Pero Teodorico sí que se percató y me dijo malhumorado:
—Cuatro días sin noticias. ¿No será que ese presumido joven piensa tenerme sin que sepa nada para jactarse de actuar por su cuenta?
—No creo que el muchacho ose insubordinarse —contesté yo—. Aunque es posible que espere sorprenderte con alguna hazaña relevante.
—Prefiero no estar a merced de sus caprichos —gruñó Teodorico—. Envía mensajeros al Sur y al Oeste para que den con él y me informen inmediatamente.
Sin embargo, antes de que los hubiera hecho partir, llegó un emisario al galope desde el Sur; montaba un caballo que echaba espuma por la boca y estaba cubierto de sudor, que detuvo ante la tienda con el estandarte de Teodorico, y del que desmontó exhausto. Pero no procedía de ninguna de las diez emturmae al mando de Freidereikhs, sino de la centuria que el rey había enviado desde Concordia para vigilar la vía Aemilia. —Saludos del emcenturio Brunjo, rey Teodorico —dijo con voz ahogada—. Pedisteis se os informara de cualquier emisario que enviase Odoacro hacia Ravena o Roma. Vengo a decir que no ha enviado ningún mensajero y es él quien se dirige a Ravena a marchas forzadas, con el general Tufa, a la cabeza de lo que parece un ejército y arrastrando a nuestros cautivos con grilletes tras los caballos romanos.
—¿Odoacro y Tufa? —inquirió Teodorico entre dientes—. ¿Qué cautivos nuestros?
—Pues el rey Freidereikhs y doscientos o trescientos rugios ensangrentados. El emcenturio ha pensado que habríais sufrido una importante derrota aquí para haber perdido tantos…
—¡Calla! —exclamó Teodorico indignado—. ¡He sufrido una bofetada! Pero déjate de suposiciones y dime lo que habéis visto y qué habéis hecho.
— em¡Ja waíla! —respondió el emisario firme y gallardo—. Las columnas de Odoacro llegaron por el oeste de Bononia y la cruzaron a toda prisa en dirección sudeste; como no habíais dado órdenes para semejante contingencia, el emcenturio Brunjo decidió atacarlas con los hombres que tenía para causarles algunas bajas, aun sabiendo que ello significaba la muerte o la captura. Sólo porque me lo ordenó vine aquí a traer la nueva, porque habría preferido quedarme y… —Claro, claro. ¿Algo más?
—Como Odoacro va a marchas forzadas y no salió de Bononia en dirección sur para tomar el camino más corto hacia Roma, suponemos que no se dirige a ella. Nuestros vigías habían comprobado que la vía Aemilia conduce a Ravena o Ariminum, pero el emcenturio Brunjo conjetura que probablemente se dirige a aquélla. Eso es todo, rey Teodorico, salvo que el emcenturio y mis compañeros seguramente habrán… — emJa, ja, y tú habrías deseado lo mismo. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Witigis, emoptio de la segunda emturma de la centuria de caballería de Brunjo. A vuestras órdenes, rey Teod…
—Bien, emoptio, ve a decir al general Ibba que prepare su caballería para la marcha inmediata y entrar en combate. Dile también que te ponga al mando de una de las emturmae de vanguardia para que se cumplan tus deseos.
El joven saludó y se alejó, mientras Teodorico musitaba cabizbajo:
—Puede que se cumplan pronto en todos nosotros, emnolens volens, he sido un necio dirigiendo esta campaña. ¿Cómo me habré dejado engañar tan fácilmente por ese pérfido Tufa?
—Habló con muy fingida sinceridad —dije yo.
— em¡Vái! También Herduico cuando dijo que Odoacro era un viejo de huesos reblandecidos. ¿Qué se dirá de mí? Que soy un hombre de huesos flojos como las danzarinas de Gades por haberme dejado engañar así.
—Vamos —añadí—, no eres el Teodorico que yo conozco. Otras veces, cuando te he visto enfurecido, parecías más audaz que desolado.
—Estoy más furioso conmigo mismo que con Tufa. Al menos me dijo la verdad en una cosa… que era una trampa. Sólo que no era aquí en la ciudad sino fuera de ella —añadió él con risa sarcástica—. Y el villano tuvo el descaro de invitarme a que fuese en persona a caer en ella. Lo que Odoacro quería era dejarme con dos palmos de narices y asegurarse la huida a donde quiera que vaya haciéndose con suficientes rehenes que protejan su fuga. ¿Y qué es lo que le he enviado neciamente? No sólo diez emturmae de mis aliados, sino a su propio rey.
—Tienes en tu poder diez veces más legionarios de Odoacro —le recordé yo—. Y el ejército romano siempre ha observado escrupulosamente las reglas civilizadas de la guerra, que estipulan el rescate e intercambio de prisioneros. Y el emisario ha dicho que Freidereikhs sigue con vida.
—Espero que así sea. A Odoacro no le importaba mucho la vida de los hombres que dejó aquí; puede que sea rey de Roma, pero ni él ni Tufa son romanos de nacimiento y no tienen por qué
necesariamente respetar el civilizado concepto romano del honor y el humanitarismo. En cuanto sepa que ha pasado el peligro de que les alcancen y les intercepten, esos rehenes serán un estorbo.
—Cierto —dije con inquietud—. Y difícilmente nos llegarán más emisarios. Teodorico, te pido que me dejes ir a saber de la suerte de esos cautivos.
—¿Puedes montar, Thorn? Estás herido. —No es nada. Ya se me está curando y no me impide tomar las riendas y la espada.
—Ve, pues. Llévate una emturma si te parece. El resto de los rugios del joven rey estarán deseosos de tomarse venganza.
—De momento no. Prefiero cabalgar solo. Y para saber dónde podré encontrarte, ¿me dices qué
piensas hacer?
— emJa —contestó él tajante—. Pienso elevar mi espíritu haciendo una matanza. También pienso seguir creyéndome los cuentos de Tufa —añadió con sonrisa burlona.
—¿Cómo?
—Ha hablado de otra fuerza romana acampada en el río Addua, cosa que suena a verdad. Supongo que Odoacro esperará que le persiga furioso y ciego hacia Ravena, en cuyo caso avisaría a ese ejército de Addua —quizá con el sistema de señales de Polibio— para que me ataque por la espalda.
—Y apresarte en una tenaza —dije yo.
—Lo que haré es que, en cuanto esté lista la caballería de Ibba, caeré de improviso por el oeste sobre el ejército de Addua y espero con todo mi corazón poder pulverizarle. Dejaré a Pitzias y a Herduico con la infantería en Verona por si hay otras fuerzas romanas por los aledaños.
—Entonces, más vale que me marche, o habrás ganado solo la guerra antes de que regrese —dije yo, sonriendo para animarle.
Al saludar y despedirme, Teodorico estaba revistiendo la coraza, pero yo no me puse la mía y dejé
en el campamento la espada, el puñal y todo lo que me habría delatado como ostrogodo y guerrero; sólo puse detrás de la silla adminículos de viaje y una espada romana corta y vieja capturada en el campo de batalla. Crucé despacio con emVelox el puente del río Athesis para que no le afectara la dureza de las piedras y al otro lado, ya en la vereda de turba de la vía Postumia, le taloneé con fuerza y emprendimos el galope hacia el Sur.
Si bien se piensa, la figura humana está compuesta exclusivamente de formas convexas; en un cuerpo humano corriente y normal, bien desarrollado, hay pocas zonas cóncavas. La palma de la mano, el arco del pie, el emchelidon, la emaxilla; ¿qué más, si no? Por eso es repelente y hasta nauseabundo —por ser extraño, inesperado y antinatural— ver una figura humana que tiene concavidades y huecos en lugar de lo que debe ser la superficie redondeada del torso y las extremidades.
Un soleado día de octubre, a unas millas al este de Bononia, en los rastrojos de un campo recién segado junto a la vía Aemilia, me detuve a ver en sus surcos más de doscientos cadáveres; la mayoría de ellos habían sido muertos de una puñalada o una espadada; una simple abertura en el lugar preciso, basta para que un hombre pierda la sangre y el espíritu. Pero las columnas de Odoacro iban a marchas forzadas y no tenían tiempo que perder, y la matanza de prisioneros se había hecho apresuradamente. Por ello, una serie de cadáveres, como el emcenturio Brunjo y el joven rey Freidereikhs, habían sido tan torpemente asesinados, arrancándoles la piel y la carne, que sus cuerpos tenían hoyos y concavidades parecidas a las de esos feos terrenos del emkarst que habíamos atravesado juntos.
Quizá no sea propio de un guerrero escribir sobre la guerra, pero debo confesar ema posteriori que, batalla tras batalla, siempre afloraba mi emoción femenina: una inmensa piedad y una sincera lástima por todos los caídos.
Pero aquel día, en aquel campo segado, sentí una mezcla de emociones. Una de ellas era una pena que sólo puedo calificar de ternura maternal; aunque no conocía la maternidad, vertí lágrimas de madre por Freidereikhs, aunque sólo fuese por el hecho de que sabía que su verdadera madre nunca lo haría. Mirando aquel pobre cadáver profanado, me parecía oír las palabras que otrora oyera una auténtica madre amorosa: «Tu hijo está llamado a perecer… y una espada traspasará tu alma.» Mi alma, dada la clase de alma que era, sufría a la vez el dolor de la tristeza masculina, porque penaba también por la pérdida de Freidereikhs cual si hubiera sido un hermano mayor. Con el joven Frido había visto en un viaje la fantasía de los «alegres danzantes»; era al jubiloso jovenzuelo a quien yo había enseñado las artes de la vida al aire libre, y al Frido más mayor a quien había inducido a que conociese por primera vez una mujer. Y
ahora, para mi vergüenza, al recordarlo, reconocía en mí otra emoción femenina, y obscena; sentía un remordimiento mohíno y egoísta por no haber sido la primera mujer en su vida o alguna de las últimas que habían dado placer al hermoso y joven rey, deleitándose con él, pues ahora ya no tendría ninguna oportunidad…
En cualquier caso, pese a mis ambiguas emociones y no del todo sublimes, el sentimiento que predominaba —espero que en honor a mi persona, tanto de hombre como de mujer— era la fría y rapaz decisión de vengar aquella atrocidad.
Entretanto, fui advirtiendo que en el campo había gentes vivas. Los lugareños de la aldea y los campos estaban morosamente abriendo grandes zanjas para enterrar los cuerpos amontonados, entre gruñidos y maldiciones por aquella casquería que les habían dejado; no lejos del cadáver de Freidereikhs, cuatro campesinos viejos enterraban un montón de muertos. El más cercano, al advertir mi mirada, se echó la azada al hombro y se acercó a decirme:
—Amigo, os preguntaréis por qué rezongamos cuando deberíamos estar contentos. Salvo por los numerosos bastardos con que ha obsequiado nuestro noble señor a nuestras hijas, este abono para la tierra es lo único que nos ha regalado.
—¿Qué señor? —inquirí—. ¿El rey Odoacro?
—El emclarissimus Tufa —replicó él—. emMagister militum de los ejércitos de Odoacro, que es emdux de esta provincia de Flaminia y emlegatus de la ciudad de Bononia.
—¿Un emdux romano ha hecho semejante carnicería? —dije yo, entrando en el campo.
—¿Romano? emNullo modo. No es romano, es un embarbáricus, y un cerdo bárbaro con toga sigue siendo un cerdo. Veo que sois extranjero. Espero que no viajéis con esposa o hija; pues, aparte de estos arrebatos de furia, el otro placer del emdux Tufa es desflorar a las doncellas y deshonrar a las mujeres.
—¿Y por qué se complace Tufa en estos arrebatos de furia? —inquirí, señalando el campo.
— emSuis barbáricus —contestó el viejo, encogiéndose de hombros—. Odoacro y Tufa llegaron al trote con sus columnas —añadió, para explicármelo, señalando acá y allá— por esta vía y los del pueblo salimos a aclamarlo gritando em«¡Io triumphe!», como nos obligan a hacer. Parece ser que Odoacro había ganado una batalla en algún sitio, pues llevaba muchos prisioneros a rastras de los caballos. Luego, de pronto, llegaron otros jinetes al asalto, dando gritos barbáricos, y hubo una breve refriega; pero los atacantes eran pocos y cayeron pronto. Ahí está uno de ellos —dijo, señalando el cadáver de Brunjo—. Cuando cesó la lucha y ya estaban todos muertos, Tufa dio órdenes a sus soldados para que mataran a los cautivos también. Y luego nos mandó a nosotros que los enterrásemos antes de que apestaran, y continuó
el camino con su ejército. Llevamos tres días haciendo la faena y bien cansados. Menos mal que el tiempo sigue fresco y seco.
El viejo aguardó a que hiciese algún comentario, pero yo reflexionaba. El ataque audaz y tan poco eficaz en que se había sacrificado Brunjo le habría indicado a Tufa lo que quería saber: que el ejército no sufriría un ataque masivo antes de alcanzar Ravena, y, por consiguiente, ya no necesitaba cubrirse con rehenes. Lancé un suspiro de abatimiento, pues sin la intrépida intervención del emcenturio, Freidereikhs y los rehenes habrían llegado a Ravena, estarían encarcelados, humillados, posiblemente sometidos a sevicias, pero aún con vida. emAj, bien, tal vez no. A lo mejor Tufa los habría matado a las puertas de la ciudad; no había por qué hacer reproches ni difamaciones. Si Brunjo había cometido un error lamentable, bien lo había pagado.
—Ya veis —añadió el sepulturero— que no vamos a sacar mucho de nuestro trabajo más que el abono, porque a estos cautivos —no sé quiénes serán— ya les habían despojado los legionarios. No queda nada de las armas o corazas, todo lo de valor ha desaparecido. Sólo las moscardas se están dando un festín.
Era evidente por lo que decía el hombre —«no sé quiénes serán»— que ignoraba que Italia había sido invadida por los ostrogodos y sus aliados. Probablemente, teniendo en cuenta las innumerables guerras que aquella tierra había conocido a lo largo de la historia, el campesino estaba más que acostumbrado a tales desastres y poco le importaba quién luchaba contra quién. En cualquier caso, posiblemente porque le había hablado en latín, instintivamente no me había tomado por extranjero enemigo. Ni yo le consideraba a él como tal, pues también era evidente que no era un encarecido admirador del emdux Tufa.
(Me sorprendió un tanto encontrarme con un rústico tan bien hablado, pero recordé que estaba en el corazón del imperio romano y que allí los campesinos debían ser más instruidos que en otras provincias. Además, después supe que los lugareños eran de origen celta, de una de las ramas de los boyos que se habían asentado en Boiohenum al norte del Danuvius; eran gentes de tez clara y más altos que sus parientes celtas, los vénetos que habíamos visto en Venetia, y, sin duda, por vivir cerca de Roma, hablaban un latín mucho más correcto.)
Como el viejo charlaba y parecía hacerlo complacido y sin inhibiciones, decidí obtener de él la mayor información posible.
—Imagino que ese cerdo embarbaricus de Tufa se dirigía con su ejército a Ravena —dije—.
¿Conduce allí esta vía?