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Authors: Martín de Ambrosio

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Guardapolvos (12 page)

Pocos pueden darse el lujo de encerrarse «para matarnos en un cuarto de hotel», como cantaba el cuartetero Rodrigo Bueno, encierro que deja a salvo no sólo la vida sino que permite evadir las miradas indiscretas. Quienes ostentan buenos récords en esto de apareamientos de largo término son las martas cibelinas —un mamífero que vive en Rusia y cuya piel funciona bien para confeccionar tapados— que copulan durante horas y horas. Ocho en total, dice Ambrosio García Leal, qué hambre. También hay insectos que se pasan semanas en cópula, pero nadie desea nada de la vida de un insecto, por más que puedan jactarse whisky en mano de sus hazañas mínimas; unos sapos particulares (los
Atelopus
) están sobre la hembra cuatro meses seguidos, qué cargosos. Y, en época de celo, los leones tienen más de 150 relaciones en dos días: lo que parece un error en las técnicas de retardo es en realidad una estrategia para estar seguro de que el embrión que cargará la leona será el propio, no sea cosa.

Según determinó la Sociedad Internacional de Medicina Sexual, para el machito humano, una cópula de menos de 60 segundos significa sufrir de síndrome de eyaculación precoz (pero, a no temer, puede tratarse… no sólo cambiando de pareja, señor, señora). Lo interesante es que la humana eyaculación precoz es algo relativamente novedoso: antes de que el goce femenino fuera la norma para Occidente, qué importaba, cuanto más rápido pasara ese molesto trámite, mejor. Y, lo dijimos antes, en apenas una generación o media generación, no mucho más allá de nuestras abuelas o nuestras tías más grandes. Refinamiento cultural reciente, mucho más que la ópera, las novelas de Víctor Hugo o los relatos de Morales.

Otro punto más a favor de la singularidad de la sexualidad humana, culturalísima. Y por no decir nada de un tema escabroso: el tamaño del pene, exorbitante e innecesariamente grande en el ser humano (en comparación con otros monitos más modestos). García Leal, entre otros autores, sostiene no sólo eso sino también que su estructura («en forma de émbolo», es decir, el dispositivo mecánico de ciertas bombas hidráulicas, por ejemplo) esconde una función, quizá no del todo vetusta hoy pero sí poco evidente: retirar el esperma de una pareja anterior de nuestra pareja actual y colocar el nuestro en un lugar preferencial, so traidora. Y he aquí otra diferencia con los otros primates más peludos. Un pene humano necesita entre 100 y 500 embestidas o, cómo llamarlas, ¿idas y vueltas? ¿entradas y salidas? Bueno, ese número, mientras que un macaco se maneja en un rango de entre 2 y 8, un mono búho no pasa de 4 y el mono aullador puede llegar a 20.
1
Ochos segundos ellos, entre ocho minutos y hasta una hora los machos humanos. Qué orgullo.

Lucía

Nacida en un lugar de la provincia de Buenos Aires, a más de 400 kilómetros de la Capital, Lucía —su nombre, como todos, es ficción— estuvo tres años como interna del Pabellón V del Hospital de Clínicas de la Ciudad de Buenos Aires. Según cuenta ahora —sentada en un bar en una esquina del barrio de Belgrano, frente a ciertos cines—, allí, cerca de finales de la década del 70, convivían médicos del interior que no tenían dónde dormir. En el Clínicas hizo todos sus años de residencia y conoció a quien sería su marido. Él era porteño, y hasta auto tenía, toda una rareza por entonces, un símbolo de estatus; provenía de toda una familia de médicos, otro signo de aristocracia. Pero —otra señal en el mismo sentido que las anteriores— falsificó su condición de salteño para poder vivir allí y ser médico 24 horas, siete días a la semana.

Como le pasa a mucha gente que pasó los cincuenta años, Lucía —hoy directiva en un hospital de Buenos Aires— dice que en la actualidad es otra historia, que antes todo era distinto; y mejor, claro. Ni siquiera cede a la idea de que ahora la libertad sexual es mayor y, por ende, hay más y mejores actos sexuales. No cree en nada de eso, aunque no se la ve especialmente mal, ni amargada, ni mucho menos. No a simple vista.

Todas sus referencias son sobre gente con apellido, gente de prestigio académico (médico) mundial, que sale en los diarios; desde luego, como todos, pide que no se mencione explícitamente a nadie. Parece orgullosa de haber compartido momentos de su vida con ellos, de haberlos siquiera rozado.

Parece que —cuenta— el Pabellón V del Clínicas estaba separado en un ala masculina y una femenina. Las mujeres casi siempre tenían que compartir sus habitaciones; los hombres, rara vez. La primera historia que elige contar sucedió un jueves, después del mediodía cuando el trabajo en el hospital mermaba notoriamente; se había hecho un asado para festejar el cumpleaños de uno de los residentes. Entre los viandantes había una chica de afuera, a quien supusieron novia de alguno. Pero a eso de las cuatro de la tarde, subieron el volumen de la música, apagaron las luces, sacaron la red de una mesa de ping-pong que había y esta chica comenzó con un show de
strip-tease
para un público de quince médicos y médicas. El pacto que se habían hecho era que con el desnudo final llegaría un sorteo y alguien recibiría el premio mayor: se la llevaría a una de las habitaciones. Pero un pícaro les ganó a varios de mano y mientras se discutía no sé qué cosa, enfiló acompañado para una de las habitaciones. Cuando descubrieron el engaño, sobrevino la furia y la venganza: por la banderola de la pieza lograron meter una manguera prevista contra incendios y así separar a la flamante pareja. Pero el agua arrojada fue mucha, mojó a varios de los que quedaban de la fiesta y llegó hasta el segundo piso. Se enteraron los jefes, pero las reprimendas fueron suaves y las sanciones, ridículas. En consecuencia, se volvió a usar el agua para despertar gente que no se quería prender en festejos o en ruedas de canciones.

Lucía coloca a esos años como los mejores de su vida; aunque no lo diga jamás así, se le nota. Como había mucha gente del interior, teníamos una mística muy especial, dice, nos reuníamos a cantar casi todas las noches, recuerda. Pero recalca que no todo era fiesta, y que se estudiaba mucho para ateneos y presentaciones, y que todos se convirtieron en clínicos y cirujanos brillantes. Otras dos parejas terminaron también casadas; ella tuvo dos hijos, y a los ochos años se separó. Pero no adjudica, para nada, su divorcio al hecho de las libertades sexuales que viven los médicos, dice y se rasca la nariz.

Recuerda la despedida de solteros que les hicieron: les enyesaron los brazos. Lo cual no sería nada si no fuera porque unas horas después y con bastante alcohol circulante, fueron sometidos a la ruptura del yeso con las sierras… que, ahora sí de verdad, pudieron haberlos desmembrados. Siempre estábamos al borde del desastre, dice, pero así canalizaban los cirujanos el estrés. Había camaradería.

A su marido lo conoció en ese contexto parrandoso. Nos veíamos todos los días, almorzábamos y cenábamos, intimábamos más con todos, dice. Se puso de novia al final del primer año. Él salía con una chica de afuera y yo no le daba bolilla. Todo cambió cuando una noche tuve dos invitaciones más para salir: una, de un médico grosso y otra de un ingeniero también del interior. Se decidió por la tercera, de quien se transformaría en su marido.

Y vuelve sobre la mística, lo que compartían. Era como ser hippies pero con estudios, dice. Si había paros y no teníamos quién cocinara, los hombres traían la comida desde el subsuelo al pabellón. Igual, desde luego, el espíritu de comunidad tenía sus límites: una de esas veces llevaron casi una res entera y a las mujeres apenas si les dejaron las sobras, recuerda.

También cuenta cosas que le pasaron a otras. Una vez, una compañera estaba de guardia en otro hospital y decidió acostarse en una de las cuchetas que solía usar, arriba. Al rato, ya dormida, escucha que entran dos que no eran pareja. Los reconoce por las voces; ella estaba casada. Y se ponen muy plácidamente a hacer el amor casi en su oído, sin suponer que había alguien tan cerca, arriba. Ella se quedó todo el tiempo, que fue mucho, inmóvil, estupefacta.

Casos de médicos y médicas casadas y con relaciones paralelas durante años conozco muchos, dice. Yo y los demás los podíamos y podemos ver casi a diario. Hacen las guardias, tienen algún escarceo nocturno (o no, según cómo venga la mano de trabajo), desayunan juntos y después vuelan cada uno para su casa.

Pero a veces las mujeres engañadas se enteran. Como una que lo fue a buscar y lo arañó por un largo pasillo del hospital y durante un viaje en auto. Fue famoso el caso, dice, por eso no te cuento en qué hospital, todo el mundo sabría de qué hablo.

En la comunidad, adentro, todo se sabe. Y cada uno podrá responder por sí mismo por qué no se divorcia, dice. Lucía cree que la mujer es la que menos se separa de lo que tiene, por los chicos y, o, por la seguridad económica que el hombre puede darle. En eso parece pensar de un modo clásico, Lucía. Los varones, hoy, arriesgan más. Pero hay relaciones que no se entienden, dice. Tenía una compañera brillante que salía con el ascensorista y otra con el chofer de la ambulancia. Eso, para Lucía, es el colmo de la asimetría. Hay un abismo, dice. La que salía con el ascensorista, médica brillante, estaba casada. Por qué lo hacía, alguna virtud tendría el ascensorista, hipotetiza el cronista en busca de eficaz contrapunto. No sé, repone ella. Era una experiencia que buscaba, algo así como vivir al límite, dice, al borde del precipicio, insiste. Que tener un amante, que vivir la relación furtiva, que escaparte, que arreglar horarios insólitos. Pero, está segura, nunca iba a dejar a su marido, a quien tal vez amara.

Un clásico de hospital son las parejas de cirujano e instrumentadora, se ve mucho.

Una amiga médica de Lucía se dio cuenta de que precisamente su marido cirujano salía con la instrumentadora. Él lo negó toda vez que pudo, con todo el énfasis necesario, hasta que ella, su mujer, irrumpió un día en su consultorio. Él estaba solo. Pero una intuición, un dato, le hizo abrir el armario y ahí estaba ella sin mucho que instrumentar. El tema, dice Lucía, es que él se había casado con ella porque (él) era de clase baja y su mujer le aportaba un apellido con resonancias aristocráticas, justo lo que necesitaba. No se separaron; cómo se lo digo a mi familia, a mi padre, dice Lucía que argumentó su amiga.

Las guardias son proclives a todo porque uno se pasa un día entero —y eterno, a veces— con alguien y eso contribuye al acercamiento. Pero también hay tipos patológicos. Como el cirujano pediátrico que tenía el berretín de levantarse (Lucía no usa esta palabra, dice «se enganchaba») a las madres de los chicos que tenían que operarse. Era el aristócrata que le gustaba salir con madres de chicos de hospital público; incluso llegado el caso, gitanas, dice ella, imaginate vos. Qué perversión, desliza el cronista para que la historia continúe. Pero Lucía dice que no era un pervertido, que era un
playboy
, alguien que buscaba vivir y relacionarse sexualmente en un ámbito distinto al de siempre, al de su familia. Había dicho «aristócrata» y aclara: su mujer era dueña de medio país, no me pidas nombres, ruega, y el cronista tiene que aceptarlo y seguir escuchando, es el contrato implícito. Él era pintón, agradable, canchero y las mujeres no se rendían ante él porque estaban en un momento de vulnerabilidad en que descansaban su vida y la de sus hijos en las hábiles manos del cirujano: era un halago en cualquier circunstancia.

Pero no todos son
bon vivants
, desde luego. En otro hospital, un cirujano dejó a su mujer para irse con la instrumentadora. Cuando al año de vivir juntos, ella decide a su vez dejarlo, él ordena su consultorio, se pincha una vena y se suicida por goteo para que le dé un paro cardíaco. Beneficios de tener el
know-how
. En ese mismo hospital hubo un caso de prácticas homosexuales entre un médico, casado con hijos, y un conscripto, un recluta de la colimba. Lucía dice que salió en los diarios incluso, a fines de los 80. Fue un escándalo pero hay mucha homosexualidad también, dice, más de la que puede parecer.

Y vuelve a los cirujanos. Son complicados porque se creen superiores al resto. Ellos dicen en broma que tienen el fuego de Dios. En broma, pero lo dicen, dice Lucía. Los anestesistas no; a cambio de eso, son conflictuados, introvertidos. Sí se dan los casos de dermatólogos con sus pacientes. Y cirujano plástico, dice, suspira: tener un cirujano plástico al lado es el sueño de toda mujer.

Lucía cree que antes todo era más divertido, más relajado. Cree que ya no existe la misma mística de las guardias de antes, de compañerismo. Se perdieron muchas cosas. Ahora todos están obsesionados con hacer carrera, con mejorar sus currículums, con ser más competentes. Antes se casaban jóvenes; hoy hasta eso han postergado en pos de progresar. Hay casos en las guardias; hace poco en mi hospital se nos perdió una chica y la buscamos hasta por la policía, llamamos a sus familiares; bueno, estaba en un consultorio teniendo sexo, pero no le había avisado a nadie para que la cubriera.

Todo tiene que ver con que antes el trabajo era distinto. Una guardia ahora es mucho más trabajosa que antes, con la inseguridad, con los acuchillados, baleados, el fantasma de ser acusado de mala praxis. Antes había más tiempo para convivir, dice y sigue de largo.

Otro caso es el de mi cuñado. El
bon vivant
que te dije que murió a los 50, víctima de un ataque cardíaco final, que fue el corolario de una vida apurada por la certeza de la muerte inminente. Vivió al mango, dice. Sus guardias eran famosas. Tenía dos amantes a la vez. Estaba casado y tenía hijos. Una vez, una de sus amantes se había ido a Chile y desde ahí le escribió una carta, no era época aún de correos electrónicos. El asistente de mi cuñado, un tarambana, le dio la carta a la mujer que se tomó el cuidado de abrirla con vapor, leerla y volver a cerrarla prolijamente. Y así fue que se la dio a su marido, pero él se dio cuenta de que otros ojos habían leído antes esas líneas. Ambos sabían que el otro sabía, pero nunca se dijeron nada, lo manejaron tácitamente. Al poco tiempo, él se le apareció con un tapado de piel espectacular, una especie de premio a su silencio; así pagó su travesura. Ella sabía todo, incluso que se iba a morir joven, pero lo idolatraba, no le importaba qué hiciera. Y cuando murió fue un drama.

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