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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (39 page)

Pero hablaba distraídamente, ya que Fashnalgid seguía rondándole el cerebro.

Al llegar a la mansión, mandó a llamar al secretario de su padre, un hombre estudioso y retraído, de nombre Evanporil. Éste recibió instrucciones de despachar a cuatro vasallos armados, montados en dos biyelks gigantes, hasta Noonat, si fuera necesario, para intentar dar con Fashnalgid. De encontrarlo, debían traerlo consigo a las seguras tierras de los Shokerandit. El secretario se retiró, dispuesto a cumplir con lo ordenado.

Luterin almorzó algo y recién entonces reparó en que no había visitado a su madre.

El salón de la gran casa estaba en sombras. A fin de que la estructura fuese más impermeable al hielo, a la nieve y las lluvias, el piso inferior carecía de ventanas. Un gran sillón, pesado y vacío, se alzaba en el suelo de mármol; si Luterin no recordaba mal, nunca se había sentado alguien en él.

De las paredes, entre las mortecinas lámparas alimentadas desde las cisternas de biogás, pendían calaveras de phagors. Se trataba de especimenes matados por Lobanster y por anteriores Shokerandit. Ahora colgaban con sus cuernos en alto y las sombrías cuencas de sus ojos dirigidas melancólicamente hacia el fondo del salón.

De camino a los aposentos maternos, un ruido en el exterior lo detuvo. Alguien gritaba con voz espesa y aguardentosa. Shokerandit corrió hacia una puerta lateral; en su cadera, la campánula repicó con viveza. Raudo, un esclavo quitó los cerrojos para dejarle paso.

En un patio dominado por las ventanas superiores de la casa, un vasallo y dos hombres libres, con las espadas desenvainadas, habían acorralado a seis phagors desastados. Uno de ellos, una gillot cuyos pechos delgados y resecos reflejaban sus largos años de cautiverio, bramaba en sibish, con voz ronca:

—¡No deber matar, viles Hijos de Freyr! ¡Este HrlIchor Yhar volver pertenecer a nosotros, los ancipitales! ¡Basta! ¡Basta!

—¡Basta! —dijo Shokerandit.

Los hombres ya habían matado a uno de los no humanos. Uno de los espadachines había destripado a un stallun con un mandoble descendiente de su espada. Un eddre ancipital le manchaba la carcasa, por encima de los pulmones. Cuando Shorekandit se inclinó sobre el cadáver, que aún se movía espasmódicamente, los intestinos asomaron hacia afuera, seguidos de un borbotón de sangre amarilla.

La masa se aflojó y comenzó a evacuar lentamente la caverna torácica como un potingue de huevos semicrudos y gelatina. Sombras parduscas se escurrían entre los pequeños corpúsculos brillantes que surgían de la herida como una masa viva, un revoltillo de órganos indistintos que fue cubriendo las baldosas y los intersticios entre éstas hasta dejar por fin tras de sí un oscuro hueco.

Shokerandit buscó detrás de la oreja del muerto la marca hecha a fuego.

Miró a los hombres. —Éstos son nuestros esclavos ancipitales. ¿Qué estáis haciendo?

El vasallo, ceñudo, repuso:

—Déjanos hacer, señor. Hay órdenes de matar a todos los phagors, nuestros o ajenos.

Los cinco phagors empezaron a dar voces roncas e hicieron ademán de escapar al cerco, pero los hombres volvieron a blandir sus espadas.

—Alto. Drikstalgil, ¿quién os lo ha ordenado? —Aún recordaba el nombre del vasallo.

Con un ojo en los ancipitales y la espada en guardia, el vasallo rebuscó en su bolsillo izquierdo hasta dar con un papel doblado.

—El secretario Evanporil me lo ha hecho llegar esta mañana. Y ahora, mi señor, sí no te importa, apártate. Podrías resultar herido.

Entregó a Shokerandit un cartel que éste desplegó con un ademán de fastidio. Llevaba impresas gruesas letras negras.

El cartel anunciaba la aprobación de una Nueva Acta, en un intento más por hacer frente a la Plaga conocida como Muerte Gorda. Se había identificado a la Raza Ancipital como principal Portadora de la Plaga. Todo phagor Salvaje debía ser liquidado de inmediato. Se pagaría una recompensa de Un Sib por cada cabeza de ancipital, pagadera por la autoridad competente de cada Distrito. A partir de entonces, la posesión de phagors era ilegal, bajo Pena de Muerte. Por Orden del Oligarca.

—Envainad las espadas hasta que yo os lo ordene —dijo Shokerandit—. No más muertes sin mi consentimiento. Y sacad este cadáver de aquí.

Cuando los hombres hubieron cumplido de mala gana sus instrucciones, Shokerandit regresó a la casa y, malhumorado, subió las escaleras en busca del secretario.

La mansión estaba llena de antiguos grabados, muchos de ellos obtenidos mediante prensa de acero en Rivenjk en una época en que la ciudad contaba con una nutrida colonia artística. La mayoría de los grabados ilustraban escenas propias de las salvajes regiones montañesas: cazadores sorprendiendo a osos en un claro, venados acorralados, hombres y yelks cayendo en barrancos, mujeres apuñaladas en tenebrosas forestas, niños perdidos muriendo a pares en abruptos riscos.

Junto a la estancia del secretario había un grabado de un soldado-sacerdote en guardia ante las mismas puertas de la Gran Rueda. La figura se mantenía rígidamente erguida al tiempo que hundía mortalmente su pica en el cuerpo de un inmenso phagor surgido de un agujero. El grabado llevaba por título —en rizados caracteres sibish— «Una antigua enemistad».

—Muy apropiado —dijo Shokerandit en voz alta, mientras golpeaba a la puerta de Evanporil y entraba sin esperar respuesta.

El secretario, de pie junto a la ventana, disfrutaba de una taza de té de pelamontaña, con la mirada vuelta hacia el exterior.

Shokerandit desplegó el cartel sobre su escritorio.

—¿Por qué no me has mencionado este asunto por la mañana?

—Tú no me lo preguntaste, mi señor.

—¿Cuántos ancipitales tenemos en la hacienda?

El secretario respondió sin hesitar:

—Seiscientos quince.

—Matarlos a todos implicaría una terrible pérdida. Por ahora, no acataremos la Nueva Acta. Primero iré a ver qué han decidido los demás terratenientes.

El secretario Evanporil se cubrió la boca al toser:

—No creo que sea conveniente ir al pueblo precisamente ahora. Tenemos entendido que han estallado disturbios.

—¿Qué clase de disturbios?

—Los clérigos, mi señor. La muerte en la hoguera del Supremo Sacerdote Chubsalid ha causado gran descontento. Ya ha pasado un décimo desde su muerte y, según me han comunicado, esta mañana han conmemorado la ocasión quemando una efigie del Oligarca. El Miembro Ebstok Esikananzi ha concurrido con algunos hombres para acallar la protesta pero no parece haberlo logrado.

Shokerandit se sentó en una esquina del escritorio.

—Dime, Evanporil, ¿crees que podemos darnos el lujo de perder a más de seiscientos phagors?

—Yo no soy quién para decidirlo, señor. Sólo soy un administrador.

—Pero, esa Acta… es tan arbitraria… ¿No crees?

—Diría, ya que me lo preguntas, mi señor, que, si se la aplica escrupulosamente, el Acta libraría para siempre a Sibornal de la especie ancipital. Bastante ventajoso, ¿verdad?

—Pero la pérdida inmediata de mano de obra barata.,. No creo que eso satisfaga a mi padre.

—Quizá sea así, señor, pero el bien común… —La frase del secretario quedó en el aire.

—Entonces, no aplicaremos el Acta hasta que mi padre haya regresado. Escribiré a Esikananzi y los demás terratenientes al respecto. Ocúpate de que los capataces reciban la orden de inmediato.

Shokerandit pasó la tarde cabalgando alegremente por la hacienda, comprobando que no se matara a ningún phagor. Cabalgó algunas millas hasta las tierras de sus primos paternos, que poseían una hacienda en una zona más abrupta. Su mente estaba tan llena de planes que olvidó por completo a su madre.

Aquella noche, hizo el amor con Toress Lahl como de costumbre. Algo en las palabras que murmuró, o en el modo de acariciarla, despertaron en ella una respuesta. Se transformó en otra, en una Toress generosa, imaginativa, plena, vital. Luterin se sintió poseído por algo más que una mera alegría. Era como si un don muy preciado le hubiera tocado en suerte. Valía la pena tener que sufrir a cambio de semejante, delicioso placer.

Pasaron la noche entera sumidos en los más íntimos abrazos, lentos, salvajes, inmóviles a veces. Sus cuerpos y espíritus eran uno. Hacia la mañana, Luterin se durmió. No tardó nada en ingresar al mundo de los sueños.

Caminaba por un paisaje ralo, casi despojado de vegetación. El suelo era pantanoso. Más adelante se extendía un lago helado cuya inmensidad excedía todo cálculo. Era el futuro: una noche todopoderosa reinaba sobre un pequeño invierno durante el Invierno Weyr. No había en el cielo ningún sol. Un animal pesado de áspero aliento venía siguiéndolo.

Era, también, el pasado. A orillas del lago acampaban todos los hombres que habían perecido violentamente en la batalla de Isturiacha. Sus heridas continuaban abiertas, desfigurándolos. Luterin vio allí a Bandal Eith Lahl, de pie, separado del resto, con las manos en los bolsillos y la vista fija en el suelo.

Algo gigantesco había quedado atrapado bajo el hielo del lago. Supo que el aliento que sentía provenía de allí.

El ser emergió del lago. El hielo no se quebró. El ser era una enorme mujer de lustrosa piel negra. Se elevó y elevó, hasta tocar el cielo. Sólo Luterin la veía.

Dirigiéndole una mirada bondadosa, la mujer le dijo:

—Nunca tendrás una mujer que te haga enteramente feliz. Pero habrá mucha felicidad en la búsqueda.

Y dijo mucho más, pero aquello fue lo único que recordaba Luterin al despertar.

Toress Lahl yacía a su lado. No sólo tenía cerrados los ojos, sino que toda ella parecía haberse cerrado. Un mechón de pelo le cruzaba la cara; lo estaba mordiendo, como no hacía mucho había mordido el rabo de zorro para protegerse del frío del camino. Apenas respiraba. Luterin comprendió que estaba en pauk.

Al tiempo, regresó. Abrió los ojos y lo miró, casi sin reconocerlo.

—¿Nunca visitas a los de abajo? —dijo con un hilo de voz.

—Jamás. Para nosotros los Shokerandit es sólo una burda superstición.

—¿No querrías hablar con tu hermano muerto? —No.

Hubo un silencio que él, tomándola de la mano, rompió:

—¿Has estado comulgando otra vez con tu esposo?

Ella asintió sin hablar, sabiendo que lo lastimaba. Tras una pausa, dijo:

—¿Acaso este mundo en el que vivimos no es como un mal sueño?

—No si vivimos de acuerdo a nuestras convicciones.

Ella se arrimó a él y volvió a preguntar:

—Pero, ¿no es verdad que llegará el día en que envejeceremos, en que nuestros cuerpos se marchitarán y nuestras voluntades flaquearán? Dime, ¿no es cierto? ¿Hay algo peor?

Volvieron a amarse, impulsados esta vez más por el miedo que por el afecto.

Poco después, una vez que hubo recorrido la hacienda y se hubo cerciorado de que todo estaba en orden, Luterin fue a visitar a su madre.

Los aposentos de su madre estaban en la parte trasera de la mansión. Una joven sirvienta le abrió la puerta y lo condujo a la antesala de la alcoba materna. Allí estaba ella, en una pose característica, de pie, con las manos firmemente unidas por delante, la cabeza levemente ladeada y en la sonrisa un signo de interrogación.

Él la besó. Al hacerlo, la atmósfera familiar que la acompañaba lo envolvió. Había algo en su actitud y en sus gestos que hablaba de un dolor muy íntimo, incluso —como Luterin había pensado a menudo— de una oscura enfermedad: y, aun así, una enfermedad, un dolor tan familiares que Lourna Shokerandit apenas parecía necesitar de otros rasgos personales.

La madre habló dulcemente, sin reprocharle su demora en visitarla, y Luterin sintió que la compasión le embargaba el corazón. Percibió el tiránico paso de la edad por aquellas facciones. Las mejillas y sienes estaban más hundidas, la piel había perdido tersura. Le preguntó qué había hecho durante su ausencia. Ella alargó la mano y lo tocó con una presión muy leve, como si dudara entre atraerlo hacia sí o empujarlo.

—No hablemos aquí. Tu tía también querrá verte.

Lourna Shokerandit se volvió y lo guió hasta la pequeña habitación de tabiques de madera en la que pasaba gran parte de su vida. Luterin la recordaba de su infancia. Sin ventanas, sus paredes estaban decoradas con pinturas de prados soleados en medio de umbrosos caspiarneos. Aquí y allá, perdidos entre el follaje, rostros femeninos se asomaban tras marcos ovales. La tía Yaringa, la rolliza y sentimental Yaringa, bordaba en una esquina, sentada en una silla que parecía haberse adaptado a sus particulares dimensiones.

Yaringa se levantó de un brinco y lanzó sonoros y emotivos gimoteos de bienvenida.

—¡Por fin de vuelta, pobrecito mío! Cuánto habrás sufrido…

Lourna Shokerandit se sentó rígidamente en una butaca tapizada de terciopelo y tomó la mano de su hijo, que había ocupado una silla a su lado. Yaringa no tuvo otra opción que regresar a su acolchado rincón.

—Es una gran alegría tenerte de vuelta, Luterin. Temimos mucho por ti, sobre todo al enterarnos de la suerte corrida por Asperamanka y sus hombres.

—No sé cómo, he tenido la suerte de salvar mi vida. Todos nuestros compatriotas fueron asesinados al volver a Sibornal. Fue un acto de profunda traición.

Ella bajó la mirada y la posó en su delgado regazo, donde sus silencios solían recogerse. Por fin, sin levantar la vista, dijo:

—Resulta extraño verte así. Estás tan… gordo. —La presencia de su hermana la hizo dudar del término adecuado.

—He sobrevivido a la Muerte Gorda. Este es mi atuendo de invierno, madre. Me gusta y me siento perfectamente bien.

—Te da un aspecto cómico —dijo Yaringa, aunque su comentario no fue tenido en cuenta. Después de relatar parte de sus aventuras a las damas, concluyó:

—Debo en gran parte mi vida a una mujer llamada Toress Lahl, viuda de un borldorano al que maté en combate. Ella me cuidó devotamente cuando contraje la Muerte Gorda.

—La devoción es la obligación de todo esclavo —dijo Lourna Shokerandit—. ¿Has visitado a los Esikananzi? Sabes que Insil se alegrará de verte.

—Aún no he hablado con ella. No.

—Celebraremos un banquete mañana por la noche e invitaremos a Insil y los suyos. Hay que festejar tu regreso —dijo Lourna Shokerandit, y palmeó las manos sin producir sonido.

—Yo cantaré para ti, Luterin —dijo Yaringa. Era su especialidad.

La expresión de Lourna cambió. Se irguió aún más en su asiento.

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