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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (4 page)

Hasta el más sencillo de los campesinos era consciente de que el clima empeoraba progresivamente. Había otros signos de que ello era así, signos no climáticos quizá pero en cambio más claros. Otra vez se extendía la peste conocida como la Muerte Gorda. Los ancipitales o phagors, como se los llamaba normalmente, empezaban a oler la cercanía de aquellas estaciones en las que se hallaban más a gusto, cuando las condiciones se aproximaban a su estado original. Durante el verano y la primavera, estas desgraciadas criaturas habían debido sufrir bajo la supremacía humana: ahora que el gélido final del Gran Año estaba cercano y el número de hombres comenzaba a disminuir, los phagors aprovecharían la oportunidad de volver a reinar…, a menos que la humanidad se uniera para impedírselo.

Existían importantes poderes en el planeta, poderes capaces de movilizar a las masas. Uno de ellos se asentaba en Pannoval; el otro, aún más severo, tenía su sede en la capital sibornalesa de Askitosh. No obstante, esos poderes estaban ahora ocupados en confrontarse.

De modo que los colonos sibornaleses de Isturiacha se preparaban para el sitio mientras esperaban ansiosamente la llegada de refuerzos desde el norte. Y los cañones de Pannoval y sus aliados apuntaban sus bocas hacia Isturiacha.

Tanto en el frente como en la retaguardia de la fuerza mixta pannovalense reinaba cierta confusión. El anciano Mariscal en Jefe a cargo del avance no había podido impedir a las unidades que habían saqueado otros emplazamientos sibornaleses que se encaminasen de vuelta a Pannoval con sus botines. De manera que se había convocado a otras unidades para reemplazarías. Mientras tanto, la artillería situada detrás de los muros del asentamiento había empezado a bombardear las líneas pannovalenses.

Broom. Broom. Las breves explosiones alcanzaron el contingente de Randonan, procedente del sur del Continente Salvaje.

Muchas eran las naciones representadas en las filas de la fuerza expedicionaria pannovalense. Había feroces escaramuzadores de Kace, que marchaban, dormían y luchaban con sus phagors desastados; fornidos hombres de Brasterl, de pétreo rostro, con sus faldas de las Barreras Occidentales; tribus de Mordriat, con sus vivarachos timoroones domesticados; sin olvidar un importante batallón de Borldoran, la Monarquía conjunta de Oldorando-Borlien, el aliado más poderoso de Pannoval. Entre éstos, unos pocos ostentaban la estampa de quien ha sufrido la Muerte Gorda y ha logrado sobrevivir.

Los borldoranos habían cruzado los montes Quzint por pasos elevados y ventosos a fin de reunirse con sus aliados. Algunos habían enfermado y regresado a casa. La fuerza restante, fatigada, descubría ahora que su acceso al río estaba bloqueado por las unidades precedentes, viéndose impedida de refrescar a sus monturas.

La discusión se fue elevando de tono mientras no lejos de allí explotaban los obuses lanzados desde Isturiacha. El comandante del batallón borldorano se apresuró a presentar su queja al Mariscal en Jefe. Se trataba de un hombre vivaz, joven para su rango, con un mostacho militar y la espalda cóncava, que respondía al nombre de Bandal Eith Lahl.

Con él fue su joven y bella esposa, Toress Lahl. Ella era médica y también tenía una queja que presentar al anciano Mariscal, una queja acerca del miserable nivel de higiene. Caminaba discretamente detrás de su esposo, detrás de aquella rígida espalda, lamiendo el suelo con sus faldas.

Al llegar a la tienda del Mariscal, un edecán con cara de disculpa salió a su encuentro.

—El Mariscal está indispuesto, señor. Lamenta no poder recibirlo y espera poder oír su queja en otra ocasión.

—¡En otra ocasión! —exclamó Toress Lahl—. ¿Es ésa una expresión digna de un soldado en campaña?

—Dígale al Mariscal que si es así como piensa —dijo Bandal Eith Lahl—, nuestras fuerzas podrían no vivir hasta la siguiente ocasión.

Hizo un serio esfuerzo por tirar del mostacho antes de girar sobre sus tacones. Su esposa lo siguió de regreso a sus líneas… para descubrir al llegar que también los borldoranos estaban bajo el fuego de Isturiacha. Toress Lahl no fue la única en divisar las ominosas aves que comenzaban a sobrevolar la llanura.

Las gentes de Campannlat nunca planificaban las cosas con la misma eficiencia que los de Sibornal. Ni eran tan disciplinados. No obstante, su expedición estaba bien planeada. Los oficiales y sus hombres habían partido con buen ánimo, convencidos de su justa causa. El ejército del norte debía ser echado del continente del sur.

Pero ahora ya no estaban tan animados. Algunos de los hombres que habían traído a sus mujeres consigo estaban haciendo el amor, temerosos de que aquélla fuera su última oportunidad para disfrutar de este placer. Otros, en cambio, se dedicaban a la bebida. También los oficiales parecían perder el anhelo por las causas justas. Isturiacha no era una ciudad digna de ser tomada: dentro habría poco más que algunos esclavos, robustas mujeres y utensilios agrícolas.

El alto mando también se encontraba deprimido. El Mariscal en Jefe había recibido noticias de que phagors salvajes bajaban del Alto Nyktryhk, ese gran conglomerado de montañas, para hacerse con los llanos; como resultado, el Mariscal había sufrido un acceso de tos.

La sensación general era que Isturiacha sería destruida cuanto antes, y con el menor riesgo posible. Luego todos podrían regresar a la seguridad del hogar.

Pero aquélla era sólo la sensación general. El más débil de los soles, Batalix, despuntó nuevamente, añadiendo un siniestro elemento a la escena.

Un ejército sibornalés se acercaba desde el norte.

Bandal Eith Lahl subió de un salto a un carro para apuntar su catalejo hacia las lejanas formaciones enemigas, aún borrosas a la luz del nuevo día.

Llamó a un mensajero.

—Ve inmediatamente hasta la tienda del Mariscal. Que se levante, sea como sea. Explícale que todo nuestro ejército debe arrasar Isturiacha antes de que lleguen los refuerzos del norte.

El asentamiento de Isturiacha marcaba el límite meridional del gran istmo de Chalce, que conectaba el continente ecuatorial de Campannlat con el continente norteño de Sibornal. La cordillera de Chalce recorría su flanco oriental. Ir de un continente a otro implicaba una jornada entera de marcha a través de una reseca estepa que se extendía a la sombra de las montañas del este desde la septentrional Koriantura, a salvo en Sibornal, hasta la peligrosa Isturiacha.

La agricultura mixta practicada por los campannlatianos no cuajaba en las estepas y, por tanto, sus dioses no tenían dónde echar raíces. Nada de lo que creciese en aquella helada región podía ser bueno para el Continente Salvaje. Cuando el fresco viento matutino dispersó la bruma, las columnas de hombres podían contarse. Se desplazaban por las ondulantes colmas al norte del asentamiento, bordeando el río por las sendas que el día anterior habían seguido los rebaños de arangs. Las aves que planeaban por encima de las fuerzas pannovalesas bien podían, con un mero ajuste de la punta de sus alas, cernirse sobre los recién llegados en cuestión de minutos.

El indispuesto Mariscal pannovalés fue ayudado a salir de la tienda y se orientó su mirada hacia el norte. El viento frío hizo que sus ojos se cubriesen de lágrimas; él se las secó distraídamente mientras observaba el avance enemigo. Con voz cascada, susurró sus órdenes al ceñudo edecán.

Lo más sorprendente de la fuerza que avanzaba era el orden con que lo hacía, un orden imposible de hallar en los ejércitos del Continente Salvaje. La caballería sibornalesa se movía a paso regular, protegiendo a la infantería. Esforzadas tropillas tiraban de las piezas de artillería, mientras los vagones de municiones intentaban mantenerse a la par. Detrás venían los carros de equipajes y las cocinas de campaña, con su metálico bullicio. Más y más columnas llenaron el monótono paisaje, serpenteando hacia el sur como si pretendiesen imitar al perezoso río. Entre los hombres de Campannlat, ninguno dudó un solo instante de la procedencia de aquellas columnas ni de sus oscuras intenciones.

El edecán del anciano Mariscal transmitió la primera orden. Tropas y auxiliares, cualquiera que fuese su credo, debían rezar por la victoria de Campannlat en el próximo enfrentamiento, dedicándose a ello cuatro minutos.

En otros tiempos, Pannoval no sólo había sido una gran nación sino también una gran potencia religiosa, y la palabra de su C'Sarr dominaba una parte sustancial del continente. Algunos estados vecinos habían sido reducidos a la satrapía bajo el dominio de la ideología pannovalesa. Sin embargo, cuatrocientos setenta y ocho años antes del combate de Isturiacha el Gran Dios Akhanaba había sido destruido en un ya legendario duelo. El Dios había abandonado el mundo en una columna de llamas, llevándose consigo al rey de Oldorando y al último C'Sarr, Kilandar IX.

Las creencias religiosas se atomizaron desde entonces en una miríada de pequeños credos. En el presente año de 1308, según el calendario sibornalés, Pannoval era conocido como el País de los Mil Cultos. Como resultado de ello, la vida de sus habitantes se había vuelto más incómoda, más impredecible. Ahora, en este momento crítico, se convocaba a todas las divinidades menores y cada hombre rezaba por su propia supervivencia.

La tropa recibió su ración de aguardiente y los oficiales comenzaron a arengar a sus hombres para la lucha.

Clarines distribuidos por toda la llanura desgranaban los compases de «Puestos de Combate». Se impartieron órdenes de atacar Isturiacha de inmediato y arrasarla antes de que llegasen los refuerzos del norte, por lo que una brigada de fusileros inició el cruce del puente con redoblado empeño, haciendo caso omiso de los obuses disparados desde el asentamiento.

Algunos reclutas de Campannlat aglutinaban familias enteras a su alrededor. Hombres armados con rifles eran seguidos por mujeres con cazos, y a estas mujeres las seguían a su vez niños con problemas de dentición. Junto al tañido militar de las bayonetas y cadenas se oía el percutir de sartenes, así como luego el llanto de los destetados se confundiría con el griterío de los heridos. En su avance, los pies pisaban hierba y osamentas.

A la acción marchaban tanto aquellos que habían rezado como los que descreían de las plegarias. El instante había llegado. La tensión era palpable. Tendrían que luchar. Temían que la muerte los llevara ese preciso día a pesar de haber recibido el don de la vida por azar y de que el azar aún podía evitarles esa muerte. El azar y el ingenio.

Paralelamente, el ejército del norte aceleraba su marcha hacia el sur. Un ejército de estricta disciplina, con bien pagados oficiales y subordinados perfectamente instruidos. Las cornetas vibraban, los tamborileros marcaban el paso con precisión. Al viento caracoleaban las distintas banderas de las naciones de Sibornal.

Había tropas de Loraj y Bribahr; tribus de Carcampan y Hombres del primitivo Alto Hazziz, que marchaban con sus orificios corporales tapados para que no los penetrasen los malos espíritus de las estepas; una brigada santa de Shivenink; harapientos montañeros de Kuj-Juvec; y, por supuesto, numerosas unidades de Uskutoshk. Todos ellos unidos bajo la autoridad de un hombre de negras cejas y ojos oscuros, Devit Asperamanka, el insigne Arcipreste Militante, que en su cargo aunaba Iglesia y Estado.

Junto con estas naciones se desplazaban penosamente tropas de phagors, duros, hoscos, astados, agrupados en pelotones, con sus armas de combate.

En total, la fuerza sibornalesa se elevaba a unos once mil hombres. Procedente de Sibornal, había atravesado las estepas que se extendían como un arrugado felpudo ante Campannlat. Traían órdenes de Askitosh de defender lo que había quedado en pie de la cadena de asentamientos y golpear duramente al tradicional enemigo sureño, que contaba con escasos recursos y lo último en artillería.

Ya hacía un pequeño año que se había organizado la fuerza punitiva. A pesar de aparecer ante el mundo sin fisuras internas, Sibornal no estaba exento de ellas, ni de rivalidades entre sus naciones, ni siquiera de enfrentamientos al más alto nivel. Incluso la elección del comandante se había rodeado de cierta indecisión. Varios oficiales habían rondado el cargo antes del nombramiento de Asperamanka, algunos de ellos designados por el Oligarca en persona. Durante este período, los asentamientos que la expedición supuestamente debía proteger y reabastecer habían caído en manos de Pannoval.

La vanguardia del ejército de Sibornal se encontraba aún aproximadamente a una milla de las murallas circulares de Isturiacha cuando la primera oleada de la infantería pannovalesa logró introducirse en el poblado. Demasiado pobre como para contar con una guarnición de soldados, a Isturiacha la defendían como podían los propios colonos. La victoria de Campannlat parecía fácil. Sin embargo, y desafortunadamente para la fuerza atacante, había allí un puente.

Pronto se organizó un alboroto en la orilla sur. Dos unidades rivales y un escuadrón de caballería randonanés pretendían cruzar el puente al mismo tiempo. Se esgrimieron razones de preferencia. La discusión tomó visos de refriega. Un yelk resbaló y se precipitó al río con su jinete. Chocaron sables de kaci con chafarotes randonaneses y se oyeron disparos.

Otras tropas intentaron cruzar el río mediante cordadas, pero la profundidad de las aguas y su potencia las disuadieron.

La confusión suscitada en torno al puente sumió en un conflicto mental a sus protagonistas, a excepción quizá de los kaci, para quienes las batallas no eran más que un pretexto para consumir grandes cantidades de pabowr, su traicionera bebida nacional. Esta incertidumbre general generó algunas desventuras aisladas. Dos artilleros murieron al explotar un cañón. Un yelk herido y desenfrenado embistió a un teniente de Matrassyl. Un oficial de artillería cayó desde su montura al río; una vez devuelto a tierra, su cuerpo mostraba signos de una enfermedad inconfundible.

—¡La peste! —El rumor se extendió vertiginosamente.—¡La Muerte Gorda!

Para quienes participaban en las operaciones, estos terrores eran tan reales como imprevistas las situaciones, a pesar de que escaramuzas similares ya habían tenido lugar en este sector de la planicie del norte de Campannlat.

Al igual que en anteriores ocasiones, las cosas siguieron un curso distinto al esperado. Isturiacha no cayó en manos de sus atacantes tan vertiginosamente como estaba previsto. Los aliados de la fuerza meridional se vieron envueltos en disputas internas. Quienes debían atacar el asentamiento fueron a su vez atacados y pronto se desarrolló en el lugar una desorganizada y pertinaz batalla. Silbaban las balas, las bayonetas centelleaban.

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