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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

Harry Potter. La colección completa (386 page)

—Tengo que llevarte a la enfermería. Quizá te queden cicatrices, pero si tomas díctamo inmediatamente tal vez te libres hasta de eso. Vamos…

Lo ayudó a llegar hasta la puerta y se dio la vuelta para decir con voz colérica:

—Y tú, Potter… espérame aquí.

A Harry ni se le pasó por la cabeza desobedecer al profesor. Se levantó poco a poco, temblando, y contempló el empapado suelo. Había manchas de sangre que flotaban como flores rojas en los charcos. Ni siquiera tuvo valor para pedirle a Myrtle
la Llorona
que se callara, mientras ella seguía regodeándose con sus gemidos y sollozos.

Snape regresó diez minutos más tarde. Entró en el lavabo y cerró la puerta.

—Vete —le ordenó a Myrtle.

La niña se zambulló al punto en el retrete, dejando tras de sí un tenso silencio.

—No lo he hecho a propósito —se excusó Harry enseguida. Su voz resonó en el frío y húmedo lavabo—. No sabía qué efecto tenía ese hechizo.

Pero el profesor no estaba para oír disculpas.

—Ya veo que te subestimaba, Potter —dijo con calma—. ¿Quién hubiese imaginado que conocías semejante magia oscura? ¿Quién te ha enseñado ese hechizo?

—Lo leí… en un sitio.

—¿Dónde?

—En… en un libro de la biblioteca. No recuerdo cómo se titu…

—Mentiroso —le espetó Snape.

A Harry se le secó la garganta. Sabía qué iba a hacer Snape y nunca había sido capaz de impedirlo…

El lavabo empezó a titilar ante sus ojos; se esforzó al máximo por dejar su mente en blanco, pero, pese a su empeño, el ejemplar de
Elaboración de pociones avanzadas
del Príncipe Mestizo seguía flotando en ella…

De pronto se encontró de nuevo plantado ante Snape, en medio del destrozado y anegado lavabo. Escudriñó los negros ojos del profesor con la vana esperanza de que éste no hubiera visto lo que él quería ocultarle, pero…

—Tráeme tu mochila y todos tus libros de texto —ordenó Snape en voz baja—. Todos. Tráelos aquí. ¡Ahora mismo!

No tenía sentido discutir. Harry se dio la vuelta en el acto y salió chapoteando del lavabo. Ya en el pasillo, echó a correr hacia la torre de Gryffindor. Se cruzó con varios estudiantes que se quedaban boquiabiertos al verlo empapado de agua y sangre, pero no contestó a ninguna de sus preguntas y pasó de largo.

Estaba anonadado; era como si de pronto su adorable mascota se hubiera vuelto peligrosísima. ¿Por qué se le había ocurrido al príncipe copiar semejante hechizo en el libro? ¿Y qué pasaría cuando lo viera Snape? ¿Le explicaría a Slughorn cómo había conseguido Harry tan buenos resultados en Pociones desde el principio de curso? No quería ni pensarlo. ¿Le confiscaría o le destruiría el libro que tantas cosas le había enseñado, el libro que se había convertido en una especie de guía para él, casi en un amigo? Harry no podía permitirlo, tenía que impedirlo como fuera.

—¿Dónde has…? ¿Por qué estás empapado? ¿Qué es eso? ¿Sangre? —Ron, en lo alto de la escalera, lo miraba perplejo.

—Necesito tu libro —dijo Harry jadeando—. Tu libro de Pociones. Dámelo, rápido.

—Pero ¿y el del príncipe…?

—¡Luego te lo explico!

Ron sacó su ejemplar de la mochila y se lo dio; Harry se dirigió a toda velocidad a la sala común. Una vez allí, agarró su mochila sin hacer caso de las miradas de asombro de varios estudiantes que ya habían terminado de cenar, salió a toda pastilla por el hueco del retrato y echó a correr por el pasillo del séptimo piso.

Se detuvo derrapando junto al tapiz de los trols bailarines, cerró los ojos y empezó a pasearse.

«Necesito un sitio donde esconder mi libro… Necesito un sitio donde esconder mi libro… Necesito un sitio donde esconder mi libro…»

Pasó tres veces por delante del tramo de pared lisa, y cuando abrió los ojos ahí estaba por fin la puerta de la Sala de los Menesteres. La abrió de un tirón, entró y dio un portazo.

Soltó un grito de asombro. A pesar de las prisas, el pánico y el miedo a lo que lo esperaba en el lavabo, no pudo evitar sentirse sobrecogido ante lo que veía: se hallaba en una sala enorme, del tamaño de una catedral, por cuyas altas ventanas entraban rayos de luz que iluminaban una especie de ciudad de altísimos muros construidos con lo que probablemente eran objetos escondidos por varias generaciones de habitantes de Hogwarts. Había callejones y senderos bordeados de inestables montones de muebles rotos, quizá abandonados allí para ocultar los efectos de embrujos mal ejecutados, o tal vez guardados por los elfos domésticos porque se habían encariñado con ellos; miles y miles de libros, seguramente censurados, garabateados o robados; tirachinas alados y discos voladores con colmillos, algunos de ellos con suficiente energía para permanecer precariamente suspendidos sobre las montañas de otros objetos prohibidos: botellas desportilladas que contenían pociones solidificadas, sombreros, joyas y capas; había también unas cosas que parecían cáscaras de huevo de dragón, botellas tapadas con corchos (cuyos contenidos todavía brillaban malvadamente), varias espadas herrumbrosas y una pesada hacha manchada de sangre.

Harry se metió por uno de los numerosos callejones que discurrían entre aquellos tesoros ocultos. Torció a la derecha tras pasar por delante de un enorme trol disecado, siguió corriendo, giró a la izquierda al llegar al armario evanescente en que Montague se había perdido el curso anterior, y al fin se detuvo junto a un gran armario con la superficie cubierta de ampollas, como si le hubieran tirado ácido por encima. Abrió una de sus chirriantes puertas y vio que ya lo habían utilizado antes para esconder una jaula, donde todavía había una criatura, muerta hacía mucho tiempo, cuyo esqueleto tenía cinco patas. Metió el libro del Príncipe Mestizo detrás de la jaula y cerró la puerta de golpe. Se detuvo un momento, con el corazón espantosamente desbocado, y contempló el revoltijo que lo rodeaba. ¿Encontraría otra vez ese armario en medio de tantos desechos? Agarró el descascarillado busto de un mago viejo y feo que había en lo alto de una caja, lo puso encima del armario, le colocó una polvorienta y vieja peluca y una diadema opaca para que luciera más, y echó a correr de nuevo, tan deprisa como pudo, por los callejones flanqueados de cachivaches; llegó a la puerta y salió al pasillo. Al cerrarla, al instante la puerta volvió a convertirse en pared de piedra.

Salió disparado hacia el lavabo del piso de abajo mientras metía el ejemplar de
Elaboración de pociones avanzadas
de Ron en su mochila. Un minuto más tarde volvía a estar frente a Snape, que sin decir nada tendió una mano para que le entregara la mochila. Harry, jadeando y con un fuerte dolor en el pecho, lo hizo y luego esperó.

Snape extrajo uno a uno los libros y los examinó. El último fue el de Pociones; el profesor lo escudriñó atentamente y preguntó:

—¿Éste es tu ejemplar de
Elaboración de pociones avanzadas
, Potter?

—Sí, señor.

—¿Estás seguro de lo que dices, Potter?

—Sí —repitió Harry con firmeza.

—¿Éste es el ejemplar que compraste en Flourish y Blotts?

—Sí —confirmó Harry sin titubear.

—Entonces, ¿por qué lleva el nombre «Roonil Wazlib» escrito en la portada?

A Harry le dio un vuelco el corazón.

—Es mi apodo —mintió.

—¿Tu apodo?

—Sí, así me llaman mis amigos —explicó el muchacho.

—Sé muy bien qué es un apodo —replicó Snape.

Sus glaciales ojos negros volvían a estar clavados en los de Harry, que intentó no mirarlos. «Cierra tu mente… Cierra tu mente…» Pero nunca había aprendido a hacerlo.

—¿Sabes qué pienso, Potter? —dijo Snape sin alterarse—. Pienso que eres un mentiroso y un tramposo y que mereces que te castigue todos los sábados hasta que termine el curso. ¿Qué opinas?

—Pues… que no estoy de acuerdo, señor —dijo Harry, aún esquivando la mirada del profesor.

—Bueno, ya veremos cómo te sientan los castigos. El sábado a las diez de la mañana, Potter. En mi despacho.

—Pero, señor… —Harry levantó la vista, desesperado—. El
quidditch
, el último partido del…

—A las diez en punto —susurró Snape, y forzó una sonrisa exhibiendo sus amarillentos dientes—. Qué pena me dais los de Gryffindor. Me temo que este año quedaréis cuartos…

Se marchó sin decir nada más y Harry se quedó mirándose en el resquebrajado espejo. Tenía la certeza de que estaba más mareado de lo que Ron lo había estado en toda su vida.

—¿Qué quieres que te diga? ¿Que ya te había avisado? —dijo Hermione una hora más tarde en la sala común.

—Déjalo en paz, Hermione —la reprendió Ron.

Harry no había ido a cenar porque no tenía ni pizca de hambre. Acababa de contarles a Ron, Hermione y Ginny lo sucedido, aunque no había ninguna necesidad porque la noticia había corrido como la pólvora: al parecer, Myrtle
la Llorona
se había encargado de asomarse a todos los lavabos del castillo para contar la historia; por su parte, Pansy Parkinson fue a visitar a Malfoy a la enfermería y no perdió un minuto en empezar a vilipendiar a Harry por el colegio entero; y en cuanto a Snape, explicó lo ocurrido al profesorado con pelos y señales. Harry tuvo que salir de la sala común para soportar quince dolorosos minutos en compañía de la profesora McGonagall, quien le aseguró que podía considerarse afortunado de no haber sido expulsado del colegio y que estaba completamente de acuerdo con la medida dispuesta por Snape: castigarlo todos los sábados hasta el final del curso.

—Ya te dije que había algo raro en ese príncipe —le comentó Hermione, que ya no podía morderse más la lengua—. Y tenía razón, ¿no?

—No, no creo que tuvieras razón —repuso Harry, testarudo.

Ya lo estaba pasando bastante mal y sólo faltaba que Hermione le leyera la cartilla; el peor castigo fueron las caras del equipo de Gryffindor cuando les informó de que no podría jugar el sábado. En ese momento notó los ojos de Ginny clavados en él, pero simuló no darse cuenta porque no quería ver la decepción ni el enfado reflejados en esa cara. Acababa de comunicarle que el sábado ella volvería a jugar de buscadora y que Dean se uniría de nuevo al equipo para sustituirla en el puesto de cazador. Si ganaban, quizá Ginny y Dean harían las paces a causa de la euforia posterior al partido… Esa posibilidad traspasó a Harry como un cuchillo afilado.

—Harry —dijo Hermione—, ¿cómo es posible que sigas aferrándote a ese libro después de que el hechizo…?

—¡Deja de machacarme con el maldito libro! —le espetó Harry—. ¡Lo único que hizo el príncipe fue copiar el hechizo! ¡No aconsejaba a nadie que lo utilizara! ¡Que sepamos, sólo escribió una nota de algo que usaron contra él!

—No puedo creerlo —replicó Hermione—. Te estás justificando…

—¡No estoy justificando lo que hice! Me gustaría no haberlo hecho, y no sólo porque ahora tengo un montón de castigos por delante. Sabes muy bien que yo no habría empleado un hechizo como ése, ni siquiera contra Malfoy, pero no puedes culpar al príncipe porque él no escribió: «Prueba esto, es fenomenal.» Esas anotaciones eran para su uso personal, él no las divulgaba, ¿vale?

—¿Insinúas que vas a recuperar…? —preguntó Hermione.

—¿El libro? Pues claro. Mira, sin el príncipe nunca habría ganado el
Felix Felicis
, nunca habría podido salvar a Ron de morir envenenado y nunca…

—…te habrías labrado una fama de gran elaborador de pociones que no te mereces —replicó Hermione con rencor.

—¡Basta ya, Hermione! —terció Ginny, y Harry, asombrado y agradecido, levantó la vista—. Por lo que cuenta Harry, parece que Malfoy intentaba echarle una maldición imperdonable. ¡Deberías alegrarte de que él tuviera un as en la manga!

—¡Toma, pues claro que me alegro de que no le echaran una maldición —replicó Hermione, dolida—, pero tampoco puedes decir que ese
Sectumsempra
sea beneficioso, Ginny! ¡Mira cómo lo está pagando ahora! Y creo que por culpa de este incidente se han reducido las posibilidades de que ganéis el partido…

—Vamos, ahora no finjas que entiendes de
quidditch
—le espetó Ginny—. Sólo conseguirás ponerte en ridículo.

Harry y Ron cruzaron una mirada: Hermione y Ginny, que siempre se habían llevado bien, estaban sentadas con los brazos cruzados y la vista fija en direcciones opuestas. Ron, nervioso, observó a Harry, sacó un libro al azar y se escondió detrás de él. Harry sabía que no se lo merecía, pero de pronto notó una inmensa alegría, aunque ninguno de ellos volvió a decir una palabra en toda la noche.

Sin embargo, no duró mucho su buen humor. Al día siguiente tuvo que soportar las burlas de los alumnos de Slytherin, por no mencionar la rabia de sus compañeros de Gryffindor, a quienes no les hacía ninguna gracia que su capitán estuviera sancionado en el último partido de la temporada. Cuando llegó el sábado por la mañana, pese a los consejos de Hermione, Harry habría cambiado de buen grado todo el
Felix Felicis
del mundo por bajar al campo de
quidditch
con Ron, Ginny y los demás. Fue muy doloroso para él separarse de la multitud de estudiantes que salían del castillo y echaban a andar al sol, provistos de escarapelas y sombreros y blandiendo banderines y bufandas. Bajó los escalones de piedra que conducían a las mazmorras y siguió su camino hasta que los lejanos sonidos de sus compañeros casi se apagaron, consciente de que desde allí no podría oír ni un solo comentario, ni una ovación ni un aplauso.

—¡Ah, Potter! —dijo Snape cuando Harry, tras llamar a la puerta, entró en la habitación, que por desgracia le resultaba familiar, pues, aunque ahora el profesor daba clase varios pisos más arriba, no había cambiado de despacho; estaba poco iluminado, como siempre, y en los estantes de las paredes seguía habiendo bichos muertos y viscosos, suspendidos en pociones de colores.

Amontonadas en la mesa donde se suponía que Harry tenía que sentarse había varias cajas cubiertas de telarañas que ofrecían un aspecto nada alentador, y él comprendió que lo esperaban unas arduas sesiones de duro, aburrido e inútil trabajo.

—El señor Filch necesita que alguien revise y ordene estos viejos ficheros —dijo Snape—. Contienen los registros de otros malhechores de Hogwarts y los castigos que recibieron. Nos gustaría que copiaras de nuevo los delitos y los castigos que constan en las fichas que tienen la tinta borrada o que están mordisqueadas por los ratones. Luego, tras ordenarlas alfabéticamente, las pondrás otra vez en las cajas. No puedes utilizar magia.

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