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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (36 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Mateo había reclutado en Gerona y provincia unos cien muchachos de la más diversa procedencia social, a los que dividió por escuadras. Le interesaba precisamente la heterogeneidad. Que Pablito, el hijo del Gobernador, se codeara con huérfanos atendidos en Auxilio Social y con «El Niño de Jaén». Era preciso que el aire libre, la camaradería y la extroversión propia de la edad barrieran en lo posible las diferencias.

Aquel ensayo sería la piedra de toque para, en años próximos, multiplicar los Campamentos a lo largo del litoral, organizando en cada uno de ellos los consabidos turnos.

Mateo, antes de salir de Gerona, le había dicho a Pilar: «Voy a ver si consigo meter en la cabeza de esos muchachos unas cuantas ideas básicas»; es decir, también en eso Ignacio había imaginado certero. Pilar le había contestado: «De acuerdo. Pero prométeme que una vez al día te acordarás de que existo».

Mateo, pues, se había ido de Gerona ilusionado. Le encantaba, desde luego, enfrentarse con el alma juvenil y soñaba —tal como Pilar le dijera a Marta en el tren, en el reciente viaje a Barcelona— con tener muchos hijos para moldearlos a su gusto. Los ojos iluminados de los niños, en los que podían escribirse las más hermosas palabras, lo estimulaban en esa dirección. Pensar que aquellas vidas formarían más adelante la promoción que gobernaría a España, lo estremecía de responsabilidad. Sin embargo, había comprobado en seguida que existía un obstáculo: aquellos niños, sin duda por inmadurez, habían vivido la guerra pero no habían calado hondo en su significado.

Todos, excepto Pablito, la habían conocido en la zona «roja» y habían visto ametralladoras, milicianos y aviones de bombardeo. Algunos habían quedado sin hogar —la casa destruida— y la mayor parte habían presenciado la huida a Francia del Ejército «rojo» derrotado; pero sus mentes sólo habían registrado lo que en todo ello había de subversión, de rotura y desconcierto; poca cosa más. La idea de «grandeza» les era tan ajena como podía serlo para las estrellas la idea de «firmamento». Respondían al toque de los cornetines, al ondear de las banderas y cantaban a pleno pulmón los himnos; pero su entusiasmo era instintivo, con dosis de admiración por el orden reinante, después del caos que los rodeó a lo largo de tres años. Ya no pasaban hambre.

Ya no oían blasfemias. En los escaparates había luz eléctrica y el alcalde llevaba chistera. Hasta los perros engordaban. Pero sería preciso una dura labor para hacerles comprender que debajo de aquel cambio latía algo más que el triunfo del más fuerte o que el fin inevitable de un ciclo. El sufrimiento había sido excesivo para aquellos espíritus en embrión, por lo que a menudo adoptaban ahora, sin darse cuenta, actitudes defensivas. Sí, les roía por dentro un punto de amoralidad, de cinismo, o de repentina indiferencia. Eloy, por ejemplo, el «renacuajo» de los Alvear, que se había convertido en el asistente de Mateo, en una ocasión había mirado la pistola que éste llevaba en el cinto y le había preguntado: «Pero ¿tú has matado a alguien?».

Un muchacho del pueblo de Llers, pueblo que había volado prácticamente a consecuencia de una explosión, una noche se dedicó a cortar con una navaja cabritera las cuerdas de varias tiendas por el simple placer de verlas desplomarse. Y el benjamín del Campamento, llamado Ricardito, pese a ignorar lo que eran las privaciones, pues su padre había sido jefe de Suministros, se dedicaba a aplastar lagartijas con la punta de la alpargata y cuando le mandaban algo miraba con desparpajo y preguntaba: «¿Y eso por qué?». En otro orden de cosas, de repente un grupo de chavales le formulaba a Mateo preguntas absurdas, como por ejemplo si era cierto que los niños alemanes no estaban nunca enfermos.

Pese a todo, Mateo, curtido por tantos avatares, tenía plena confianza en que el tiempo y el método salvarían todas las vallas psicológicas que se opusieran a su tarea.

El optimismo lo ganaba sobre todo a la hora en que los cien chavales se bañaban, gritando y braceando con una alegría incontaminada, bautismal y, más aún, a la noche, cuando cada escuadra encendía una fogata delante de la tienda correspondiente. Mateo entonces, mientras acariciaba la cabeza casi rapada de Eloy, contemplaba la ceremonia y sentía que se le esponjaba el alma. Recordaba noches vividas por él en el frente, otras fogatas; y los rostros iluminados de los chicos y el temblor de las llamas le repetían como un estribillo: «Serán míos, serán nuestros. Se canalizarán sus sentimientos. Nadie nos podrá arrebatar esa juventud».

Por descontado, el muchacho tuvo un acierto de enfoque que por sí solo denotaba que la «política», con pesar sobre él mucho, no lo había deshumanizado. Procuró no exagerar en su plan de catequesis. Precisamente el comportamiento de sus pupilos le demostró que éstos eran «hombres» y no un amasijo de reflejos. De ahí que programó en el Campamento, para cada jornada, un setenta por ciento de actos de libre expansión y un treinta por ciento de disciplina. No más. Su lema fue: «Si esos chicos han de encauzarse a través de la Falange hacia puestos importantes, ¿qué menos puedo hacer que conocer sus inclinaciones temperamentales?».

Mateo fue fiel a este lema. Desde el primer día puso manos a la obra. Quiso conocer uno por uno a los muchachos que poblaban las laderas de San Telmo. Confeccionó un cuestionario, que los chicos habían de rellenar de su puño y letra. Hizo preguntas a granel y anotó las respuestas. Observaba la expresión de los rostros al oír determinados vocablos, al experimentar fatiga e incluso al contemplar el mar. Llevaba un fichero que él, de acuerdo con su léxico, calificaba de «caliente y directo». Y cabe admitir que tal fichero había de resultarle de gran utilidad.

Por de pronto, llegó a la conclusión de que —como ocurría con los detenidos al presentarse ante el Tribunal, en
Auditoría de Guerra
— los chicos provenientes de pueblos de la costa eran más avispados e imaginativos que los de la montaña. Tal vez incluso fueran más valientes o estuvieran mejor predispuestos a enrolarse en una aventura. También observó que los más delgados soñaban en voz alta y que los que siempre tenían sed eran los más eróticos. Porque, ésa fue una de las plagas con las que Mateo tuvo que enfrentarse: la masturbación. Había horas en que los muchachos desaparecían por entre la arboleda con cualquier pretexto y de pronto, como si les picara una culebra tan vieja como el mundo, miraban a hurtadillas, cerciorándose de que no los veía nadie, y cometían el pecado solitario. Mateo reflexionó mucho sobre el particular y al final, por decisión propia, se abstuvo de intervenir. ¡Que el doctor Gregorio Lascasas lo perdonara! Como hubiera dicho el camarada Dávila, era aquello un desahogo natural que escapaba también a las ordenanzas. Otro hecho le llamó especialmente la atención: existían diferencias fundamentales entre los chicos que tenían madre y los chicos que la habían perdido. Ello lo afectó enormemente, puesto que él, Mateo, perdió la suya en la niñez. A los que carecían de madre se los veía un tanto huidizos, como si los oprimiese una vaga inseguridad. A veces se encolerizaban sin ton ni son; y es que estaban más necesitados de protección y de afecto. No comprendían que, a la llegada del correo, sus compañeros, al reconocer en el sobre la letra de la madre o al leer en el remitente su nombre, dijeran «¡bah!», y abrieran con desgana la carta. ¡Si ellos hubieran podido recibir otra igual! Mateo comprobó que no tener madre era una terrible mutilación, un lastre que impedía a los muchachos alcanzar en su yo más profundo la plenitud y que en un momento dado los llenaba de incontenible tristeza.

Al margen de esto, Mateo, sin darse cuenta, prestó especial atención a las fichas correspondientes a los chicos de Gerona, de la capital. Y de ellas, varias lo sorprendieron hasta el punto de hacerle rascarse la negra cabellera. Con Eloy no le ocurrió eso. Su trayectoria estaba clara: el chico quería darle al balón, ser futbolista y no le interesaba sino tener amigos, crecer fuerte como un roble y aprender a caerse sin hacerse daño. Tampoco lo sorprendió la ficha de «El Niño de Jaén»: no había conflicto.

El gitanillo, gran triunfador en la piscina el 18 de julio, quería bailar. Su cintura se cimbreaba por sí sola, su cuerpo adoptaba posturas armónicas, convertía en castañuelas los guijarros y, chascando con los dedos, improvisaba toda suerte de ritmos. «El Niño de Jaén», con su mechón de pelo en la frente y el color violento de los pañuelos que utilizaba, era un poco el duende del Campamento y se había convertido por derecho propio en la figura más popular.

En cambio, Mateo se llevó una gran sorpresa con Félix, el hijo de Alfonso Reyes, el ex cajero del Banco Arús. El muchacho, que se encontraba en el Campamento por recomendación de Ignacio, escuchaba con semblante hosco todas las pláticas políticas, lo cual era lógico, dado que su padre sufría cárcel en Alcalá de Henares, donde, para redimir penas, tallaba también, como los demás presos, crucifijos; pero se pasaba el día elaborando figuras de madera y dibujando. Dibujar era sin duda su obsesión. Siempre llevaba en los bolsillos lápices y gomas de borrar. Pero en sus trabajos hacía gala de una inventiva portentosa, como si quisiera evadirse o fundir unos con otros los elementos de la realidad. Cuando dibujaba el mar lo llenaba de bicicletas y no de barcos. Cuando dibujaba las picudas tiendas de campaña colocaba en ellas escudos de rara simbología.

Y si alguna vez se atrevía con un rostro humano, lo llenaba de ojos. Ojos en la frente, en las mejillas, y uno muy grande en la barbilla. ¿Qué es lo que Félix quería ver? Tal vez la razón por la cual su madre estaba en la cárcel y su padre tallaba crucifijos.

De todos modos, la sorpresa por antonomasia se la dio a Mateo el hijo del Gobernador, Pablito, quien con sus quince años cumplidos era el chico de mayor edad en la montaña de San Telmo. En el cuestionario había puesto que quería ser «un hombre». La palabra sonaba a reto; pero Pablito no era fanfarrón. Al contrario, siempre se lamentaba de que, por ser hijo de quien era, los demás chicos lo tratasen con deferencia, o no se atrevieran a intimar con él y que algunos incluso lo adulasen. Era alto y rubio —orgullo de María del Mar— pero no se acicalaba, sino todo lo contrario.

Llevaba la camisa azul más sucia del Campamento y ya el primer día abolló la cantimplora. Mateo se desvivió por penetrar en los entresijos de su rebeldía pero fue inútil. El propio Pablito ignoraba por qué era así y no de otra manera. Había cursado ya el cuarto año de Bachillerato y sabía muchas cosas, pues de pasada era un memorión.

Tenía dotes de mando, pero prescindía de ellas, como si sintiera por lo castrense una alergia casi rabiosa. Nunca hablaba de su padre. Mateo había llegado a la conclusión de que durante mucho tiempo lo había admirado el máximo, considerándolo un héroe; pero que ahora en su interior le censuraba que disfrutara de tanto poder.

—Pablito, ¿qué significa eso de «quiero ser un hombre»?

—Pues eso, un hombre. Como los demás, pero a mi manera.

—¿No ves ahí una contradicción?

—No.

—¿Por qué te has retrasado para ir a la playa?

—¡Sí, he de dar ejemplo, ya sé! Pero estaba allá arriba, haciendo pis.

—Duermes mal, ¿verdad?

—Depende. Tengo la impresión de que ronco y de que molesto a los demás.

—¿Sabes que eres el campeón del apetito?

—¡Oh, desde luego! Me comería un buey. Lo siento.

—Si tuvieras que dirigir este Campamento, ¿cómo lo harías?

—Como tú lo haces. Te aprecio mucho y tú lo sabes.

—¿Te gusta la Historia?

—Me gustaría si su personaje más importante no fuera Caín…

—¿No crees que a veces es necesario luchar?

—Sí, lo creo, pero me disgusta. Prefiero la literatura.

—No te veo aquí contento, como lo estabas en Gerona. Ni siquiera silbas.

¡Y cuidado que el Campamento se prestaría a hacerlo!

—Pues estoy contento, la verdad. Lo que ocurre es… que prefiero escribir.

—¿Qué es lo que escribes?

—Nada. Todo lo pienso. —Se tocó la frente—. Algún día saldrá.

—¿Versos?

—¡No, por favor!

—¿Qué es lo que te preocupa?

—Estupideces. Me pregunto qué hacemos aquí, todos juntos, por qué los bichos pican, por qué yo me llamo Pablito.

—Te gustan las mujeres, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—También te gusta fumar…

—¡Bueno! Me gustaría hacerlo en pipa, como el general.

—¿A qué persona quieres más en este mundo?

—¡Psé! Hoy, por ejemplo, a mi hermana, a Cristina.

—¿Qué sientes cuando izamos la bandera?

—Algunas veces, una gran emoción. Pero, por regla general, lo que me gustaría es saber lo que sienten los demás.

—Resumiendo, Pablito, eres un poco lo que precisamente no querrías ser: un juez.

—Es posible. Pero ¿podrías decirme por qué uno es como es?

—No. No puedo resolverte esta papeleta.

¡Ah, maravilloso y abstruso mundo infantil! El Campamento Juvenil de Verano era un impar campo de observación. Cuando Mateo, bien entrada la noche, apagadas ya las hogueras, se retiraba a su tienda a descansar —¡Eloy roncaba, roncaba ya, sobre su montón de paja!—, pasaba revista a las imágenes y a las palabras vistas y oídas a lo largo de la jornada y no conseguía establecer una ilación. Cada chico era una pregunta, una profecía, una infinita probabilidad. Tal vez aquella edad —la de Pablito, la de Félix— fuera la peor… Tal vez la naturaleza se resistiera al deseable «quehacer común», a la programación minuciosa. Se disparaba en todas direcciones, como acaso pudiera hacerlo la escopeta de un tirador epiléptico: hacia el fútbol, hacia el baile flamenco, hacia la masturbación. ¿Y hacia la política? ¿Cuántos, entre aquellos muchachos del CAMPAMENTO ONÉSIMO REDONDO, querrían ser políticos? No se sabía. Félix quería pintar bicicletas en el mar; Ricardito, el benjamín, quería aplastar lagartijas con la punta de la alpargata; Pablito quería comerse un buey. ¿De dónde saldrían los futuros dirigentes, del litoral o del monte? ¿De los que soñaban en voz alta o de los que siempre tenían sed? ¿De los huérfanos de madre?

Mateo se repitió una vez más, ignorando que el profesor Civil lo hubiera dicho antes, que el doctor Chaos era un optimista afirmando que los hombres avanzaban en escuadrilla. Como masa, como colectividad, era cierto; pero en el claustro individual…

En aquel Campamento instalado en la ladera de San Telmo, en San Feliu de Guixols, cien muchachos llevaban camisa azul; pero los cien azules eran diferentes.

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