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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Relato

Hacia rutas salvajes (21 page)

—Es tu hermano —dijo Fish—. Lo han encontrado. Está muerto.

Sam, el hijo mayor de Walt, había llamado a Fish al taller y le había dado la noticia. A Carine se le nubló la vista, y tuvo la sensación de que entraba en un túnel. De manera involuntaria, empezó a echar la cabeza hacia delante y hacia atrás una y otra vez.

—No —lo corrigió—. Chris no está muerto.

Luego empezó a gemir. Su llanto era tan fuerte e insistente que su marido temió que los vecinos creyeran que le estaba haciendo daño y llamasen a la policía.

Carine se acurrucó en el sofá en posición fetal, sollozando sin cesar. Cuando él intentó consolarla, lo empujó y le gritó que la dejase sola. Permaneció en ese estado histérico durante las cinco horas siguientes, pero hacia las once de la noche se había calmado un poco y fue capaz de poner algo de ropa en una bolsa, subir al coche y dejar que Fish la llevara a casa de Walt y Billie, en Chesapeake Beach, un viaje que duraba cuatro horas.

Cuando ya habían salido, Carine le pidió a su marido que se detuviera en la iglesia a la que asistían todos los domingos. «Entré y me senté frente al altar durante una hora más o menos, mientras él me esperaba en el coche —recuerda Carine—. Quería que Dios me diera respuestas, pero no obtuve ninguna.»

Aquella misma tarde, Sam había confirmado a la policía que la fotografía del autostopista desconocido que habían enviado por fax desde Alaska era, sin lugar a dudas, de Chris, pero la médico forense de Fairbanks quería ver su ficha dental antes de proceder a la identificación definitiva del cadáver. Tardaron más de un día en comparar las radiografías de la dentadura, y Billie se negó a mirar la foto hasta que la identificación dental no hubiese finalizado y no existiera la certeza de que el muchacho que había muerto de hambre en el autobús abandonado junto al río Sushana era, efectivamente, su hijo.

Al día siguiente, Carine y Sam fueron en avión a Fairbanks para recoger los restos mortales de Chris. En la oficina de la forense les entregaron los objetos que se habían encontrado junto al cuerpo: el rifle del 22, unos prismáticos, la caña de pescar que Ronald Franz le había regalado, una de las navajas suizas que le había dado Jan Burres, la guía de plantas silvestres donde había escrito su diario, una cámara Minolta y cuatro rollos de película; no era demasiado. La médico forense les tendió unos papeles. Sam los firmó y se los devolvió.

Cuando aún no llevaban un día en Fairbanks, Carine y Sam tomaron otro avión hacia Anchorage, donde el cadáver de Chris había sido incinerado después de que el laboratorio de la policía judicial realizara la autopsia. El tanatorio les envió al hotel las cenizas de su hermano en una caja de plástico. «Me sorprendió lo grande que era la caja —dice Carine—. Habían escrito mal el nombre. En la etiqueta ponía CHRISTOPHER R. MCCANDLESS, cuando la inicial de su segundo nombre era una jota. Me enfadé al ver que se habían equivocado. Comencé a gritar como una loca. Pero luego pensé que a Chris no le habría importado. Lo habría encontrado divertido.»

A la mañana siguiente volaron de regreso a Maryland. Carine llevaba las cenizas de su hermano en la bolsa de mano. Durante el vuelo, dio cuenta hasta el último bocado de la comida que las azafatas le pusieron enfrente. «Y eso que era esa comida horrible que te sirven en los aviones. No podía soportar la idea de desperdiciarla sabiendo que Chris había muerto de hambre.» Sin embargo, durante las semanas siguientes perdió el apetito y adelgazó cuatro kilos y medio, lo que hizo que sus amigos temieran que sufriese de un principio de anorexia.

En Chesapeake Beach, Billie también había dejado de comer. Pese a ser una mujer menuda, de 48 años y rasgos infantiles, perdió casi cuatro kilos antes de recuperar el apetito. Walt reaccionó de manera contraria: empezó a comer de modo compulsivo y ganó ocho kilos.

Un mes después, Billie está sentada junto a la mesa del comedor, examinando cuidadosamente el testimonio gráfico de los últimos días de Chris. Todo lo que puede hacer ahora es forzarse a ver las borrosas instantáneas. De vez en cuando, mientras estudia las fotos, rompe a llorar como lo haría una madre que ha sobrevivido a su hijo, transmitiendo un sentimiento de pérdida tan enorme e irreparable que sobrepasa todo lo imaginable. Visto de cerca, un sufrimiento semejante por la pérdida de un ser querido convierte la más elocuente apología de los deportes de riesgo en algo vacuo y banal.

«Sencillamente no lo entiendo. No entiendo por qué tuvo que correr tantos riesgos —dice Billie, con los ojos arrasados en lágrimas—. No lo entiendo en absoluto.»

14
EL CASQUETE GLACIAR DE STIKINE (I)

Crecí con un cuerpo desbordante de vitalidad y entusiasmo, pero con un carácter nervioso y ansioso. Mi mente quería algo más, algo tangible. Buscaba intensamente la realidad, siempre como si la realidad no estuviera ahí […]
.

Sin embargo, de repente te das cuenta de lo que tienes que hacer. Escalar
.

JOHN MENLOVE EDWARDS,

Letters from a Man

Ahora no sabría decir con exactitud cuáles fueron las circunstancias que rodearon mi primera ascensión, hace ya mucho tiempo. Sólo sé que sentía escalofríos según iba avanzando (recuerdo con claridad que estuve solo toda la noche) y que luego ascendía a un ritmo constante por una ladera rocosa cubierta de árboles dispersos y poblada de animales salvajes, hasta que casi me perdí entre las nubes y el aire seco de las alturas, como si hubiera traspasado la línea imaginaria que separa la colina

mera tierra amontonada

de la montaña y la montaña de la grandeza y sublimidad supraterrenas. Lo que caracteriza esa cumbre que surge por encima de la línea terrestre es que jamás ha sido hollada, que es imponente y grandiosa. Nunca podrá convertirse en un lugar familiar; en el instante que pones el pie en ella, te pierdes. Conoces el camino de regreso, pero vagas emocionado sobre la roca desnuda en la que no hay trazado ningún sendero, como si la cumbre sólo estuviera compuesta de nubes y aire solidificado. Esa cumbre pétrea y brumosa, escondida entre las nubes, es mucho más estremecedora, imponente y sublime que el cráter de un volcán que vomite fuego
.

HENRY DAVID THOREAU,

Diario

En la última postal que McCandless envió a Wayne Westerberg, había escrito: «Si esta aventura termina mal y nunca vuelves a tener noticias de mí, quiero que sepas que te considero un gran hombre. Ahora me dirijo hacia tierras salvajes.» Cuando la aventura terminó mal, esta melodramática declaración alimentó numerosas especulaciones sobre si el chico tenía planeado desde un buen principio suicidarse y se adentró en el monte sin la intención de salir de él. Sin embargo, no estoy seguro de que sea así. Mi sospecha de que la muerte de McCandless no fue planeada sino un accidente desgraciado se funda en la lectura de los pocos escritos que dejó tras de sí y el testimonio de los hombres y mujeres que estuvieron con él los últimos años de su vida. Ahora bien, también es cierto que consideraciones de índole personal influyen sobre mi percepción de las intenciones de McCandless.

Según me han contado, de joven yo era un muchacho terco, poco comunicativo, temperamental y en ocasiones imprudente. Como suele suceder en estos casos, decepcioné a mi padre en muchos aspectos. Al igual que McCandless, la figura de un padre autoritario despertaba en mí una confusa mezcla de rabia contenida y afán de complacer. Si mi imaginación se sentía fascinada por algo, lo perseguía con un celo rayano en la obsesión. Y, en mi caso, desde los 17 años hasta que llegué a los 30, ese algo fue el alpinismo.

Dedicaba la mayor parte de mi tiempo a fantasear sobre las ascensiones que llevaría a cabo en las lejanas montañas de Alaska y Canadá, y luego a preparar y emprender esas ascensiones con las que tanto soñaba. Siempre se trataba de picos perdidos en algún paraje desolado, escarpados y aterradores, de los que nadie, salvo unos cuantos alpinistas, había oído hablar. El hecho es que mis ansias de escalar también tuvieron efectos positivos. Al concentrar mis expectativas en una cumbre tras otra, conseguí no desorientarme en medio de la espesa niebla que envuelve el paso de la adolescencia a la juventud. La escalada significaba mucho para mí. En una ascensión, el peligro bañaba el mundo con un resplandor difuso que hacía que todo resaltase: la curva de la roca, los líquenes anaranjados y amarillos, la textura de las nubes. La vida latía con una intensidad absoluta. El mundo se volvía real.

En 1977, mientras estaba sentado a la barra de un bar en Colorado, reflexionando con tristeza sobre mis heridas existenciales, se me metió en la cabeza la idea de escalar una montaña llamada el Pulgar del Diablo. Se trata de una formación intrusiva de diorita, de proporciones inmensas y espectaculares, esculpida por antiguos glaciares hasta transformarla en un pico, particularmente impresionante vista desde el norte. La majestuosa cara norte se eleva casi verticalmente 1.800 metros por encima del glaciar que hay en la falda de la montaña, el doble del desnivel que tiene El Capitán, el famoso pico situado en el Parque Nacional de Yosemite, y nunca había sido escalada. Decidí que iría a Alaska, me aproximaría al Pulgar del Diablo desde el mar, esquiaría a través de 50 kilómetros de tierras heladas y coronaría aquella enorme
nordwand
[4]
. Es más, decidí que lo haría solo.

En aquel entonces yo tenía 23 años, uno menos que Chris McCandless cuando se adentró en los bosques de Alaska. Mi raciocinio, si así puede llamársele, estaba inflamado por las pasiones desordenadas de la juventud y una dieta literaria demasiado rica en obras de Nietzsche, Kerouac y John Menlove Edwards, un escritor en profundo conflicto consigo mismo, psiquiatra de profesión y uno de los más destacados alpinistas británicos de su tiempo hasta que en 1958 puso fin a su vida ingiriendo una cápsula de cianuro. Edwards consideraba que escalar obedecía a una «tendencia psiconeurótica»; según contaba, él no escalaba por deporte, sino para encontrar refugio ante la tormenta interior que dominaba su existencia.

Mientras hacía planes para coronar el Pulgar del Diablo, era vagamente consciente de que tal vez estuviese embarcándome en algo que se hallaba fuera de mi alcance, pero con eso sólo conseguía que el proyecto resultase más atractivo. Lo importante era saber que no sería fácil.

Poseía un libro con una fotografía del Pulgar del Diablo, una imagen en blanco y negro tomada por Maynard Miller, un eminente geólogo experto en glaciares. En la foto aérea que había tomado Miller la montaña parecía particularmente siniestra: una mole enorme y oscura en forma de aleta, manchada por el hielo y con la roca exfoliada. La imagen ejercía sobre mí una fascinación casi pornográfica. ¿ Qué sentiría allí arriba —me preguntaba—, intentando mantener el equilibrio sobre la arista cimera afilada como una cuchilla, preocupado por las nubes de tormenta que se formarían en la distancia, encorvado para protegerme de los embates del viento y el frío, contemplando el vacío que se abriría a ambos lados? ¿Podría dominar el miedo el tiempo suficiente para alcanzar la cima y regresar? Y en caso de que lograra dominar el miedo…

Temía que el hecho de imaginar que había vencido todas las dificultades me trajera mala suerte. Sin embargo, nunca tuve ninguna duda de que escalar el Pulgar del Diablo cambiaría mi vida. ¿Cómo podía ser de otro modo?

En aquella época trabajaba de carpintero y estaba construyendo la estructura de madera de unas casas en Boulder, Colorado, un empleo retribuido a tres dólares y medio la hora. Una tarde, después de nueve horas de acarrear tablones y clavar puntas de 16 centavos, le dije a mi jefe que me marchaba.

—No, dentro de dos semanas no, Steve. Lo que quisiera es marcharme ahora.

Recoger las herramientas y empaquetar mis pertenencias para desocupar la horrible caravana en que había estado alojado me tomó unas horas. Luego subí a mi coche y partí hacia Alaska.

Me sorprendió lo fácil que había resultado marcharme —aún me sorprende— y lo bien que me sentía. De repente, el mundo parecía brindarme unas posibilidades ilimitadas.

El Pulgar del Diablo se halla en la frontera entre la Columbia Británica y Alaska, al este de Petersburg, un puerto pesquero que sólo es accesible en avión o barco. No era difícil encontrar un vuelo regular para ir hasta Petersburg, pero la suma de mis activos en aquel momento ascendía a un viejo Pontiac Star Chief de 1960 y 200 dólares en metálico, una cifra que ni siquiera me permitía comprar un billete de ida. De modo que hice un largo viaje por carretera hasta Gig Harbor, Washington, donde abandoné el coche y conseguí persuadir al patrón de un pesquero que iba al norte de que me llevara.

El
Ocean Queen
era una trainera sólida y segura, construida con gruesas cuadernas de cedro de Alaska. A cambio del transporte, sólo tenía que hacer turnos regulares en el puente —cuatro horas de guardia al timón cada 12 horas— y ayudar a atar los innumerables boyarines de las redes para la pesca del halibut. La lenta travesía por la ruta marítima conocida como el Paso Interior transcurrió entre vagas ensoñaciones de lo que me esperaba. Estaba en camino, llevado por un imperativo que estaba más allá de mi capacidad de control o comprensión.

La luz del sol centelleaba en las olas mientras navegábamos por el estrecho de Georgia. Las colinas se alzaban abruptamente desde la orilla, tapizadas por una penumbra de cedros de Alaska, tsugas y tréboles. Las gaviotas revoloteaban sobre nuestras cabezas. Cerca de la isla de Malcom, la trainera pasó junto a un grupo de siete orcas. Sus aletas dorsales, algunas de la talla de un hombre, cortaban la cristalina superficie del agua a poca distancia de la barandilla.

La segunda noche, un par de horas antes de que amaneciera, la luz del reflector iluminó la cabeza de un cariacú mientras me encontraba de guardia en el puente. El animal estaba en medio del estrecho de Fitz Hugh, a más de un kilómetro y medio de la costa canadiense, nadando en las frías y negras aguas. Las retinas se le volvieron rojas cuando el haz de luz lo cegó; parecía estar exhausto y aterrorizado. Viré a estribor, la trainera se deslizó por su lado y su cabeza emergió un par de veces en nuestra estela antes de desaparecer en la oscuridad.

La mayor parte del Paso Interior es un brazo de mar que va estrechándose hasta formar sinuosos canales naturales semejantes a fiordos. Sin embargo, una vez que rebasamos la isla de Dundas, el panorama cambió de pronto. Hacia el oeste se veía el mar abierto, el Pacífico en toda su inmensidad, y la trainera empezó a cabecear y balancearse con violencia a causa del fuerte oleaje que venía de estribor. Las olas batían contra el costado y barrían la cubierta. Hacia el noreste, por encima del castillo de proa, apareció la confusa silueta de un conjunto de picos, minúsculos en la distancia; al verlo, sentí que mi pulso se aceleraba. Aquellas montañas anunciaban que me aproximaba al objetivo deseado. Habíamos llegado a Alaska.

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