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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (7 page)

El tenso nubarrón que campeaba en el entrecejo de Asperamanka se había oscurecido mientras éste hablaba.

Los ancianos se miraron. Luego, dijeron los tres a la vez:

—El poder de Pannoval caerá otra vez sobre nosotros.

—Nosotros rezamos/rezando cada día para que vuelva el buen tiempo.

—Sin una guarnición nosotros inevitable/vamos/muriendo.

Quizás haya sido el uso del arcaico futuro fatalista lo que hizo a Asperamanka fruncir aún más el ceño. Su rostro rectangular pareció estrecharse. Mantenía la vista clavada en la mesa y los labios sellados, y asentía levemente como si estuviera cerrando un taimado pacto consigo mismo.

El teniente Luterin Shokerandit estaba sentado en los sitios de honor junto a Asperamanka, que así lo había dispuesto con el fin de cubrirse tal vez de parte de la gloria del joven oficial. El Arcipreste Militante se volvió hacia Shokerandit y le preguntó:

—Luterin, ¿qué respuesta te dignarías/dando a la petición de estos ancianos, en alto dialecto o en lo que fuese?

Shokerandit era consciente del riesgo que corría.

—Puesto que la petición no proviene de tres gargantas, sire, sino de las de todo Isturiacha, no me creo capaz de dar con la respuesta adecuada. Sólo tu experiencia, sire, puede hacerlo.

El sacerdote-soldado elevó su mirada hacia las vigas y las largas sombras del techo y se rascó el mentón.

—Sí, podría decirse que la decisión es mía, en nombre de la Oligarquía. Por otra parte, podría decirse que Dios ya ha decidido. El Azoiáxico me dice que ya no podemos mantener este asentamiento, ni los que se encuentran más al norte. —Sire…

Al dirigirse a los ancianos, una espesa ceja triangular estiró el rostro rectangular de Asperamanka.

—Las cosechas menguan año tras año a pesar de los rezos y oraciones. Esto nadie puede negarlo. En otro tiempo, en los asentamientos del sur se cultivaban vides. Ahora, a duras penas podéis cosechar cebada y patatas mohosas. Isturiacha era nuestro orgullo; hoy es nuestro punto débil. Será mejor abandonar el asentamiento. De aquí a dos días, cuando el ejército se retire, todos deberán haberlo evacuado. No existe otro modo de evitar el hambre o la anexión a Pannoval.

Dos de los ancianos tuvieron que sostener al tercero. Una oleada de consternación se extendió sobre quienes habían podido seguir la conversación. Una mujer corrió hacia el Arcipreste Militante y se aferró a sus botas manchadas de lodo. Gritaba que había nacido en Isturiacha, y también sus hermanas; que no podían pensar en abandonar su hogar.

Asperamanka se puso de pie y dio algunos golpes de atención sobre la mesa. Se hizo el silencio.

—Que esto quede claro para todos. Recordad que mi rango me permite, no, me obliga a hablar tanto en nombre de la Iglesia como del Estado. No hemos de hacemos falsas ilusiones. Somos un pueblo práctico y sé que terminaréis por aceptarlo. Nuestro Señor, el que existió antes de la vida y en torno al cual gira toda vida, ha dispuesto para nuestra generación un camino pedregoso. Que así sea. Alegrémonos de poder recorrerlo, pues ésa es su voluntad.

»Los valerosos soldados que esta noche festejan junto a vosotros, estos bravos representantes de todas nuestras ilustres naciones, han de emprender el camino del norte casi de inmediato. Si el ejército no se pusiera en movimiento, la falta de forraje acabaría con él. Y si permaneciese aquí, en Isturiacha, os arrastraría rápidamente a la hambruna. Como granjeros, debéis comprender la situación. No se trata de nuestros designios sino de los de Dios y la naturaleza Nuestra intención original era la de seguir presionando hasta conquistar Pannoval, así nos lo había encomendado el Oligarca En cambio, nos vemos obligados a regresar a casa Dentro de dos días, m uno más ni uno menos.

Uno de los ancianos preguntó —¿Por qué este repentino cambio de planes, Sacerdote Militante, cuando tuya era la victoria?

Una sonrisa horizontal se abrió paso en el rostro rectangular de Asperamanka Alrededor, unos rostros grasientos aguardaban sus palabras, que su sabio instinto de predicador aconsejó retener todavía un poco.

—Sí, nuestra fue la victoria, y por ella agradecemos al Azoiáxico, pero no así el futuro La historia se opone a nosotros Los asentamientos del sur, con cuyo apoyo y abastecimiento contábamos, fueron barridos por un enemigo salvaje El clima se deteriora más aprisa de lo que suponíamos, basta observar cuan poco se eleva Freyr últimamente Mi conclusión es que Pannoval, ese agujero pagano, está demasiado lejos para intentar una victoria y lo bastante cerca como para sufrir una derrota De continuar allí, ninguno de nosotros podría regresar aquí.

»La Muerte Gorda avanza desde el sur Ya la tenemos entre nosotros. No hay guerrero, por valiente que sea, que no le tema Nadie está dispuesto a luchar con semejante compañero a su lado.

»De modo que nos inclinamos humildemente ante la naturaleza y regresamos a casa a informar de nuestra victoria al Oligarca en Askitosh Nos marcharemos, como he dicho antes, dentro de cincuenta horas Contáis con ese tiempo, colonos, empleadlo bien Una vez transcurrido, aquellos de vosotros que hayáis decidido volver a Sibornal con vuestras familias seréis bienvenidos y gozaréis de la protección del ejército.

»Quienes prefieran permanecer en Isturiacha, pueden hacerlo y morir aquí Sibornal no regresará hasta aquí No puede hacerlo Así que, sea cual sea vuestra decisión, tenéis cincuenta horas para tomarla. Dios os bendiga a todos.

Unos dos mil colonos, entre hombres, mujeres y niños, vivían en el asentamiento, y la mayoría de ellos había nacido allí No conocían otra vida que la del duro campo y, en el caso de los hombres más privilegiados, la de la caza Los espantaba la idea de tener que abandonar sus hogares, temían el largo viaje a través de las estepas hasta Sibornal, recelaban incluso de cómo serían recibidos en la frontera.

De todos modos, cuando los ancianos plantearon la cuestión durante una reunión en la iglesia, la mayor parte de ellos decidió marchar. De año pequeño en año, el clima venía deteriorándose, con mínimas variaciones, hacía ya más tiempo del que muchos podían recordar Cada año las comunicaciones con la patria septentrional se volvían más frágiles, y más cercanas las amenazas del Sur.

El campamento se cubrió de lágrimas y lamentaciones Todo había acabado Debían abandonar aquello por lo que habían luchado.

En cuanto salió Batalix, los esclavos corrieron al campo a recoger todo cuanto pudieran aprovechar de las cosechas, mientras en las casas se empacaban los enseres de valor Hubo alguna riña entre los que pretendían seguir al ejército y un pequeño grupo dispuesto a quedarse a toda costa, según estos últimos, los cultivos debían permanecer intactos.

Tres clases de esclavos habían sido enviados a cosechar el campo Estaban los phagors, desastados, que eran medio esclavos, medio bestias de carga, luego, los esclavos humanos, por último, los esclavos de origen no humano, que solían ser Madis o, mas raramente, Driats. Tanto unos como otros, ya fueran machos o hembras, humanos o no humanos, eran considerados personas sin honra. Eran muertos sociales.

Tener esclavos era signo de jerarquía, cuantos más esclavos, más jerarquía. Los numerosos sibornaleses que no los poseían miraban con envidia a sus compatriotas más afortunados, y soñaban con tener algún día al menos un phagor. En épocas más benignas, los esclavos de las ciudades de Sibornal habían gozado de cierta ociosidad, como si de animales domésticos se tratara; en los asentamientos, sin embargo, esclavos y colonos sudaban codo con codo. Con el endurecimiento de los tiempos, la actitud de los amos fue cambiando y, salvo en contadas ocasiones, los esclavos pasaron a ser mera fuerza de trabajo. En cuanto a los del asentamiento, no bien habían vuelto del campo ya estaban construyendo carretas y ocupándose de tareas insólitas para ellos.

Cuando se hubo agotado el plazo estipulado por el Arcipreste Militante, sonaron toques de clarín y se pidió a la gente que se reagrupase fuera del perímetro del asentamiento.

Los intendentes del ejército sibornalés habían dispuesto cocinas de campaña desde donde comenzaban a repartir el pan recién horneado para el largo trayecto de vuelta. Tras una conferencia, los comandantes anunciaron que aquellos colonos que acompañasen al ejército debían liquidar a sus esclavos o liberarlos, para así reducir el número de bocas que alimentar. Esta orden no incluía a los ancipitales, que podían servir como bestias de carga y se agenciaban su propio sustento.

—¡Piedad! —gritaban esclavos y amos. Los phagors permanecieron inmóviles.

—Acabemos con los phagors —dijeron algunos hombres con amargura.

Otros, recordando la historia antigua, repusieron:

—En el pasado ellos fueron nuestros amos…

Pero los colonos estaban sometidos ahora a la ley marcial. Las protestas no sirvieron de nada. Sin sus esclavos, muchos propietarios serían incapaces de llevar consigo todos sus bienes. No obstante, los esclavos ya no contaban. Su utilidad había expirado.

Más de mil esclavos serían masacrados en un viejo cauce seco del río, a escasa distancia de Isturiacha. Sus cuerpos fueron enterrados sin oficio alguno por los phagors, mientras bandadas enteras de pájaros carroñeros, posados en las vallas cercanas, esperaban su oportunidad. El viento volvió a soplar como antes.

Un terrible silencio sucedió al griterío.

Asperamanka, de pie, observaba la ceremonia. Una de las colonas pasó llorando junto a él. Compadecido, posó su mano sobre el hombro de la mujer.

—Bendita seas, hija mía. No te aflijas.

Ella lo miró sin ira pero con el rostro excavado por las lágrimas.

—Yo quería a mi esclavo Yuli. ¿Acaso no es humano afligirse?

A pesar del edicto, numerosos esclavos salvaron sus vidas, sobre todo aquellos que cumplían funciones sexuales. Se les cambió de aspecto y así, disimulados, se integraron a las familias para el viaje. Por su parte, Luterin Shokerandit perdonó a su cautiva, agenciándole unos pantalones y un gorro de piel como disfraz. Sin mediar palabra, la joven disimuló su largo cabello castaño en el interior del gorro y fue a situarse junto al yelk de Luterin, riendas en mano.

Comenzaron a formarse las columnas, preparadas para marchar.

Mientras se cargaban carros más allá de su capacidad y se acomodaba a los heridos, seis rebaños de arangs aprovecharon la confusión para huir y, escalando los muros, se alejaron pradera abajo con sus perros. Habían ganado el derecho a una vida libre y salvaje.

Asperamanka, solo junto a su yelk negro, estaba sumido en sus oscuros pensamientos. Luego, mandó llamar a Luterin Shokerandit.

La inquietud de Luterin traslucía cierta inmadurez.

—¿Tienes un par de hombres de confianza con buenas monturas, teniente? ¿Dos hombres capaces de viajar de prisa? Quisiera que las noticias de nuestra victoria llegasen al Oligarca lo antes posible. Antes de que se entere por otras fuentes. —Podría encontrarlos, sí. Los de Kharnabhar somos magníficos jinetes.

Como si la idea lo fastidiase, Asperamanka arrugó el ceño. Luego extrajo una cartera de cuero, que sostuvo bajo uno de sus brazos.

—Tus dos hombres de confianza deben llevar este mensaje hasta la ciudad fronteriza de Koriantura. Desde allí, un agente mío lo entregará al Oligarca en persona. La responsabilidad de tus hombres acaba en Koriantura, ¿entendido? Avísame cuando estén listos.

—Así lo haré, sire.

Una mano enguantada de azul puso la cartera en manos de Shokerandit. Estaba sellada con el emblema del Arcipreste Militante e iba dirigida al Supremo Oligarca de Sibornal, Torkekanzlag II, en Askitosh, Ciudad Capital de Uskutoshk.

Shokerandit escogió a dos jóvenes de su confianza, a los que conocía bien y que en Shivenink eran como hermanos. Éstos dejaron a sus camaradas y a sus guerreros phagor y montaron a pelo en dos yelks, sin más equipaje que una saca de provisiones y agua. En menos de una hora ya habían partido a campo traviesa, cabalgando hacia el norte con el mensaje para el temido Oligarca.

Pero el Oligarca de Sibornal, señor de su vasto y desolado continente, tenía espías por todas partes. Y uno de ellos, un hombre situado en el entorno del Arcipreste Militante Asperamanka, ya había salido en la misma dirección con anterioridad portando noticias del enfrentamiento, dado el interés particular que tenía el Oligarca en conocer la evolución de la peste hacia el norte.

Había llegado el momento de la despedida. La travesía de regreso a Sibornal se inició en un desorden considerable. Todas las unidades se pusieron en marcha con sus carromatos, sus animales de refresco, sus phagors y su armamento, y el estrépito se adueñó del llano. El ejército desandaba el camino por el que pocos días atrás había llegado. En cuanto a los colonos que dejaban Isturiacha, muchos de ellos por primera vez en su vida, avanzaban en caótica procesión, cargados de niños y de los bártulos que no cabían en sus atiborrados carros.

Con lágrimas en los ojos se despedían de aquellos que habían tomado la decisión de quedarse. Las siluetas de estos exiliados se recortaban rígidas contra los muros del asentamiento, con sus brazos levantados a modo de saludo. Atesoraban dentro de ellos la conciencia de haber escogido el papel más honroso, de ser capaces de desafiar su destino; pero eran también conscientes de que los elementos se pondrían cada vez más contra ellos. En adelante no contarían con ninguna otra defensa que la misericordia del Azoiáxico y su propia habilidad para sortear las dificultades.

Luterin Shokerandit ocupaba la cabecera de la milicia de Shivenink, sabedor de que su estatura había cambiado desde que había recorrido esta misma senda por última vez. Ahora era un héroe. Su cautiva, Toress Lahl, disfrazada bajo el gorro y los pantalones de montar, iba a la grupa de su yelk, cogida de su cinto. Todavía ardía la muerte del esposo en el interior de la joven; por tanto, cabalgaba en silencio.

A Toress Lahl, ensimismada en su dolor, el yelk no parecía inquietarla. Aunque dócil, el aspecto de la bestia era feroz. Unos cuernos rizados emergían de sus crines hirsutas, y sus ojos, escudados bajo gruesos párpados, le otorgaban una expresión vigilante. Quizá, como sugería su pesado labio inferior colgante, albergara un profundo desprecio por la parte de historia humana que le había tocado presenciar.

El asentamiento, a la cola de la procesión, fue disminuyendo de tamaño. Enseguida se sucedieron, en agotadora serie, varios valles similares. Al soplar, el viento extraía susurros de la hierba.

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