Read Heliconia - Invierno Online
Authors: Brian W. Aldiss
—Qué hombre horrible, ¿verdad? Sus ojos, sus dientes…, parece un cangrejo.
Odim se enderezó en su asiento y chasqueó los dedos.
—Sin embargo, la suerte no nos ha abandonado del todo. Primero hemos de ganarnos a ese Fashnalgid del almacén vecino. Afortunadamente, ese capitán es el mismo que me ha sido encomendado como huésped; sabes a quién me refiero. Tengo entendido que lee libros y lo imagino un hombre civilizado. Y mi mujer lo alimenta generosamente. Quizá podamos convencerlo de que nos ayude.
Odim llevó su mano al mentón de Besi y la obligó a mirarlo a los ojos.
—Siempre hay algo que puede hacerse, muchachita mía. Ve y pídele a nuestro simpático capitán que se acerque a mi despacho. Dile que tengo un regalo para él. Estoy seguro de que se mostrará flexible con nosotros. Y, Besi…, aunque es feo como un demonio de la montaña, intenta ser dulce con él, ¿sí? Todo lo dulce que puedas, que ya es mucho. Incluso un poco insinuante, ¿sabes? Aunque tengas que llegar al límite. Nuestras vidas dependen de estas pequeñas cosas…
Se dio unos golpecitos en su gran nariz y sonrió lisonjeramente.
—Corre, mi palomita. Y recuerda: todo está permitido con tal de ganártelo.
La Restricción de Personas en Situación de Residencia fue recibida con la misma división de opiniones que las restantes proclamas de la Oligarquía. En los sectores más acomodados de la ciudad, la gente exclamaba, asintiendo con la cabeza: «¡Oh, qué idea tan ingeniosa!», mientras que, cerca del puerto, decían: «¡Mira con lo que salen ahora estos chiflados!».
Pero Eedap Mun Odim no expresó abiertamente su desazón al regresar a su atiborrada casa de cinco plantas. Sabía que en poco tiempo la policía aparecería por allí para comunicarle que estaba contraviniendo la nueva ley.
Aquella noche, palmeó a sus hijos, aposentó la modesta anatomía junto a la soñolienta masa que tenía por esposa y preparó su mente para el pauk. A ella no le dijo nada, sabedor de que sus exhibiciones de angustia, sus lágrimas, sus idas y venidas de un extremo de la habitación al otro, sus achuchones y besos hidrópicos a los niños, no ayudarían en nada a resolver el problema. Cuando la respiración de la mujer se hizo tan regular como el soplo reparador de la brisa sobre los valles otoñales de Kuj-Juvec, Odim reunió sus recursos internos y se sumergió en esa pequeña muerte que forma la puerta de entrada al pauk.
Los pobres, los agobiados, los perseguidos siempre podían contar con este refugio: el trance del pauk. El pauk permitía la comunicación con aquellos familiares cuya vida en la tierra había acabado. Ni el Estado ni la Iglesia ejercían jurisdicción alguna sobre la región de los muertos. En esa vasta dimensión mortuoria no existía la restricción de personas; tampoco Dios Azoiáxico imperaba allí. Sólo gossis y remotos fessups desaparecían en un ordenado exilio, hundiéndose hacia el sol insomne de la Observadora Original, aquella que acogía en su seno a todos los vivos.
Como una pluma, el alma trémula de Eedap Mun Odim se hundió en busca del gossi de su padre, recientemente retirado del mundo de arriba.
El padre tenía ahora el aspecto de una imperfecta caja dorada. Aunque no era fácil vislumbrarlo a través de la obsidiana de la no existencia, el alma de Odim hizo una serie de reverencias y el gossi respondió con un breve centelleo. Odim expuso sus problemas.
El gossi escuchó, consolándolo con pequeñas pero terribles boqueadas de polvo iridiscente, mientras se comunicaba al mismo tiempo con las sepulcrales legiones de ancestros anteriores. Finalmente, Odim recibió su consejo.
—Hijo bienamado, tus antepasados celebran tu abnegado deber para con los tuyos. La familia ha de apoyarse en la familia, ya que los gobiernos no las comprenden. Tu buen hermano Odirin Nan vive lejos de ti pero también él, como tú, comparte ese profundo sentimiento por nuestra pobre gente. Ve a él. Ve a Odirin Nan.
Luego, un remolino se tragó aquella voz inarticulada. Odim respondió que amaba a su hermano Odirin Nan pero que éste vivía en la lejana Shivenink; ¿no sería, por tanto, mejor cruzar los montes y reunirse con la remota rama familiar que aún vivía en los valles de Kuj-Juvec?
—Aquellos que todavía pueden hablar a través de mí aconsejan no regresar a Kuj-Juvec. La travesía de los montes se vuelve más peligrosa cada mes, según atestiguan los que vuelven. —La tenue estructura relucía aun mientras estaba hablando.—Además, los valles son cada vez más rocosos y el ganado va perdiendo peso. Bienamado, hombre abnegado donde los haya: navega hacia el oeste, busca a tu hermano. Es nuestro consejo.
—Padre, oír la melodía de tu voz es obedecer su música.
Tras tiernas despedidas por ambas partes, el alma de Odim buscó la superficie a través de la obsidiana como una chispa que surca el vacío estrellado; las legiones ancestrales ya no le eran visibles. Después vino el calvario de encontrar un débil envoltorio humano tumbado inerte sobre el colchón, y los esfuerzos por volver a habitarlo.
Odim regresó a su cuerpo mortal debilitado por la excursión pero fortalecido por la sabiduría paterna. A su lado, su ancha mujer continuaba resollando, sumida en un pesado sueño. La abrazó como pudo y se acurrucó en su calidez, como un niño con su madre.
Había quienes —amantes del secreto— se levantaban casi a la vez que Odim se disponía a dormir. Había quienes —amantes de la noche— preferían estar en pie antes del amanecer para aventajar a sus congéneres. Había quienes —amantes del frío— estaban hechos de tal modo que gozaban de las horas muertas en las que la resistencia humana es mínima.
Al dar las tres de la madrugada, el mayor Gardeterark ya se había enfundado sus pantalones de cuero y se afeitaba sin apartar la mirada vigilante de la imagen que le devolvía el espejo.
Al mayor Gardeterark no le interesaba en lo más mínimo aquella tontería del pauk. Se consideraba a sí mismo un racionalista. El racionalismo era su credo, y el de su familia también. No creía en el Azoiáxico —el Desfile Eclesiástico era otra cosa— y menos aún en el pauk. Para el mayor resultaba inconcebible que su pensamiento lo confinase a un umwelt de obsidiana latente al que no atravesaba ninguna luz.
Y ahora, con su navaja de afeitar en mano, reflexionaba sobre cómo fastidiar a los habitantes de Koriantura, así como a su oficial inferior, el capitán Harbin Fashnalgid. Gardeterark estaba seguro de tener motivos familiares racionales para odiar a Fashnalgid, ello sin contar su incompetencia. Porque él era un hombre racional.
En otros tiempos, antes del último invierno Weyr, un gran monarca, probablemente llamado rey Denniss, había gobernado Sibornal. El rey Denniss tenía su corte en el Antiguo Askitosh y solía retirarse a las grandes edificaciones conocidas hoy como Palacios de Otoño. Así rezaba la leyenda.
El monarca había reunido en su corte a los hombres más sabios de todo el planeta. Además, había luchado por la supervivencia de Sibornal a lo largo de los umbrosos siglos del Gran Invierno, y cruzó los mares lanzando contra Pannoval una fuerza invasora.
Los sabios del rey habían compilado catálogos y enciclopedias, nombrando, clasificando, ordenando todo aquello que tuviera vida menos el mundo vago y latente de los muertos, en deferencia a la Iglesia de la Paz Formidable.
Luego, la muerte del rey Denniss había inaugurado un largo período de confusión. Entonces llegó el invierno. En un intento por gobernar el continente sobre una base racional y científica, como había propuesto el rey Denniss, las grandes familias de las siete naciones sibornalesas se fundieron en una Oligarquía, cuyos estudiosos fueron enviados allende los mares a iluminar a los nativos de Campannlat y aun a tierras tan lejanas como el antiguo centro cultural de Keevasien, al sudoeste de Borlien.
Durante el otoño del Gran Año actual la Oligarquía había producido uno de sus decretos más inspirados, referido a la modificación del calendario de Sibornal. Con anterioridad, las naciones sibornalesas —excepción hecha de regiones apartadas corno el Alto Hazziz— se habían atenido a la fórmula «año tal después de la coronación de Denniss», que finalmente fue abolida por la Oligarquía.
De allí en adelante, los años pequeños se contarían según el método astronómico, es decir, a partir del año pequeño en que Heliconia y su estrella más débil, Batalix, se encontraban más alejados de Freyr: en otras palabras, desde el año del apastrón.
En cada Gran Año cabían 1.825 años pequeños, cada uno de los cuales contaba con 480 días. El año actual, el de la incursión de Asperamanka en Chalce, era el 1308 Después del Apastrón. Gracias a este sistema astronómico, nadie podía olvidar en qué momento se encontraba con respecto a las estaciones. Era un método racional.
Así pues, el mayor Gardeterark terminó racionalmente de afeitarse, secó su rostro y comenzó a cepillarse de manera racional su formidable dentadura: tantas pasadas por delante de cada diente, tantas otras por detrás.
La modificación del calendario, no obstante, había alarmado a los campesinos. Pero la Oligarquía sabía lo que hacía. Se volvió secretista; generaba secretos. De pronto sus agentes estaban por todas partes. Durante el otoño había creado y desarrollado una policía secreta que se encargaba de velar por sus intereses. Su líder, el Oligarca, se fue convirtiendo paulatinamente en un personaje secreto, en una entelequia, una leyenda oscura que planeaba sobre Askitosh, mientras que el rey Denniss —al menos según la leyenda— había sido un monarca bien visible y querido por el pueblo.
Todos los actos y edictos de la Oligarquía contaban Con una justificación racional. Pero el racionalismo podía ser una filosofía cruel en manos de gente como Gardeterark que, gracias a ella, tenía buenas razones para importunar a la gente. Cada noche, durante el rancho, bebía ala salud del racionalismo, hundiendo sus enormes dientes en la concavidad de la copa mientras el licor bajaba por su garganta.
Cuando terminó de acicalarse, dejó que su asistente lo ayudase a calzarse las botas y a enfundarse el chaquetón. Y así vestido, con su indumentaria racional, salió a las heladas calles que esperaban el alba.
Su oficial inferior, el capitán Harbin Fashnalgid, no era racional, pero bebía.
El capitán había empezado a beber por puro hábito social y al unísono con otros jóvenes subalternos. A medida que crecía en Fashnalgid el odio hacia la Oligarquía, crecía asimismo su necesidad de beber. Pero en ocasiones la cosa escapaba a su control.
Una noche en que Fashnalgid había estado bebiendo y leyendo pacíficamente, al margen de sus camaradas, en el casino de oficiales allá en Askitosh, un impetuoso capitán de nombre Naipundeg se había detenido junto a su silla y había plantado la fusta del hoxney sobre su libro abierto.
—¡Siempre leyendo, Harbin, viejo perro insociable! Porquerías, me imagino…
Cerrando el volumen, Fashnalgid había respondido con su voz monocorde:
—No creo que sea una obra con la que te hayas tropezado, Naipundeg. Es una historia de la arquitectura sacra a través de los siglos. Lo encontré días atrás en una cuadra. Fue impreso hace cientos de años y habla de secretos prácticamente olvidados. Cómo conformarse, por ejemplo. Si te interesa.
—No, para ser franco, no me interesa. Suena terriblemente aburrido.
Fashnalgid se irguió y escondió el librito en un bolsillo del uniforme. Alzó su copa y la vació hasta la última gota.
—Hay cada alcornoque en nuestro regimiento… Nunca he llegado a conocer a nadie interesante aquí. No te importa que lo diga, ¿verdad? Supongo que te sentirás orgulloso de ser un alcornoque. Encontrarías aburrido cualquier libro que no hable de porquerías, ¿verdad?
Oscilaba ligeramente. Naipundeg, bastante bebido también, se puso a rugir de rabia.
Entonces, Fashnalgid vomitó todo su odio hacia la Oligarquía y hacia su desmedida sed de poder.
Naipundeg se echó al gaznate otro trago de fuerte aguardiente y lo retó a duelo. Se nombraron segundos, que separaron a los duelistas y los arrastraron a los fondos del casino.
Allí volvió a iniciarse la trifulca. Los dos oficiales lograron zafarse del abrazo de sus segundos y abrieron fuego rabiosamente.
La mayoría de los disparos había errado por mucho el blanco.
Excepto uno.
Ese proyectil había alcanzado a Naipundeg en plena cara, le había destrozado el pómulo y, tras penetrar por la cuenca del ojo izquierdo, había salido por la tapa trasera del cráneo.
En aquella sociedad de corte militar, Fashnalgid pudo hacer pasar el incidente por un acto de caballerosidad en defensa del honor de una mujer. La corte marcial, presidida por el Sacerdote Militante Asperamanka, zanjó la cuestión sin mucho trámite. Naipundeg era un oficial de Bribahr de escasa popularidad entre sus pares y Fashnalgid quedó fácilmente exonerado de culpa. Sin embargo, su conciencia no lo dejaba tranquilo: había matado a un camarada de armas. Y cuanto menos lo culpaban sus compañeros de cogorzas, más culpable se sentía él.
Pidió un permiso y fue a visitar las tierras de su padre en la ondulada campiña al norte de Askitosh. Allí intentó reformarse, ser menos propenso a las mujeres y el alcohol. Los padres de Harbin ya rayaban la senilidad, aunque, como siempre habían hecho durante los últimos cuarenta años o más, ambos recorrían diariamente los campos y las edificaciones de madera.
La administración de la hacienda corría a cargo de los dos hermanos menores de Harbin, a quienes ayudaban sus mujeres. Los hermanos, dos hombres listos, aprovechaban el grano más basto cuando las cosechas finas fallaban, seleccionaban semillas de crecimiento rápido, plantaban retoños resistentes al frío bajo aquellos árboles a los que azotaban los vientos más fuertes o levantaban firmes cercas para mantener a raya las manadas de flambregs que bajaban del norte a merodear. Hoscos phagors trabajaban a sus órdenes.
Estas tierras habían sido para el pequeño Harbin lo más parecido al paraíso. Ahora sólo sentía rechazo por ellas. Sabedor del esfuerzo que requería mantenerlas a flote bajo la amenaza de un clima cada vez más crudo, renunciaba gustoso a su parte. Por las mañanas, en lugar de acompañar a sus hermanos al campo, prefería prolongar las repetitivas charlas con su padre para después retirarse a la biblioteca, donde hojeaba de mala gana los viejos volúmenes que tiempo atrás habían hecho sus delicias y se permitía de tanto en tanto un trago ocasional.
A menudo, Harbin Fashnalgid se afligía pensando en su ineficiencia. Le costaba mucho ejercer su voluntad. Era demasiado modesto corno para reparar en la cantidad de gente, mujeres sobre todo, que lo apreciaban precisamente por eso. Quizá, de haber vivido en una época más benévola, habría gozado de un éxito abrumador.