—Me gustaría que hiciéramos juntas una lista de las personas que Ingrid conocía y la relación que tenían con ella, aunque solo fueran contactos superficiales. ¿Sabe si alguien la había amenazado o quería hacerle daño? A veces el personal sanitario es víctima del descontento de los pacientes o de los familiares. Todas esas cosas nos interesan. —Maria sacó papel y lápiz de la mochila mientras Signe iba a abrir a Erika.
Signe reflexionó. ¿Qué podía decir? Nada, en realidad no sabía nada del día a día de Ingrid, y menos aún de sus pensamientos íntimos. Nunca le había preguntado al respecto, nunca le había preguntado siquiera qué tal día había tenido. Signe solo hablaba de lo suyo. De sus dolores, de que había que pintar la casa o de lo que habría que comprar la próxima vez que Ingrid fuera a la ciudad. No tenía ni idea de cómo era la vida de Ingrid fuera de casa. Nunca le había interesado lo más mínimo. ¿Cómo ocultar semejante carencia en la relación madre e hija a los policías que están investigando? ¿Qué iban a pensar?
Entraron en la cocina, hablarían allí; Erika subió a buscar el ordenador, lo examinaría más tarde, en la comisaría. Los cacharros de varios días se apilaban en el fregadero. Sobre la mesa había un bocadillo a medio comer del día anterior; el embutido estaba reseco. Maria ayudó a recoger un poco las cosas mientras hacía unas cuantas preguntas acerca de la situación económica de Ingrid. Preguntas rutinarias para quien las hace, pero molestas para Signe. El dinero es un asunto privado.
—¿Sabe si Ingrid había hecho testamento? —le preguntó Maria desde el fregadero.
Signe siguió con la vista a Erika, que había salido al jardín para examinar la verja.
—No, no lo creo —respondió tras un momento de reflexión.
—Una pregunta más. ¿Ingrid iba a ser su heredera?
—Ingrid no es mi bija. Ni siquiera es adoptada. Nunca le revelé lo que dispone mi testamento. No tengo ningún otro familiar cercano vivo. Nadie que me preocupe lo más mínimo. Si he hecho testamento, lo que pone en él es asunto mío hasta que me llegue el momento de colgar las botas. Además, el testamento puede cambiar, ¿no?
Cuando Maria hubo apuntado los nombres que necesitaba, y después de tomarle las huellas dactilares a Signe para poder contrastarlas, las dos policías regresaron a la ciudad. Maria acompañó a Erika a la sección técnica para ver qué había en el ordenador de Ingrid.
—Resulta un poco desagradable inmiscuirse de esta manera en la vida de otra persona —dijo Erika—. Imagínate que de repente te mueres y alguien lee todos los e-mails que has escrito. De aquí en adelante intentaré expresarme mejor, me mostraré prudente y considerada, así los que vengan detrás pensarán que fui una buena persona. —Sonrió con malicia—. Eso era lo que hacía en la adolescencia cuando escribía el diario. Escribía las cosas interesantes y buenas que había hecho y luego dejaba el diario abierto con la esperanza de que alguien lo leyera y comprendiera lo buena que era.
—¡Qué sinvergüenza! Podía habérmelo imaginado. ¿Has encontrado algo interesante? —preguntó Maria.
—El bolso que llevaba en el portaequipajes de la bicicleta contenía libros de arte. Ingrid asistía a un curso de acuarela.
—Lo sé. Es el mismo curso al que yo he asistido toda la primavera.
—Pues parece que allí hay un hombre que se llama Simón. En un e-mail que acabo de abrir se ofrece descaradamente a lamerle la mermelada de frambuesas con nata donde tú sabes.
—¿Simón Bergvall? —Maria parecía tan sorprendida que Erika se echó a reír.
—El mismo. Por lo visto mantenían una relación íntima. Hay seiscientos cincuenta y cuatro mensajes de él. Y más o menos el doble de ella. Por lo que he podido ver hasta ahora el contenido de los mensajes de los últimos meses es casi siempre el mismo.
Mucha mermelada con nata. Es decir, propuestas sexuales un tanto pueriles. Nada particularmente romántico. Pero parece que estaban juntos. Ingrid habla de una vida en común… «quiero dormirme contigo y despertarme contigo siempre. Pronto, pronto mi amor… Tengo tantas ganas…».
—¿Así que era algo más que un ligue por internet? Confieso que me sorprende. No había notado nada en el curso. Simón flirtea con todas pero parece simplemente una manera de ser.
—Él tiene un perfil en un página de contactos, se presenta como Sorken, el Chaval. Quizá estaba hado con varias mujeres a la vez. —Erika hizo una pausa en la lectura y levantó la vista—. Eso no es algo delictivo. La deslealtad en una relación solo es punible en el mundo de los negocios. A mí me gustaría que la infidelidad en la red pudiera castigarse de algún modo… La maldición de la pantalla negra, por ejemplo, pero no es así. —Erika abrió el siguiente e-mail y soltó un silbido—. Ingrid le ofrece la mitad de su reino… lo invita a trasladarse a vivir a la granja. Le dice que el problema con Signe se resolverá pronto…
—Me pregunto si Signe lo sabía… —dijo Maria en voz baja.— O si fue precisamente la tarde en que murió Ingrid cuando Signe se enteró de que eso era lo que Ingrid quería.
—Ingrid era mucho mayor que él, ¿no? —preguntó Erika que había abierto un archivo que él le había enviado con una foto suya.
—Diez años, aunque si fuera al revés no le extrañaría a nadie. Me pregunto si no estaría pensando en dar un braguetazo… oye, una granja en Gocia vale dinero. Quiero decir, si él le doraba bien la píldora y no firmaban capitulaciones matrimoniales… Signe no vivirá muchos años más. Pero para eso él necesitaba que Ingrid estuviera viva.
—En cualquier caso, no parece que Simón la extorsionara pidiéndole dinero, sino que tal vez no era de fiar en la cuestión amorosa.
Maria pensó en la habitación de Ingrid. Estaba empapelada con un papel de flores, había una cómoda con un pequeño espejo, una cama sencilla y blanca con los cabeceros altos, una cama de ochenta centímetros de ancho, una cama sin expectativas. Cuadros bordados con motivos florales, niñas con flores, cestas con flores.
—La actitud de Simón también puede responder a un estilo de vida elegido conscientemente. A algunos paladines de la promiscuidad les parece demasiado corta para no amarlas a todas. Lo que quiero decir es que no lo ocultan, reconocen abiertamente que así es como quieren vivir su vida. Por lo que veo, él no le ha prometido que sea la única con la que practica juegos amorosos.
—Pero es fácil pensar que una es la única, forma parte de nuestra cultura; si no se dice otra cosa, una tiene la exclusiva. Si se quiere ligar con otras, hay que andarse con tapujos. —Maria pensó en lo que se podía ver de Móllebos desde la carretera donde ellas habían dejado aparcado el coche. Desde allí no se divisaba ni el estanque ni la entrada de la casa de piedra donde habían encontrado al cadáver de Ingrid—. ¿Crees que era allí donde se veían Simón e Ingrid? ¿Qué tenían sus encuentros amorosos en la Casa de los Monjes? Simón vive en un piso en el centro del pueblo, cualquiera puede ver quién entra y quién sale de allí; además, Ingrid a pesar de sus cincuenta años, vivía controlada como una chica de buena familia. ¿Quizá acudía a una cita amorosa cuando la mataron?
—¿Crees que pudo ser él quien la golpeó? Yo no veo que tuvieran ninguna desavenencia. —Erika fue hacia la ventana y contempló para sus adentros la bucólica estampa campestre. El agua espejeando bajo el sol. Los sauces llorones rozando con sus ramas la superficie del estanque. Los toros pastando.
—Puede que ella lo golpeara porque había visto que él seguía tratando de ligar en internet y puede que él le devolviera el golpe. Aunque me resulta difícil creerlo. Simón no parece un tipo agresivo. Creo que lo habría admitido y luego le habría quitado importancia al asunto. A él le gusta que todo sea agradable y que todo el mundo se lleve bien. Esa es la impresión que me ha dado en el curso de acuarela. Ingrid tampoco parecía una persona de temperamento impulsivo. —Maria recordó las lesiones que había observado en el cadáver cuando lo sacaron los de la ambulancia—. Todo apunta a que la golpearon por detrás con un objeto duro y romo, ni un cuchillo ni un hacha.
—Y sin embargo, ¿no es eso precisamente lo que suele ponerse de manifiesto cuando detenemos al culpable? —Erika asintió con la cabeza para reforzar su propia afirmación—. Después, cuando preguntas a los vecinos y amigos dicen: «Jamás habríamos podido imaginar que fuera él. Un chico normal y corriente, casi un poco tímido». ¿No es eso lo que suelen decir?
—Simón Bergvall no tiene nada de tímido. —Maria no pudo evitar esbozar una sonrisa—. ¿No lo dirás en serio?
—Entonces me parece que deberíamos hablar con él.
A lo largo del fin de semana la gente acudía al supermercado para hablar de lo que le había pasado a la enfermera del centro de salud. Cada uno aportaba sus propias conjeturas. Camilla, aunque solo la había visto en la caja y apenas habían intercambiado un par de palabras sobre cosas cotidianas, estaba apenada y consternada. También hacían suposiciones acerca del incendio. ¿Había hecho las dos cosas la misma persona? Gun, la de la charcutería, tenía sus teorías. Bibbi Johnsson, las suyas. La jornada laboral discurría asombrosamente lenta hacia su fin, lenta como una tortuga, como cuando uno espera ardientemente un encuentro amoroso. Las únicas interrupciones eran las breves pausas en las que Camilla enviaba SMS a su nuevo ligue Joakim. Iban a verse por la tarde. Camilla pensaba coger el bus hasta la ciudad. Él la recogería en Ósterport. Luego ella se quedaría a dormir en su casa por primera vez. Solo de pensarlo, su deseo y su excitación crecían, se sentía atolondrada, aturdida, nerviosísima y muy feliz. Aquello era maravilloso pero también complicado. No exento de problemas ni de remordimientos. Habían coincidido en una fiesta de cumpleaños el fin de semana anterior. Stina, una antigua compañera de clase de Camilla, cumplió veinte años y sus padres le organizaron una fiesta por todo lo alto. Había una carpa, un montón de bebida y un pinchadiscos casi profesional que se llamaba Ubbe. Su hermano mayor trabajaba en Munken.
Hubo hasta fuegos artificiales y tartas con velas que chisporroteaban. Todos los que estuvieron allí opinaban que la fiesta había sido un éxito. El problema era —Camilla se dio cuenta de ello cuando ya no tenía remedio— que Stina había invitado a Joakim Rydberg porque estaba enamorada de él en secreto. Habían salidos juntos antes pero él había roto y ella tenía la esperanza de que volvieran a empezar. Stina se lo contó cuando se quedaron un momento solas a la puerta del baño, justo antes de que el padre de Camilla fuera a buscarla. La confidencia fue como un puñetazo en el estómago. Si ella hubiera intuido cómo estaban las cosas no habría pasado nada. O al menos no tan pronto. Pero ¿cómo iba a saber que Stina estaba enamorada de Joakim? La semana anterior estaba colada por Ubbe, un chico de Burs, totalmente colada. Lo cual era de todo punto incomprensible, Porque al tío o le faltaba un tornillo o era exageradamente amanerado, resultaba difícil saber cuál de las dos cosas. Y estaba obsesionado con su pene. Se sacó la pilula en mitad de la borrachera y les preguntó a todos si era demasiado pequeña. No ligaba nunca. Decídmelo sinceramente… ¿es demasiado pequeña? No, Ubbe, le dijo entonces Joakim. Lo que tienes demasiado pequeño es el cerebro. Pero Stina salió en defensa de Ubbe. Así que Camilla, en su ignorancia, pensó que Ubbe estaba vedado y que sobre el resto de los chicos no pesaba ninguna restricción. Pero los vientos cambian de rumbo. Y tratándose de los ligues de Stina era más acertado hablar de ventoleras.
La antigua granja de piedra donde celebraron la fiesta estaba situada en una colina, los prados se extendían por las laderas hasta donde alcanzaba la vista. Al atardecer la temperatura descendió bruscamente. Extensas capas de niebla envolvieron el valle hasta cubrirlo como un edredón ondulado; parecía como si estuvieran rodeados de agua. Exactamente como había sido hacía mucho tiempo. Era tan impresionante y tan hermoso que cuando el sol de poniente se abrió paso entre la niebla y lo coloreó todo con reflejos dorados y rojos se sintieron como embriagados. El olor a hierba recién cortada se extendió y llegó hasta ellos en bocanadas frescas. Era como si se hallaran envueltos por los vapores de un brebaje afrodisíaco, como si el deseo amoroso emanara de la tierra y los narcotizara. Joakim surgió de entre la niebla. Con su camisa blanca de mangas amplias, ascendió como un héroe desde las profundidades de la tierra hasta la colina; parecía tan irreal que Camilla no pudo evitar mirarlo fijamente, mientras seguía calentándose las manos sobre la parrilla en la que iban a preparar la comida, hasta que él llegó a su lado. Cuando él le cogió las manos entre las suyas para comprobar si realmente las tenía tan frías como ella decía, Camilla no pensó ni por un momento en Stina ni en las esperanzas que ella pudiera tener puestas en aquella noche. Solo existía Joakim. Todo ocurrió muy deprisa. Cuando el deseo es tan fuerte, basta una mínima insinuación para que la conciencia se encoja como una pasa. Quizá fue el vino. Se alejó de los demás con Joakim para ir a ver las gallinas. Habría ido encantada a mirar cualquier cosa con tal de poder estar a solas con Joakim.
Había plumas esparcidas por todo el patio, así que cabía suponer que por algún sitio en la linde del bosque merodeaba un zorro satisfecho y feliz. Allí, mientras estaba en cuclillas y hablaba sobre el curioso comportamiento de las gallinas, él la rodeó con el brazo. Y ella, nerviosa, siguió hablando de las gallinas, de que realmente, si uno las observaba con detenimiento, encontraba parecidos con la gente a la que conocía. Las que les gusta hablar, las que se ofenden fácilmente, las que cacarean que todo es peligroso, las que quieren ponerse en el palo más alto y ser un poco más que las demás, las que sufren picotazos, las malhumoradas que se mantienen alejadas, y las que no pueden estar solas un segundo y se cuelan en el centro para que el zorro se coma primero a las otras. Entonces él se echó a reír y la volvió hacia sí, la miró en silencio de tal manera que ella pensó que iba a besarla, pero no lo hizo. «Ven», dijo señalando la fachada lateral de la caseta roja.
Una escalera conducía al desván que había encima del gallinero. ¡Ven! La ayudó a subir por la estrecha trampilla. Allí arriba el techo era tan bajo que no podían estar de pie. A la luz de la luna que entraba por un ventanuco vieron que el suelo estaba lleno de cajas de madera. «Azucarera de Roma», ponía en ellas. Él la ayudó con ternura a tumbarse encima de las cajas y se echó a su lado. Aquello era duro e incómodo, pero se olvidó de eso en cuanto él la besó y deslizó una mano entre sus muslos desnudos y bronceados en el solárium.