento de la población, la escasez de recursos, el estallido continuo de conflictos locales fueron convirtiendo paulatinamente la superficie del planeta en algo parecido a un montón de escombros. El concepto de «nación terrorista» dominó el ecuador del siglo; fue entonces cuando desapareció la ciudad de Roma. Sin embargo, a pesar de los sombríos pronósticos, ese Walhala definitivo, la guerra nuclear, no llegaría a estallar nunca. En parte porque las superpotencias actuaban tras la máscara de naciones títeres más pequeñas, y también porque la exploración del espacio cercano actuó como válvula de escape de las emociones más agresivas.
Los terrícolas del siglo veintiuno consideraban la suya como una era dominada por la melancolía, a pesar del crecimiento exponencial de los sistemas tecnológicos y electrónicos. Todo campo o fábrica productores de alimentos estaban protegidos electrónicamente o por patrullas armadas. La vida se volvió cada vez más regimentada. No obstante, subyacía aún la estructura, el sistema civilizado. Quizá fuera restrictivo, pero podía ser trascendido.
Sus muchos elementos privilegiados hicieron de aquél un siglo brillante, al menos visto retrospectivamente. Hombres y mujeres, salidos de la nada, del anonimato de las masas, se hicieron célebres por sus dones. Su brillantez, la actitud desafiante con que se enfrentaban a un medio desfavorable, iluminó los corazones de su audiencia. Se dice que medio planeta lloró la muerte de Derek Eric Absalom. Pero, para consuelo general, sus maravillosas canciones improvisadas no dejaron de sonar.
AI principio, sólo dos naciones compitieron en la navegación más allá de los límites del sistema solar. Este número credo hasta cuatro y se detuvo en cinco. El coste de los viajes interestelares resultaba demasiado elevado, lo que limitó el número de jugadores a pesar del carácter casi religioso que había adquirido la tecnología. Aunque, al contrario de la religión, consuelo de pobres, la tecnología era una estrategia de ricos.
La excitación de la exploración interestelar fue transmitida a las multitudes de la Tierra. Muchos expresaban por ella su admiración intelectual. Muchos otros jaleaban a sus equipos. Los proyectos se presentaban siempre envueltos en la mayor solemnidad. Grandes gastos, grandes distancias, gran prestigio: así se encandilaba a los contribuyentes, hacinados en sus horrendas ciudades.
En pleno apogeo de los viajes interestelares, aproximadamente entre 2090 y 3200, se lanzaron ocasionalmente algunas naves automatizadas. Estas naves transportaban colonizadores computerizados, capaces de barrer el espacio hasta encontrar mundos habitables.
El primer planeta extrasolar en el que la humanidad plantó su bandera fue llamado solemnemente Nueva Tierra. Se trataba de uno de los dos cuerpos sin luna que orbitaban alrededor de Alfa Centauri C. «Mucho se ha escrito sobre el desierto», dictaminó un comentarista, pero la mayoría se aposentó en el más cómodo sobrecogimiento mientras veía desplegarse los monótonos paisajes de Nueva Tierra.
El planeta constaba básicamente de arena y erosionadas cadenas montañosas. Su único océano cubría menos de una quinta parte de su superficie. No se habían encontrado otros signos de vida que unos gusanos curiosamente grandes y una especie de algas que crecían a orillas del mar salado. El aire era respirable, aunque su contenido de vapor de agua era bajísimo; las gargantas humanas quedaban desolladas a los pocos minutos de respirarlo. Jamás llovía en la deslumbrante superficie de Nueva Tierra. Era un mundo desierto; siempre lo había sido. Imposible establecer allí una biosfera viable.
Pasaron varios siglos.
En Nueva Tierra se estableció una base y centro de reposo, lo que confirió a las naves una mayor autonomía. Poco a poco, llegaron a cubrir un radio espacial de casi dos mil años luz. Aunque esta área pareciese inmensa desde el punto de vista de una especie que acababa de domar el potro, constituía una porción absolutamente ínfima de la galaxia.
Se descubrieron y exploraron numerosos planetas. Ninguno habitado. Algunos aportaban recursos minerales adicionales, pero de vida, nada. En los profundos y sombríos miasmas de un gigante de gas se descubrieron cosillas retorcidas que iban y venían como si tuviesen voluntad. Incluso llegaron a rodear el sumergible que descendió a investigarlas. Durante sesenta años, los exploradores humanos intentaron comunicarse con las cosillas… sin éxito. Mientras tanto, en los contaminados océanos de la Tierra moría la última ballena.
En ciertos mundos nuevos, se establecieron bases e instalaciones mineras. Hubo algunos accidentes, de los que no se informó en la Tierra. El gigantesco planeta Wilkins terminaría desarmándose; los motores de fusión que rugían en su atmósfera convirtieron su hidrógeno en hierro y otros metales pesados, y el planeta se quebró. Se liberó energía tal como se había planeado, aunque más de prisa que lo planeado. Las radiaciones letales de onda corta acabaron con todos los que habían participado en el proyecto. En Orogolak, estalló la guerra entre dos bases rivales, desencadenándose una pequeña guerra nuclear que acabaría convirtiendo el planeta en un desierto de hielo.
Pero no todos fueron fracasos. Incluso Nueva Tierra resultaría un éxito. Al menos lo bastante como para instalar un balneario a orillas de su mar atiborrado de sustancias químicas. Se establecieron pequeñas colonias en veintinueve planetas, algunas de las cuales florecieron durante varías generaciones.
A pesar de las interesantes leyendas que, engrosando el rico anecdotario terrestre, generaron algunas de estas colonias, ninguna de ellas llegaría a ser tan grande o compleja como para desarrollar valores culturales que divergiesen del tronco original.
La humanidad espacial se vio sometida a diversas y extrañas enfermedades y desórdenes mentales. Aunque no se aceptase a menudo, no había duda de que toda población terrícola era caldo de cultivo de enfermedades; una considerable proporción de individuos de todos los grupos étnicos sufría períodos de indisposición… sin motivo aparente. La gente clamaba por conocer las causas del SINT (síndrome de la enfermedad insonora no tratada). El SINT se mostraba especialmente virulento en condiciones antigravitatorias.
Lo que no había sido tratado iba camino de resultar incurable. Los sistemas nerviosos fallaban, las memorias desarrollaban historias imaginarias, la visión se volvió alucinatoria, la musculatura se agarrotaba, los estómagos se recalentaban. La demencia espacial se hizo cotidiana. Trémulas sombras atravesaban la psique que surcaba el vacío.
A pesar de sus inconveniencias y desilusiones, la infiltración galáctica no se detuvo. Donde no hay una visión, la gente perece; pero había una visión. Y la visión pretendía que, a pesar de los peligros que entrañase, el saber era algo que debía buscarse; y que el saber ulterior radicaba en la comprensión de la vida y su relación con el universo inorgánico. Sin comprensión, el saber carecía de valor.
Una flota sino-americana investigaba las nubes de polvo de la constelación de Ophiuchus, a setecientos años luz de la Tierra. Era ésta una región con gigantescos racimos moleculares, gravedades no isotrópicas, planetas siameses y muchas otras anomalías. Nuevas estrellas surgían de las humaredas de materia amorfa.
Un satélite astrofísico adscrito a uno de los computoborgoides de la flota obtuvo lecturas espectrográficas de un sistema binario atípico a trescientos años luz de las nubes de Ophiuchus, en el que parecía haber al menos un planeta secundario con condiciones similares a las de la Tierra.
El solo hecho de que una estrella G4 amarilla en vías de enfriarse se moviese en torno a un eje común con una supergigante blanca de sólo once millones de años ya había llamado la atención de los cosmólogos de la expedición conjunta. Pero el espectroanálisis los sumió en la más intensa actividad.
El supuesto planeta geoide del lejano sistema binario fue clasificado bajo la denominación G4PBX/4582—4—3, y la información viajó a través de las polvorientas nubes hasta la Tierra.
En las entrañas de la nave insignia de la flota se había dispuesto una nave colonizadora automatizada, que ahora surcaba con ella los márgenes remotos de las nubes de Ophiuchus. Esta nave sería programada y enviada a G4PBX/4582—4—3. Corría el año 3145.