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Authors: Martín de Ambrosio

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Guardapolvos (11 page)

Se hace la hora, Juan se tiene que ir. Me pregunta algo del libro y mis entrevistas. Le digo que varias veces di con casos de médicos y médicas homosexuales pero ninguno, y fueron varios, aceptó sentarse conmigo a contarme nada. Es que están muy ocultos, me dice. Hay un pudor estúpido. Tengo el caso de un amigo que después de separado de su mujer salió del closet, pero se lo contó a muy pocos amigos. Porque, entre médicos, «puto» sigue siendo el máximo insulto. Sí está más en la superficie el enfermero homosexual; que es el mejor, que conjuga lo bueno de las mujeres y lo bueno de los hombres, suelen ser espectaculares, muy buenos profesionales. Compañeros, inteligentes y acompañan mucho al paciente. El médico homosexual se empeña en ocultar su condición.

EL INFIERNO SON LAS GUARDIAS

«Mi teoría es que una mujer
debe tener tres hombres.»

Zuckerman contemplaba a la muchacha agitándose, como él le había indicado, sobre el mango de plástico de su cepillo, o el aplicador de anticonceptivo, y en una ocasión sobre un pepino adquirido para tal fin esa mañana.

Philip Roth,

Mi vida como hombre
.

Dialoguito por mail y chat

—Qué buena idea la de tu libro. ¿Va a ser onda «Ciencia que ladra» o la revista
Caras
?

—Bueno, podría ser una mezcla de ambas. ¿Creés que podrás conseguirme algún médico con una linda historia que contar? En un rato te mando el mail que usé un par de veces para intentar convencer gente.

—Algo creo que puedo hacer. Me encanta cómo lo más instintivo de la especie siempre salta y los humanos sólo lo disfrazamos con la neocorteza…

—Gracias. Respecto de corteza y neocorteza, bueno, ya leerás el libro, creo que podríamos polemizar, no sé si estoy tan de acuerdo.

—Jajajaja, mi estimado. ¡Las hormonas son
TAN
dominantes, el reptil está
TAN
presente! Me apasiona el tema, cuando quieras polemizamos. ¡Nuestro cerebro está en pañalísimos en este universo! No hay forma de que lo más primitivo no sea lo que siempre termine saltando. Hay que tener demasiado entrenamiento de control hormonal para evitarlo o distraerlo, jaja. Te lo digo yo que llevo años conociendo a mis hormonas y recién ahora, según mi hermano, llegué a una edad en la que casi me parezco a un ser humano. ¡No le envidio una centésima a las de 20 aunque no tengan celulitis! Jajaja.

Para un boxeador estar en guardia es fundamental; salvo para saltarines o estetas del pugilato, bajarla significa recibir un golpe (a tal punto que esa imagen boxística saltó directamente al lugar común «bajar la guardia» como sinónimo de rendición, de dejar uno que lo masacren a piñas). La guardia periodística no es el súmmum ni la quintaesencia del oficio pero puede ser útil en algún momento para pescar personajes; pese a que está algo bastardeada, paparazzi mediante, casi no hay nadie en la profesión que haya escapado de ella. Soldados y oficiales saben que estar de guardia implica un estado de atención para poner a todo el mundo al arma si llega el enemigo, herencia de los vigías de las torres medievales. Los peritos, los bomberos y las farmacias también están de guardia; los jueces y los policías. Existe guardia civil, guardia pretoriana, guardia suiza (los monigotes con pinta de clowns que cuidan al Papa de los católicos) y Guardia Vieja, que es una calle en Almagro, Buenos Aires.

Para los médicos, que saben que bajar la guardia no es lo mismo que bajar la caña durante una guardia, las guardias pueden ser el infierno en más de un sentido. La sensación de comunidad de los médicos, sobre todo durante la etapa de residentes que muchos califican como idílica (y con motivos: se han recibido, son profesionales que ejercen, en general hacen lo que les gusta y aún son jóvenes), se refuerza por compartir no sólo pesares habituales de la medicina, nacimientos, muertes y tragedias, y habladurías y chismes típicos de las relaciones humanas, sino también por el hecho de compartir momentos de la más crasa fisiología; la escatología no sexual también es un tema de las guardias y refuerza los lazos de médicos y afines. Mucha gente que comparte un mismo baño durante meses y meses no sólo conlleva un problema de índole práctico sino que amenaza, más tarde o más temprano según el nivel de introversión de cada uno, con borrar los límites del pudor; en fin, que el cuánto y cómo se va al baño se convierte en un tema de conversación, por si faltaban. Es la otra escatología que une. Entre las tensiones propias de guardias agitadas —y en este caso me refiero al trabajo— y ciertas retenciones propias de cada individuo o de cada dieta, los baños tapados son un clásico, casi tanto como el llamado a intendencia para que solucione ciertos desastres de orden atmosférico-cloacal. Y llega un momento en que no te importa que sepan que sos vos la que acaba de ir al baño y de dejarlo en esas lamentables condiciones, me dice una médica, aunque reconoce que el tema es más habitual entre varones, que incluso llegan a jactarse de semejantes e íntimas faenas. Ellos usan expresiones, que incluso anuncian qué van a hacer, del estilo «tengo que despedir a un amigo del interior» o «me voy a enviar un fax» o a «darle saludos al viejo Garete».

Los médicos, cuando tienen que ir a una guardia y están cansados o desganados, desean que llueva o que haya viento o un temporal, un huracán, lo que sea. La gente va menos a las guardias cuando es molesto salir de casa. Lo peor es un domingo a la tarde de primavera, lindo, con solcito. La gente que no sabe qué hacer con su vida en el ocaso del fin de semana y prefiere esta vez descartar el shopping, se acerca al hospital o clínica, en esto las diferencias sociales parecen no contar, a ver qué pueden hacer con ese problemita de salud que vienen acarreando: ¿quince días con esa tosecita insignificante y venís justo ahora que estoy corriendo con otros mil idiotas a los que tampoco les pasa nada grave?, suelen lamentarse. Lo mismo sucede las madrugadas en las que se suma la angustia, el no dormir y pensar con recurrencia en el dolor —por pequeño que fuese—, lo que hace que se aparezcan pacientes en horarios insólitos con exactamente los mismos padecimientos de las siete, ocho o nueve de la noche pero a las cuatro de la mañana. Los médicos se quejan de que los pacientes esperan los horarios menos oportunos, el entretiempo de la final del Mundial de Fútbol por ejemplo, para verlos, luego de que sufrieran los síntomas durante demasiado tiempo sin hacer nada al respecto (ciertos foros de Internet, incluso páginas dentro de Facebook, arden con este tipo de reclamos de parte de los médicos).

En la guardia te puede pasar que estás atendiendo a una nena de tres años que sabés que se va a morir, que tiene una deformación cardíaca que no tiene solución. Hace tres semanas que la nena está en terapia intensiva. Los padres ya duermen en la casa pero saben que en cualquier momento de cualquier noche pueden recibir un llamado que les diga que su hija ha muerto. Puede pasar que en un chequeo una de las médicas no le registre el pulso a la nena. Que se mire con la terapista. Que traten de ver si el corazón de la nena late. Latía. Pero puede ser engañoso: a la nenita le habían colocado un marcapasos, así que lo que oyen puede ser sólo el sonido inhumano, muerto, de la máquina. La saturación de oxígeno está bajísima. Te puede pasar que no sepas si ya se murió o no. Te puede pasar que llames a los padres a una hora de la madrugada. Puede pasar que ellos se despierten de un sueño que no era sueño sino un liviano cerrar de ojos, se vistan así nomás y lleguen en taxi urgente a la terapia intensiva pediátrica. Que saluden a los médicos rapidito y que la madre se agache y le hable a su hija, que le diga algunas palabritas de cariño. Te puede pasar, si sos médico y estás ahí justo en ese momento, que empieces a notar que la nena ahora sí tiene pulso, que la saturación se acerque a una normalidad que hace semanas no experimentaba, que el corazón suene distinto, extraña, inesperada, insólitamente vital. La nena sigue dormida, inconsciente y al filo de morir. Pero te das cuenta de que notó que su madre estaba ahí, que venía a despedirse y que iba a hacer el último intento para estar con ella del mejor modo que las condiciones, que su deterioro, le permitiesen. Si sos médico y estás ahí, te das cuenta de que esa mejoría, inexplicable, dura una hora. Y que después, a las cuatro de la mañana, la nena simplemente se muere. Si estás en la guardia, te pueden pasar todas esas cosas. Y no podés llorar como querrías.

Ese estrés al que están sometidos los médicos no es gratuito. En un libro exquisito y tremendo que cuenta su propia vida con la enfermedad maníaco-depresiva, ahora más conocida como trastorno bipolar, la psicóloga norteamericana Kay Jamison habla de la cantidad de médicos que se suicidan cada año en ese país y que son tantos como los egresados de una facultad de medicina mediana. «Los médicos, por desgracia, no sólo sufren muchos más trastornos afectivos que la población en general, sino que tienen un acceso más fácil a los medios eficaces de suicidio», escribió. Jamison cierra ese capítulo contando de sus temores a la hora de ingresar como personal en un hospital y de tener que llenar una planilla donde entre otras cosas se le preguntaba si sufría o había sufrido alguna enfermedad incapacitante que le requiriera tomar medicamentos, y demás detalles que interesan a los burócratas. No llenó ese ítem y sólo puso «para ser discutida con el jefe de Departamento de Psiquiatría». Cuando le concedió la entrevista y le contó al jefe de qué sufría, él le respondió: «Querida Kay, yo sé que sufres de enfermedad maníaco-depresiva; si tuviéramos que desprendernos de todos los maníaco-depresivos de la Facultad de Medicina no solamente tendríamos una facultad mucho más pequeña, sino más aburrida». Se rió, la palmeó y la aceptó en el hospital.

Aunque no lleguen al suicidio, muchos médicos vivirán bajo un estrés tal que morirán más jóvenes que el resto de la población. Dicen las estadísticas. Arterias tapadas, hipertensión, trastornos de sueño y alimentario y en general todo lo que ya se sabe de cualquier persona que está bajo una constante situación de presión durante años (para no hablar de los problemas sentimentales entremezclados, como se verá). Hasta se lo bautizó con un anglicismo, síndrome de
burn-out
, o la sensación de estar quemados, de tener el cerebro inutilizable, oscuro, gastado, sin mínima claridad para ejercer la profesión; la profesión de ser humano, digo. Con baja autoestima, sensación de desamparo y actitudes paranoides, por si fuera poco. Según distintos estudios —resumidos en uno publicado por la revista
The Lancet
y realizado por investigadores canadienses—, entre el 25 y el 60% de los médicos lo sufren; el índice de suicidios es hasta seis veces más alto que el promedio de la población. Entre los hispanoamericanos, ese número se clava en poco más de un tercio: 36,3%. El 17% autocalifica su salud mental como pobre (en la población general es la mitad de eso); la depresión es habitual entre las médicas, y el 12% en algún momento tendrá algún problema con drogas, legales o ilegales. El 92% reconoce autoprescribirse fármacos y son indiferentes hacia su propio estado de salud. Según una de las autoras, Jean Wallace, se trata de un comportamiento universal: «Los doctores se sienten incómodos en el papel de pacientes», dijo, ya que piensan que puede afectarlos en sus carreras. Una nota de Isabel Lantigua, publicada en el diario español
El Mundo
, sostiene que «una encuesta que ponía a los médicos en situaciones hipotéticas mostró que el 61% de los residentes iría a trabajar aunque hubieran estado vomitando toda la noche. El 83% acudiría a atender pacientes a pesar de tener sangre en la orina, el 76% iría con úlcera de estómago y un 73% con graves crisis de ansiedad». No hay que ser extremadamente sutil para pensar cómo pueden afectar semejantes situaciones a la salud de los pacientes tratados por tales médicos enfermos esos días, para no hablar de accidentes de todo tipo causados por la fatiga. También afecta el hecho de someterse a largas jornadas de atención que incluso pueden llegar a obligarlos soportar más de 24 horas de vigilia, lo que daña a todo bicho que camina por la tierra, con o sin guardapolvo, lo sabe cualquier cronobiólogo. De hecho, según plantea un trabajo realizado con médicos madrileños y publicado en el
Journal of Psychosomatic Research
en 2008, la quemazón cerebral podría ser antes que nada un gran arrastre de la falta de sueño. En la tabla de comentarios que seguían a estas notas en Intramed, el más importante portal argentino para médicos, los testimonios fueron reveladores: «Soy médica pediatra. Hago terapia intensiva desde hace ocho años. Estoy tan cansada que cada día que comienza no puedo levantarme de la cama para iniciar la jornada. Yo amaba esto que hoy se convirtió en una tortura. Mi rendimiento es bajo. Lo que es peor, es que no hago nada para superarme. Sólo añoro estar en casa con mi familia que tanto dejé de lado». Otra médica, apenas más abajo, recomendaba prestar atención a la calidad de las comidas, respetar el horario y hacer actividad física para relajar y aumentar el nivel de las endorfinas. Entre los comentarios de otro artículo sobre
burn-out
en profesionales hispanoamericanos, un médico preguntaba: «Me gustaría saber si hay algún trabajo que relacione el síndrome de
burn-out
y la crisis de pareja con el resultado final de la separación en el ambiente médico, especialmente en el quirúrgico». Otro agregaba: «Coincido con el doctor Fulano en saber sobre la relación que presenta el síndrome de
burn-out
y la relación de pareja, no sólo en el desempeño en áreas quirúrgicas sino en todos los ámbitos de nuestra profesión». ¿No soy yo, no sos vos, es el sueño?

En los Estados Unidos incluso existe una asociación llamada Madres contra los errores médicos, fundada por Helen Haskell, a quien se le murió un hijo de 15 años por un mal procedimiento médico de una nueva médica residente que llevaba más de treinta horas despierta. Su propósito —junto con el de otras asociaciones de similar espíritu— es limitar la cantidad de horas que los médicos pasan sin dormir y que los turnos sean como máximo de 16 horas; hicieron la petición oficial en febrero de 2010 y aún no han obtenido respuestas. (Las estadísticas muestran que el mes que más muertes tienen todos los sistemas de salud del mundo es precisamente aquel en el que entran los nuevos médicos residentes.) Los turnos norteamericanos pueden hacer que los médicos atiendan hasta cien horas por semana (y no parece haber una guerra declarada que lo justifique). «Los reflejos decaen, el pensamiento médico también luego de tantas horas continuas de trabajo», reflexiona otra médica en los comentarios
on line
. En todos lados se cuece sueño.

En otros animales, que no incluyen la palabra médico en su división de tareas, estar en guardia no se lleva bien con el sexo. Estar en guardia implica estar atento a los depredadores, aumentar el estrés para actuar con velocidad y precisión. Y bajo estrés extremo no se puede tener un sexo humano, satisfactorio, es decir, si los nervios son más de los necesarios. Lo saben los adolescentes en trance de debut o cualquiera que bajo presión no puede relajarse y, por ejemplo, mantener una erección si es del sexo masculino o la necesaria lubricidad, si femenina es ella. En la naturaleza, el estrés es la norma, hay que estar siempre en guardia, porque siempre se puede, si no, quedar a merced de un predador al acecho (a nivel hormonal, más estrés significa menos testosterona). Por eso, la paranoia es la norma, no menos que la eyaculación precoz. En uno de sus libros sobre sexualidad, el médico argentino Juan Carlos Kusnetzoff menciona los siete segundos que en promedio le lleva a un chimpancé dejar contenta —ok, es una manera de decir— a su chimpancesa, mientras que al gorila y su gorilesa la faena les lleva un minuto (claro, el gorila es el patovica de la selva y puede tener ese privilegio).

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