Authors: Josep Montalat
Una vez comprados los libros cerca de la plaza Universidad, deambuló por la calle Pelayo y dio unas monedas a un hombre que pedía en la acera. En la administración del Gato negro compró un décimo de lotería para el sorteo del sábado. La mujer que le atendió le preguntó si deseaba alguna terminación en especial y Cobre le respondió que no era supersticioso. Saliendo de allí, se entretuvo en la tienda de al lado contemplando los zapatos expuestos en unos de los escaparates. Iba a salir a la calle cuando le pareció reconocer a una chica morena que miraba el aparador de los zapatos de mujer.
—Azucena. ¿Eres Azucena? —le preguntó, acercándose.
La chica se había girado al oír el nombre y lo miró. Después de un breve momento pareció reconocerlo.
—¿Cobre? —preguntó, sorprendida.
—Sí. ¡Qué alegría encontrarte! —le dijo, efusivo—. ¿Qué tal? ¿Qué es de tu vida?
—Bien, todo bien —respondió ella secamente, recordando el papel que tres años antes le había hecho cuando se enteró de que le gustaban las chicas. Iba a darle un beso, pero ella se apartó ligeramente.
—¿Estás todavía disgustada conmigo, supongo?
—Sí, la verdad es que sí.
—Lo siento, Azucena. Sé que me porté muy mal contigo. Te hice mucho daño, pero desde entonces he cambiado mucho y ahora me gustaría que me perdonaras.
La chica dudó de su sinceridad.
—Créeme, lo digo en serio. Fui un imbécil contigo. Ahora sí que me gustaría que fuésemos amigos —le dijo, mirándola a los ojos—. Perdóname, por favor.
Azucena dirigió su mirada hacia los ojos suplicantes de Cobre, los evaluó y le parecieron sinceros.
—Está bien, te perdono —dijo ella, finalmente.
—Gracias, Azucena —Cobre la abrazó con la bolsa de libros que llevaba en una de sus manos—. Gracias, me haces muy dichoso.
Azucena se sintió extrañada por el espontáneo arrumaco pero también lo abrazó con la gran bolsa que ella llevaba.
—¿Qué haces por Barcelona? —le dijo luego Cobre.
—Vivo aquí. ¿Y tú?
—He venido a comprar unos libros —le mostró la bolsa—. ¿Tienes prisa? ¿Te invito a tomar algo y así hablamos tranquilamente?
—No puedo, tengo que hacer unos recados.
—¿Qué tienes que hacer?
—Tengo que llevar estos dos vestidos a la modista —le dijo, señalando la bolsa—. Y luego tengo visita con el médico.
—¿Te encuentras mal?
—Es al ginecólogo. Una visita rutinaria.
—¿Y comer? ¿Dónde comes? Te invito, si te parece, y así hablamos —insistió Cobre.
—No sé...
—Venga. Quedamos en algún sitio. ¿A qué hora sales del ginecólogo?
—A las doce y media más o menos, supongo —respondió ella, dudando.
Quedaron por fin en encontrarse a la una, en el café Zurich. Cobre se entretuvo por la zona. Poco antes de la hora, se dirigió al bar a esperarla. Se sentó en la terraza leyendo El País. A la una y media vio a Azucena atravesar la calle y la saludó de lejos levantando el periódico. Azucena se excusó por el retraso y fueron juntos a Can Parera, en la calle de Les Ramelleres, una conocida fonda cercana a las Ramblas. Los hicieron pasar y se sentaron en una de las mesas al tiempo que cada uno cogía una de las cartas del menú que les entregó el camarero. Mientras esperaban a que les atendiesen, Azucena le preguntó dónde vivía.
—Sigo en Empuriabrava y no vas a creerte dónde vivo ahora... —aguardó un instante en dar la respuesta—. En la casa de Gunter. ¿Te acuerdas? Fiestaaaa, fiestaaaaa —le dijo, imitando la voz del alemán.
—Ji, ji, ji —se rio ella, recordándolo.
Cobre se alegró de verla reír y le dio noticias del alemán. Un camarero lo interrumpió para tomarles nota de los platos y después volvió a hablarle.
—Gracias por aceptar venir a comer. Me haces muy feliz dándome esta oportunidad —le dijo Cobre, mirándola con sinceridad—. Ya te dije que he cambiado. Me he arrepentido mucho de lo que hice. Te hice daño rechazando la amistad que me ofrecías—. Hizo una pequeña pausa mirando con cariño los bellos ojos de Azucena—. Tú eres como eres y debes seguir siendo así si quieres ser feliz. No debes cambiar por nadie. Si eres feliz, podrás dar parte de esta felicidad a los demás. Antes yo pensaba de otra forma. A mí me gustabas mucho y no supe entender tu sexualidad. Ahora sé que este mundo es así. Cada uno es como es. Todos somos distintos y debemos respetar las diferencias.
—Gracias —respondió Azucena, un poco turbada por sus palabras.
—Aunque te extrañe, ahora creo que existe otra vida después de ésta. Ahí no existirán diferencias. Los pobres no serán pobres y tendrán todo lo que no han podido disfrutar en este mundo. Allí, en el cielo, los feos ya no serán feos y podrán ser tan guapos como deseen. Los enfermos estarán sanos y podrán hacer la vida que les quedó detenida. Ahí podrán hacerse realidad todos los sueños que no hemos podido materializar en nuestra existencia terrenal. Todo aquello que nos ha sido negado en la tierra lo podremos ver cumplido en el cielo. Allí, tú, yo, todos seremos como ángeles.
Mientras Azucena lo escuchaba, unas lágrimas le resbalaron por la mejilla.
—Esto que dices es muy bonito. Mira, me has hecho llorar y todo… tonto —le dijo, secándose con la servilleta uno de sus ojos.
—Lo siento —se excusó Cobre, mirándola a los ojos.
—No, si me gusta mucho lo que dices —le respondió Azucena, secándose con el dedo una lágrima del otro ojo—. Mi padre murió hace un mes y me he emocionado pensando en lo que decías, parecía que hablabas por su vida— añadió, secándose de nuevo con el pañuelo—. Me he emocionado con eso que has dicho, de que lo que no se ha podido hacer en la tierra se podrá hacer luego en el cielo.
—¿De qué murió?
—Se cayó y se dio un golpe en la frente —empezó la chica a explicar—. Era ciego... desde que yo era pequeña. El pobre, ya ves, acabó su vida y nunca pudo verme bailar. Por eso, cuando has dicho eso del cielo, me he imaginado que allí podrá verme. Que ahí bailaré para él.
—Te acompaño en el sentimiento por lo de tu padre… no sabía que era ciego. Nunca me lo dijiste. Bueno, la verdad, nunca hablamos de nuestras familias, sólo sabía que tus padres eran de Granada, de Pinos Puente, creo.
—Sí, veo que te acuerdas —se alegró Azucena, contenta de que recordara ese hecho.
—Explícame algo de tu familia.
—Mi padre perdió la vista cuando yo tenía cuatro años, debido a un virus, un tracoma. Perdió el trabajo y lo pasó muy mal. Éramos tres hermanos, dos chicos y yo, que era la más pequeña. Mi madre, durante aquellos años, hasta que los de la ONCE no le dieron el puesto de lotería, tuvo que llevar el dinero a casa trabajando en las casas de los demás, limpiando y todo eso... y algunas noches, los fines de semana también, trabajaba limpiando platos en un restaurante. Empobrecimos bastante, aunque a mí me dieron de todo; nunca encontré nada a faltar —explicó, poniéndose melancólica.
El camarero les sirvió el primer plato y empezaron a comer.
—¿Y cuándo empezaste a bailar?
—De pequeña. A los cinco años. La primera vez fue una tarde en que mi madre se fue a trabajar y mi padre me hizo bailar. Me dijo que íbamos a dar una sorpresa a mi madre en el día de su santo. Se llamaba María Mercedes y celebraba su santo el 24 de septiembre. Empezamos a ensayar tres semanas antes... —iba explicando, emocionada.
—Bueno, come o se te enfriarán los macarrones —le indicó Cobre.
Azucena se puso unos pocos en la boca.
—Recuerdo que era verano y ensayábamos en la terraza —siguió hablando la chica—. Él tocaba la guitarra y yo bailaba. Me hacía imitar sus movimientos. Me decía que lo hacía muy bien, aunque por supuesto no podía verme. Decía que me veía por dentro, en su imaginación, y yo, claro, tan pequeña, le creía. Estuvimos así muchas tardes.
Cobre comía mientras ella hablaba.
—El día de su santo, cuando mamá regresó del trabajo del restaurante, a las doce de la noche, estábamos con mis hermanos en casa esperándola. Ella creía que ya estábamos durmiendo y al abrir las luces, todos la felicitamos. Mi padre la hizo sentar y le dijo que tenía un regalo muy especial para ella. Empezó a tocar la guitarra y a cantar la canción que habíamos ensayado, y mientras él lo hacía, yo bailaba y mis hermanos daban palmas. Era la canción favorita de mi madre, de cuando eran novios, y le gustaba mucho. Mi madre, la pobre, escuchando aquella canción que tantos recuerdos le evocaba y viéndome bailar por primera vez, lloró como una Magdalena.
A Cobre también se le había desprendido una lagrima. Azucena lo vio.
—Cobre... —dijo—. Estás llorando.
—Sí, ¿qué quieres que te diga? Me he emocionado con lo que has contado.
—«Menua comía» nos estamos zampando... —dijo Azucena con su gracioso acento, sonriéndole, poniendo una de sus manos sobre la suya.
Siguieron hablando un rato de sus respectivas familias y luego hablaron de sus trabajos. Azucena le explicó que daba clases de baile flamenco en una academia que había abierto con otra chica y que también actuaba algunos fines de semana para los turistas.
Cobre le explicó su trabajo en la inmobiliaria de Empuriabrava y le dijo que estaba saliendo con una chica desde hacía tres años.
—¿Y estás bien con ella? —le preguntó la andaluza.
—Sí, ahora estamos muy bien. Y tú, ¿sales con alguien?
—Salía. Cortamos hace quince días —le informó la chica.
—Lo siento.
—No es la primera vez. Hemos cortado ya varias veces.
Azucena le explicó la relación que había mantenido con esa chica, en la que había habido bastantes altibajos. Su compañera era azafata de Iberia y estaba a menudo fuera, viajando. Hacía el trayecto del aeropuerto del Prat, en Barcelona, al aeropuerto Reina Sofía, del sur de Tenerife. Dos noches a la semana tenía que dormir en un hotel de Playa de las Américas. Allí había una conocida discoteca gay en la que de vez en cuando sabía que su novia, Emma, se dejaba caer, y como hablaba perfectamente el inglés, ligaba con alguna extranjera.
—Yo, claro, tampoco soy de piedra y, sabiendo que ella me engañaba, también he ido teniendo alguna aventurilla —acabó reconociendo Azucena.
—Ya, lo de siempre —dijo Cobre—. Como se dice, tiran más dos tetas que dos carretas.
—Ji, ji, ji —se rio Azucena.
—Eso de los engaños es lo mismo que a nosotros nos ocurría en la relación que teníamos antes —dijo Cobre—. Es el problema de la mayoría de las relaciones de pareja. Engaños por aquí, engaños por allá, y se van distanciando. Al final, ninguno conoce al otro realmente. Yo también me lié con varias chicas mientras salía con Mamen, y pensaba que ella no hacía nada. Luego resultó que ella hacía lo mismo que yo. Seguir así era imposible y, claro, de tanto hinchar el globo, al final explota. Menos mal que hicimos lo de la «goma de borrar».
—¿Lo de la goma de borrar? —preguntó extrañada Azucena.
Cobre empezó a contarle la historia de la goma de borrar mientras Azucena lo escuchaba con atención, pero se saltó algunos detalles que el lector debe saber:
(7 meses antes)
Después de la noche de Halloween, Cobre intentó contactar con Mamen sin resultado; ella no quería saber nada más de él. Estaba muy dolida porque no le había querido abrir la puerta de la habitación. Había pasado mucho miedo con la paranoia de la goma que quería borrarlos y estuvo vagando por las calles de Empuriabrava acompañada de Belén y de Tito, intentado deshacerse de la dichosa goma, a la que no paraban de ver por todas partes y que parecía perseguirles. Gus, Yolanda y los otros iban en otro grupo y, por lo visto, también a ellos los perseguía. Al cabo de una hora, los dos grupos se reencontraron gracias a la Guardia Civil.
A las 2:20 horas de aquella noche, dos agentes de la Benemérita circulaban en un jeep de regreso al cuartel de Roses, después de haber sido relevados del puesto de control de aduanas del puerto de Empuriabrava. El agente que iba en el asiento del copiloto estaba fumando tranquilamente un cigarrillo, cuando de pronto le pareció ver a alguien junto a uno de los matorrales que separaban la calle de la acera.
—¡Eiva! —gritó, sorprendido.
—¿Qué pasa? —le preguntó su compañero, frente el volante.
—Creo que he visto el careto de Frankenstein mirando por encima de un coche aparcado —dijo, girado, mirando por la ventanilla trasera.
—Ja, ja, ja —se rio su amigo—. Sería el viento.
—Te juro que he visto algo. Gira a ver —le pidió al conductor.
El vehículo dio la vuelta completa en medio de la avenida y de pronto los faros iluminaron a Gus que, con sus enormes zapatos, corría de forma extraña atravesando la calle.
—¡¡Ahí, míralo...!! —señaló el guardia—. ¡Es Frankenstein!
—¡La madre que me parió! —exclamó el otro.
—Y mira... lo persiguen dos fantasmas y una bruja.
—Qué fantasmas ni que ocho cuarto —dijo el que conducía encendiendo las luces largas—. ¿Pero qué hacen esos
chalaos
? —se preguntó, acercando el
jeep
—. Alto ahí, deténganse —se oyó el aviso por el altavoz.
Los dos agentes bajaron empuñando sus pistolas reglamentarias.
—No se muevan —gritó uno de ellos.
Gus levantó sus manos y los otros lo imitaron, mientras los guardias se acercaban al insólito grupo.
—¡La goma nos persigue! —dijo Yolanda señalando al otro lado de la calle—... ¡Está ahí y nos persigue!
—¿Quién les persigue? —preguntó extrañado el agente, mirando en la dirección que señalaba la chica.
—¡La goma! ¡La goma de borrar! —repitió Yolanda, alterada—. Está ahí, borrando el «container».
El guardia civil observó con detenimiento el container verde de la basura y volvió la mirada a su compañero, pensando que estaban locos o borrachos. Después de calmarlos, les hicieron algunas preguntas.
—¿Por qué van todos disfrazados? —fue una de ellas.
—Estábamos celebrando la fiesta de Halloween —respondió Sonia.
—¿Quién de vosotros es Jalovin? —preguntó el agente mirando a Gus, que era el que más destacaba en altura... y en dedos de frente.
Aclarado el motivo de los disfraces, las luces del jeep, que permanecía parado en medio de la calle, iluminaron unas siluetas que cruzaban la avenida a unos cincuenta metros de donde se encontraban.
—Ahí hay tres más —señaló uno de los guardias, haciéndoles girar a todos.
—Habrá que pedir refuerzos —dijo el otro agente al ver a los otros componentes de la familia «Monster» que atravesaban la calle y se escondían detrás de unos matorrales.